La batalla comunicacional que, en definitiva es una batalla cultural, no sólo se define en los medios de comunicación. Igualmente importante en esta lucha son los discursos que se vuelven legítimos y hegemónicos pues las fuerzas en pugna también se constituyen discursivamente. El discurso ultraderechista ya está instalado. Emergió velozmente y se ha erigido en […]
La batalla comunicacional que, en definitiva es una batalla cultural, no sólo se define en los medios de comunicación. Igualmente importante en esta lucha son los discursos que se vuelven legítimos y hegemónicos pues las fuerzas en pugna también se constituyen discursivamente.
El discurso ultraderechista ya está instalado. Emergió velozmente y se ha erigido en fuerza política y discursiva en Europa, Estados Unidos y América Latina. Tópicos que como el odio al diferente y el amor a las dictaduras parecían cosa del pasado hoy forman parte de programas de gobierno y candidaturas presidenciales. Discursos que hasta hace poco parecían inconcebibles hoy se extienden con fuerza y popularidad. Este despliegue de discursos que muchos creían imposibles y que, de hecho, lo eran hasta hace poco, da cuenta de profundidades en la vida social que vale la pena tratar de comprender.
Tres hipótesis al respecto:
a) Hay una disputa por la hegemonía dentro del bloque dominante. Ésta responde a un reordenamiento de las correlaciones de fuerza al interior de dicho bloque. La tensión ocurre entre los defensores del neoliberalismo clásico-tecnocrático y del neoliberalismo de ultraderecha, y se expresa en los discursos de ambos bandos.
b) El discurso ultraderechista se muestra efectivo para resolver (por ahora) las tensiones de clase que el mismo neoliberalismo ha creado globalmente al enriquecer a los más ricos como nunca en la historia. Asimismo, la discursividad neofascista ha sido eficiente para canalizar la extendida rabia social que ha sido creada por el propio neoliberalismo, lo que permite dirigir dicha ira contra otros y no contra el sistema. Esta eficiencia discursiva ha permitido generar conexión narrativa con sectores medios y populares, lo que da réditos electorales.
c) La disputa al interior del campo dominante es una oportunidad para la izquierda de recobrar su identidad de clase, de articularse globalmente y de reconectar y repolitizar lo social. Para ello hay que aprovechar comunicacional y discursivamente la pugna intra-bloque.
Luego de unas cuatro décadas de implementación global del neoliberalismo podemos distinguir tres corrientes discursivas que lo conforman y que se han ido estructurando con el tiempo: el neoliberalismo progresista, el neoliberalismo clásico-tecnocrático y el neoliberalismo de ultraderecha. Por supuesto, las tres tienen en común una serie de cosas, la principal de ellas es que no cuestionan el rol central del mercado en el ordenamiento social. Su defensa de sociedades cuya institución principal sea el mercado es esencial, un irreductible.
No obstante, hoy podemos ver ciertos límites en la narrativa neoliberal, y en ese marco emergen diferencias y tensiones, cada vez más notorias, que dan cuenta de un disputa por la hegemonía al interior del bloque dominante.
Al hablar de neoliberalismo progresista (denominación acuñada por Nancy Fraser) nos referimos a esa izquierda socialdemócrata que tras la caída del Muro se hizo liberal y culturalista. La que levantó el discurso de la «Tercera Vía», del «capitalismo con rostro humano» mientras promovía las privatizaciones de empresas públicas, la cooptación de los movimientos sociales y la desmovilización de la militancia política y sindical. Para seguir manteniendo cierto aire progre reemplazaron su identidad clasista y la crítica estructural contra la sociedad capitalista por un discurso culturalista, identificándose en clave postmoderna con luchas de reconocimiento identitario, sintonizando así con una minoría ilustrada. A este progresismo le ha venido bien apoyarse en este tipo de temas, así mantuvieron cierta aura de izquierda sin tener que enfrentarse a las dinámicas capitalistas, lo cual es siempre es más complicado. Plantar cara al poder tiene costos, y hay que tener valor para hacerlo. Su deriva – como no podía ser de otro modo- ha sido la más patética: se ha visto relegada cada vez más a la irrelevancia, tanto de sus partidos como de sus líderes, hablamos de tipos como Tony Blair, Gerhard Schröder, Ricardo Lagos, Felipe González o Enrique Cardoso. Claro, como suele ocurrirle a la socialdemocracia, cuando abjura de su identidad clasista y reniega de un proyecto de sociedad distinto al capitalismo entra en un terreno en el cual va perder (y a perderse). En el contexto actual, eso significó hacerse débil frente a los neoliberales clásicos cuyos discursos se impusieron globalmente.
