Los políticos yerran al dejar el idioma fuera de las competencias de los ministerios de Interior. Cae una definición, corta, diáfana, sólo preocupada por la exactitud de las palabras, y revienta con inocencia de diccionario sus elaboradas engañifas. Transición política. Transición: «Acción y efecto de pasar de un modo de ser o estar a otro […]
Los políticos yerran al dejar el idioma fuera de las competencias de los ministerios de Interior. Cae una definición, corta, diáfana, sólo preocupada por la exactitud de las palabras, y revienta con inocencia de diccionario sus elaboradas engañifas. Transición política. Transición: «Acción y efecto de pasar de un modo de ser o estar a otro distinto». Así que en 1975, los españoles dejamos un «modo de ser o estar» y pasamos a otra pose o estado de la conciencia. Quién ha dicho que la mayor de las estupideces no pueda ser un éxito publicitario.
España ha cambiado mucho en los treinta años transcurridos desde entonces. Pero la finta político-lingüística seguía ahí, a hombros de la Cofradía del Tránsito, con su hermandad dirigente, su capataz de banceros, sus costaleros, nazarenos, piquetes, cereros, devotos y manolas, que aquí no son finas madrileñas en verbena de La Paloma sino congregantes de Nuestra Señora de la Soledad. Pocos penitentes (el motivo es obvio). Muchos fotógrafos. Adicta al rey.
El mito de la transición dependía del tapón generacional impuesto por los cofrades en prensa y política, y se ha empezado a resquebrajar cuando el tiempo se ha puesto a repartir certificados de jubilación. Su caída no guarda relación alguna con el 70 aniversario de un 18 de julio, aunque la sombra de la República los incomode. Pero hoy me quiero engañar. Quiero pensar que la tricolor ha puesto su granito de arena y que sus nietos y biznietos sabremos pasar factura a los niños de Suresnes, al franquismo sociológico.
Ya conocen el guión. La banda izquierda de la cofradía se ha dedicado a repetir que el «pacto de olvido» era necesario para sentar las bases de la convivencia pacífica; no se pasa así como así de un ser o estar a otro ser o estar, hay que comprenderlo. También ha insinuado que era cuestión de tiempos, es decir, olvido para hoy y memoria para algún momento indeterminado del mañana. Por mi parte, niego lo segundo y discuto lo primero. Si se ha iniciado un proceso de recuperación de la memoria, ha sido a pesar y a espaldas de los planteamientos de esos sectores, casi tan sorprendidos como la propia derecha de que la memoria republicana no sea objeto de museo. En cuanto a la transición, no está en mi ánimo negar su contribución a la democracia, pero me van a permitir que introduzca una duda razonable: ¿Es cierto que España no podía ir más lejos? ¿O sería más exacto afirmar que ellos, los protagonistas del pacto, tenían prisa por subirse al tren? Fuera como fuese, el intento de justificación personal está llevando a algunos a mantener posturas incoherentes y, a veces, a dejarse caer en una amable pendiente de mentiras que inevitablemente acaban en la relativización del fascismo.
El Estado de Derecho es hijo en todo el mundo del triunfo de los aliados sobre el Eje en 1945, e incluso más allá, de la intención que tuvieron los juicios de Núremberg. Pero en España no hubo juicio alguno, y lo que es peor, no se ha producido un cambio educativo suficiente para que la cultura arregle, como en tantas ocasiones, lo que la política no sabe o no quiere resolver. Cuando se trata de la guerra civil española, la derecha omite dos nombres en todos sus discursos: Adolf Hitler y Benito Musolini. Debe hacerlo. Para mantener la farsa nacionalcatólica, para presentar el franquismo como «dictablanda» o mal necesario, una cosilla de Sección Femenina y crucifijos, hay que evitarlos a toda costa, mentir a toda costa. De lo contrario, se situarían fuera del propio Estado de Derecho.
La desgracia de la izquierda cofrade es que hay cosas que no admiten medias tintas. Por ejemplo, se deben discutir los errores y atrocidades cometidos tanto por los aliados en su lucha contra el Eje como por la República española en lo que fue la primera batalla de la II Guerra Mundial. Eso está fuera de toda duda. Pero no se puede, de ninguna manera, situar a los aliados y al fascismo en el mismo nivel. El gran problema de los condescendientes, de los que aplastaron la verdad en 1975, es que el «pacto de olvido» tiene un calado ideológico tremendo. Con el banquillo de los acusados de Núremberg, y con los que deberían haber estado allí y no estuvieron, sólo caben sentencias condenatorias. No es asunto sobre el que se pueda pasar tímidamente. No es capricho historicista. No hay posibilidad de lavarse las manos.
Santiago Carrillo, ex secretario general del PCE, criticaba la semana pasada el discurso golpista de la derecha y afirmaba que ese aspecto es la única coincidencia entre la España actual y la de 1936. Es tan cierto que la pregunta debería ser automática, consecuencia inevitable de tal afirmación. ¿Por qué? ¿Por qué puede hacer la derecha ese discurso? ¿Por qué puede deslizarse hacia los principios del Movimiento Nacional y mantener una estrategia de tensión propia de un grupo de camisas pardas? Porque hombres como él lo han hecho posible. Pactaron en nombre de todos lo que no tenían derecho a pactar, hicieron concesiones inadmisibles, permitieron que se sentaran las bases para una rehabilitación de la cruzada.
Desengáñense los bienpensantes. No es el recuerdo de la II República, ni la tardía reparación, lo que nos amenaza. Es el olvido y la injusticia, los cabos sueltos de la Cofradía del Tránsito.