Luego de 9 años de Revolución Ciudadana la sociedad ecuatoriana parece resistirse a cambiar, muy a pesar del eslogan del régimen «el Ecuador ya cambió». El correísmo ha apostado todo su capital político y su propia imaginería para transformar la sociedad ecuatoriana en una sociedad moderna y transparente, sin ataduras a un pasado tradicional, mítico […]
Luego de 9 años de Revolución Ciudadana la sociedad ecuatoriana parece resistirse a cambiar, muy a pesar del eslogan del régimen «el Ecuador ya cambió». El correísmo ha apostado todo su capital político y su propia imaginería para transformar la sociedad ecuatoriana en una sociedad moderna y transparente, sin ataduras a un pasado tradicional, mítico y premoderno, en el que primaban los caciquismos, los corporativismos que tanto han incomodado a esta nueva ideología modernizadora de la sociedad ecuatoriana que es el correísmo. Ha querido modernizar la política, a través de convertirnos en ciudadanos universales, sin diferencias, y que expresemos nuestras preferencias exclusivamente en las urnas. Ha querido modernizar la economía, a través de convertirnos en consumidores en un mercado competitivo con suficiente poder adquisitivo para elegir; es por ello y no por otras razones, que ha querido reducir o acabar con la pobreza. Ha querido modernizar la sociedad, a través de constituirnos en individuos sin ataduras, pertenencias, ni lealtades a gremios, a etnias, a culturas, a movimientos. El correísmo ha imaginado una sociedad plana y transparente en la que todos – bajo una matriz liberal de igualdad – tengamos los mismos derechos y deberes. Una sociedad en la que seamos la sumatoria de individuos: catorce millones de ecuatorianos cobijados por un Estado vigilante, disciplinario, quizás protector si se requiere, pero que está ubicado por encima de esa sociedad y que la tutela desde bien arriba. La astucia de la modernidad correísta se ha desplegado a lo largo de estos años para realizarse de forma inexorable.
Pero el correísmo se da con la piedra en los dientes cada día, vive en una continua zozobra porque sus objetivos, luego de casi una década en el poder, no se concretan. En la esfera política imaginó un país civilizado en el cual disputen el poder banqueros y tecnócratas, por eso reconoció tempranamente a un banquero como una oposición legítima, porque era moderna y racional. Nunca dijo que iba a eliminar a todos los partidos, solo a aquellos que los percibe como premodernos. No obstante, los grupos políticos se resisten a desaparecer o a modernizarse, ahí encontramos a los «tirapiedras» con un nuevo membrete político metiendo bulla, ahí encontramos a los «indios de ponchos dorados» que no son capaces de llegar a consensos ni entre ellos mismos; ahí encontramos a un populismo remozado con el propio hijo de Abdalá que vuelve a la escena; ahí encontramos a una derecha que tampoco se ha modernizado y se desgaja en varias expresiones caudillistas. El correísmo aspiraba a poner orden en esa gran dispersión política y no lo ha logrado, aunque de eso finalmente pueda beneficiarse, no parece agradarle del todo.
En la esfera social la situación quizás es peor que en el espacio político, puesto que aparecen en escena los estudiantes revoltosos que con sus manifestaciones, destrozos y violencia le recuerdan al régimen que casi de nada han valido las represiones, los juicios, las expulsiones y amenazas. Los muchachos siguen en las calles y se niegan a ser disciplinados. Ahí aparecen las mujeres ecuatorianas, malcriadas, relajosas, que no meditan en los impactos de sus acciones, que pueden causar enormes pérdidas económicas y aún conflictos diplomáticos con sus actitudes irreverentes y poco meditadas. Ahí aparecen las universidades y hasta los académicos, que en lugar de valorar reflexivamente todo el gran paso modernizador que intenta dar el correísmo, se resiste a cambiar, lucha por imponer sus propias reglas, por funcionar con autonomía que realmente es anarquía, y que provoca una terrible frustración a los cuadros expertos en disciplinamiento que se han ido especializando en el régimen. Ahí aparecen los jubilados con sus demandas de último momento, con peticiones que en sí mismas desbordan cualquier cálculo actuarial, y que no entienden de la importancia de estos estudios. Ahí aparecen los ecologistas infantiles, que en lugar de valorar el gran cambio de la matriz productiva que el régimen ha querido impulsar, el dominio sobre la naturaleza, se solazan con criticar lo que ellos denominan extractivismo, en zonas ínfimas y de poca importancia. Ahí acaban de aparecer los militares, una casta que siempre se ha beneficiado de las prerrogativas de poseer las armas, y que ahora se atreve a contestar a un régimen que lo único que aspira es a poner orden. Y ahí siempre, persistentemente, aparecen los indios, los cholos, los afros, los mulatos, los montubios, ese sinfín de gentes que llegaron a empoderarse tanto que incluso plantearon las novelerías de la interculturalidad y la plurinacionalidad, a la cual el correísmo, preocupado por la unidad de nuestro gran Estado-nación, nunca ha querido dar paso ¿por qué iba a hacerlo? Si todos podemos resumirnos en una gran nación blanco-mestiza. A fin de cuentas, unos más morenitos y otros más blanquitos, todos para el correísmo nos cobijamos en la gran patria que nos dicen, ya volvimos a tenerla y es de todos.
En fin, todas estas gentes, grupos, movimientos, partidos y expresiones constituyen una verdadera rémora para el correísmo. Todos ellos nunca han entendido las reales pretensiones de la revolución ciudadana, su afán de cambiar al país, de desarrollarlo, de ponerlo en la senda del orden y progreso. Si el correísmo para venderse tuvo que recurrir a la expropiación de luchas, discursos, imaginarios y estrategias de los grupos sociales; a manipular, cooptar, dividir, todo eso fue parte de una táctica indispensable para llegar al poder del Estado y desde ahí modernizar la sociedad. No se le puede acusar de traición a sus proclamas, eso era parte de una estrategia legítima. Estos actores no valoran nada lo que la Revolución Ciudadana ha pretendido hacer con ellos: modernizarlos, desencantarlos, desatarlos de cualquier lazo social, desnudarlos de sus adscripciones, lealtades y falsas identidades, que es lo que nos ha llevado a un fracaso como país y nación.
Pero, realmente, es el correísmo quien nunca entendió este país, nunca lo vivió y sintió en su complejidad, en su diversidad, en su historia de colonialismo, de patriarcado, de explotación y de humillación. Nunca asimiló aquello que Echeverría denominó el «ethos barroco», una forma constitutiva de nuestro modo de afrontar la modernidad capitalista, ni mejor ni peor que las otras, simplemente esa ha sido nuestra forma de vivir estas profundas contradicciones y violencias que históricamente hemos enfrentado. Esta estética barroca, que tanto molesta al correísmo, constituida por esta diversidad que se niega a diluirse, probablemente va a lograr la desaparición del propio correísmo, y con ello de su astucia de modernización.