A Sonia Fidalgo, asturiana de braveza
Los diferentes individuos sólo forman una clase en cuanto se ven obligados a sostener una lucha común contra otra clase, pues por lo demás ellos mismos se enfrentan unos con otros, hostilmente, en el plano de la competencia.
Marx/Engels, La ideología alemana
Las madejas que tejían la frágil estructura del ser social ya no existen. Estallaron en mil pedazos de individualismo mercantil alimentado por la agresividad de los consejos de administración y la mercadotecnia. Desde 1944 -fecha de los acuerdos mundiales que fijaron el ámbito del capitalismo financiero actual- desaparecieron para siempre las cajas de resistencia que recogían contribuciones para tiempos de derrota, sucumbieron los sindicatos de clase, anegados por las riadas del librecambio (con el falso hedonismo del cuerpo y el consumo indiscriminado como arietes) y explotaron los núcleos de resistencia articulados en torno al trabajo (el espacio único del ser social) y las relaciones de clase. De las espesas madejas cimentadas con esfuerzo y sangre gracias a las luchas revolucionarias del siglo XIX y primer tercio del siglo XX, sólo perviven en la actualidad unos hilos rojos y negros a punto de romperse, disfrazados de noviembre, como restos a la deriva del naufragio histórico, político, social, económico y cultural de la izquierda europea incapaz, por temerosa y reaccionaria, de enfrentarse con el modo de trabajo y vida impuesto por las multinacionales norteamericanas y sus homólogas nacionales. Los hilos ya no representan nada: son vestigios, arqueología simbólica, imagen de la derrota del pensamiento colectivo. Trenzar de nuevo los filamentos destrozados, encontrar en la conjunción de intereses socio-laborales (más allá de los convenios y las vacaciones) las raíces necesarias para una reconstrucción del ser social y preparar de nuevo una estructura férrea de combate debería ser -con los imperativos categóricos a cuestas como un fardo- el plan quinquenal de cualquier organización que se reclame transformadora. Michel Rocard, que llegó a ser primer ministro socialdemócrata de Francia, hablaba de «recuperar el tejido socio-asociativo». Alguna razón tenía. Aquí lo barrió todo el aire moderno y lúdico de la llamada Transición. Todos tenemos teléfono portátil. Este años se venderán más de 20 millones de aparatos. Estamos como queremos.
La ausencia del hilo rojo
En el laberinto artificial de los centros comerciales -concebido por arquitectos y sociólogos del pensamiento dominante- se convive igual que subsisten los animales en un parque zoológico. Los compartimentos-estanco destinados al consumo, a la realización material y directa del consumo, contienen todos los instrumentos para el placer momentáneo e indefinido que consiste en intercambiar bienes y/o servicios elementales por dinero. El placer -en el dudoso caso de que exista y no sea una espiral de falsedad imaginaria, una ilusión- es relativo y escaso (cada canje provoca una cantidad mínima de placer instantáneo) y sólo la acumulación y repetición (con Deleuze al fondo) de estos descontrolados intercambios genera un grado suficiente de tranquilidad emocional. Durante este acelerado proceso -como si un tigre se agitara en su celda de cuatro metros cuadrados- el frenesí alcanza niveles máximos de agitación comparables con el placer que provoca una película sentimental (casi todas) o la lectura de novelas de aventuras e intriga con amor cortés de fondo (casi todas). Como ratones blancos prisioneros en sus celdas, a cada chispazo eléctrico sigue una satisfacción. La acumulación de descargas provoca daños irreparables para la salud mental de las poblaciones. La ingestión incontrolada de psicofármacos y de «medicamentos de confort» es prueba de ello. En algunos centros comerciales (pocos) pusieron bancos ergonómicos para que los viejos (y algunos prejubilados) de los barrios limítrofes se sentaran y discutieran sobre sus asuntos. Era una ocupación espontánea ajena al consumo que vulneraba el principio activo (proactivo, dicen ahora) del mismo placer. Es más, alteraba su esencia. En la actualidad las empresas, liberadas ya de los complejos sociales de los años 60 (el pacto capital-trabajo y sus secuelas), han suprimido los asientos de los centros comerciales. Sólo quedan cajeros automáticos y papeleras. En las plazas de los pueblos pequeños todavía se discute (cada vez menos, la fuerza de la televisión es demoledora) al caer el sol. No creo que esa actividad proporcione ningún tipo de impulso social, pero merece ser resaltado un aspecto general. Cuando existía el tejido social y las cuestiones vitales eran colectivas -Spinoza afirmaba en la segunda mitad del siglo XVII que no existían problemas individuales, ni soluciones fuera del Estado- el arte de sentarse a conversar adquiría una dimensión política, acto público: actividad de la polis. Un creativo diálogo -con los problemas del mundo del trabajo y la explotación presentes- ajeno al intercambio mercantil compulsivo de los «centros de ocio». Eran tiempos remotos en que los sindicatos eran de clase y los cursos de formación y reciclaje de trabajadores despedidos no se consideraban una conquista social. Saramago -corría el año 2000- escribió una novela política y sentimental titulada La caverna que reflejaba estas cuestiones. Casi todos tenemos tarjeta de crédito. Estamos como queremos.
La ausencia del hilo negro
Ahora se llama solidaridad y consiste en ponerse un lazo de color en la solapa o una pulsera de plástico y donar 1 euro al mes -o al semestre- para que niños sin niñez reciban comida en un pueblo de África al cual no llegan las viandas humanitarias perdidas en las capitales del extraperlo y los mercenarios. Donde no alcanza la mano del estado (frente a la invisible y metafísica del mercado) llegan -se supone- las ONG´s. El estado se reduce, mengua, encoge, se retrae, tiende a desaparecer. Siguiendo la estela del neoliberalismo, tras la idea del estado mínimo, el capitalismo hace y deshace. Las privatizaciones han reducido la envergadura y el espesor social del estado, su capacidad de influencia e intervención en la esfera de lo público. Con la crisis de los estado-nación (provocada por la presión de las trasnacionales con la complicidad de las derechas nacionales, sus vasallos) ha desaparecido la última barrera de contención: la solidaridad. En la actualidad, los estados subsisten alineados con el capital en organismos supranacionales y se dedican a las declaraciones de derechos fundamentales (vieja retórica más propia del siglo XIX) al tiempo que regulan el tráfico de inmigrantes: los desarraigados. Bajo el hilo negro corría también la conciencia de clase y la idea de ayuda mutua. Se llamó internacionalismo proletario y solidaridad roja. Durante la guerra de España, las Brigadas Internacionales, que ahora los historiadores de la revisión (todas las rosas son la rosa) quieren denostar, dieron uno de los últimos ejemplos de compromiso de clase. Desde enfermeras de Australia a mineros de Gales, de intelectuales franceses de café a trabajadores norteamericanos, dejaron todo y vinieron a morir en los pedregales de España luchando contra el fascismo. Los anarquistas han dado siempre ejemplo de solidaridad. Está es sus textos fundadores y en su propia existencia. También en su comportamiento heroico durante la guerra. El hilo negro recuerda su compromiso. En Cuba y Venezuela la solidaridad sigue existiendo, forma parte de la cadena de actos necesarios y acentúa la unión fraternal: petróleo por servicios. La vida, sabido es pese a las tempestades y la ruina de la izquierda, se puede vivir de otra forma. Tomo prestada una frase que resume un programa de gobierno: comunistas en lo macro, anarquistas en lo micro. La igualdad sólo existirá cuando se pueda hacer una ecografía con la misma rapidez y eficacia en Totana y en Sestao, en Cambados y en Tossa de Mar. Defender la caja única de resistencia en tiempos de desbandada fiscal no deja de ser una quimera. Escribió César Vallejo: Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza. ¿Innovar, luego, el tropo y la metáfora? Casi todos tenemos una hipoteca. Estamos como queremos.
La posmodernidad y el desencanto de los relatos colectivos
El socialismo moderno, como cualquier otro movimiento alternativo que pretenda el asalto a la razón liberal y sus consecuencias, tiene que encontrar recursos teóricos y prácticos en las entrañas del cuerpo social, en lo real-marginal presente en la vida cotidiana, en las oficinas y las fábricas, en la conciencia desarticulada y espontánea del nuevo lumpenproletariat para concebir un relato omnicomprensivo de la identidad humana. La dignidad se difumina y desaparece -flor de un día de barricada- cada vez que alguien está obligado a sonreír o a decir «sí, señor». Este renovado discurso de la izquierda tiene que ser audaz, agresivo, claro y distinto: diferente a los transitados por otros combates pasados. Consciente de su fuerza -al modo del súbdito que lanza por vez primera una mirada democrática a ojos del señor y rompe la estructural dialéctica del amo y el esclavo- el nuevo discurso totalizador debe albergar entidad suficiente para abatir los muros de plástico transparente de la sociedad del espectáculo, un renovado logos que supere la artificial fragmentación retórica impuesta por la posmodernidad. La disgregación y la minucia forman parte del «olvido del mundo», del ser-nacido-para-el-consumo. Sin un intento de subversión del orden económico y moral establecido desaparecen los nexos, la producción en común de enunciados (ahora lo denominan subjetividad) y cualquier intento de «democratizar la democracia». La reconstrucción de una conciencia autónoma de clase, ajena a la falsa identidad del homo consumens, es una necesidad histórica primordial que debe facilitar la progresiva unión de los movimientos sociales y políticos contrarios al principio de la explotación. Pensar una ontología materialista del ser social, principio político y filosófico apuntado por G. Lukács, reflexionar sobre la posibilidad de trabajar y vivir sin la espada de la precariedad, es la herramienta principal de cualquier reflexión que quiera trascender la vida contemporánea de las democracias de mercado libre, un teatro de vanidades donde la puesta en escena y el vacío de contenidos han pervertido el sentido de la acción colectiva.
El paradigma del consumo marca los límites de nuestra capacidad de reflexión colectiva. Sus coordenadas, impuestas por la fuerza de las armas desde 1945, definen nuestro mapa imaginario y las fronteras cerradas de nuestra idea del mundo. Todos tenemos, inerme el relato transformador, algo de rata blanca de laboratorio.