Cuando hablamos del neoliberalismo clásico nos referimos a los herederos del Consenso de Washington, los hijos de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Francis Fukuyama. Esta discursividad pone en el centro la defensa del orden democrático-liberal y la difusión a escala mundial de los valores ‘democráticos’ y ‘civilizadores’. Su performatividad discursiva tiene dimensiones globales gracias a la acción comunicacional de las corporaciones mediáticas que posee; fundamentalmente dispositivos tradicionales como cine, diarios, televisión, radios y editoriales. Son éstos los medios a los que apuesta y los que usa políticamente. Según su concepción, no podría haber democracia sin capitalismo, considerándose ambos intrínsecamente inseparables. Su discurso es pseudo – cientificista, y en ese marco consideran sus ideas como técnicas y objetivas en base al saber de la ciencia matemática y económica. En esa línea, apoyados entusiastamente por los neoliberales progresistas, promovieron un individualismo hedonista y competitivo, y a través de un discurso políticamente correcto y de centro-centro, incentivaron la apatía política de los sujetos, la despolitización de la sociedad y el descrédito del eje político izquierda-derecha. Sólo existiría un centro gravitacional: el centro. Esto porque de acuerdo a las tesis de Fukuyama se concibe la democracia liberal como el fin de la historia evolutiva de la humanidad y de los antiguos enfrentamientos ideológicos. Este discurso «imposibilista» y anti-utópico, que enfatiza la ausencia de alternativas válidas al neoliberalismo y califica como «irracionalidad» oponerse a los postulados del mercado, ha sido hasta ahora el hegemónico y el que ha gobernado ampliamente en las últimas décadas.
Sin embargo, sus postulados, su estilo y su comunicación política defendidos por dirigentes como Macri, Piñera, Aznar, Santos, Merkel, Macron etc., son hoy puestos en tensión y cuestionados por líderes de ultraderecha como Le Pen, José Antonio Kast, Iván Duque, y, por supuesto, Trump y Bolsonaro, en el marco de una disputa por la hegemonía al interior del bloque dominante. No casualmente hemos escuchado recientemente a Madeliene Albright, ex Secretaria de Estado, advertir contra ese peligro del autoritarismo y calificarlo, sin tapujos, de «fascismo». A su juicio, la democracia, en EE.UU. y en el mundo, está en peligro y los gobiernos libres «están en franca recesión, en decadencia, en total retroceso, completamente asediados» (https://www.publico.es/internacional/democracia-pierde-brillo-2018.html).
Efectivamente, el neoliberalismo de ultraderecha, de ser una excepción periférica ha pasado a ubicarse en la centralidad del tablero y ya está alterando los términos discursivos del debate político, tanto en su contenido, como en su forma. Hoy confronta al neoliberalismo clásico-tecnocrático en relación con qué lenguaje usar en la comunicación política y con qué significados construir sentido común. Lenguaje y sentido común …. las bases para la formación del discurso dominante, por eso sostenemos que se trata de una disputa interna por la hegemonía, es decir, por el modo de dirección del bloque histórico.
El neoliberalismo de ultraderecha levanta dicotomías con el discurso clásico-tecnocrático, tanto en el terreno económico – por ejemplo, desglobalización versus globalización- como en el doctrinario – liberalismo valórico versus ideología de género. En ese sentido, destaca la impugnación que hace del «lenguaje políticamente correcto», estilo que ha sido propio del neoliberalismo clásico. Hemos escuchado a sus máximos dirigentes como el mismo Trump decir «no tengo tiempo para el lenguaje políticamente correcto». Esta convicción la repiten líderes de ultraderecha en Europa, USA y América Latina, de manera coordinada, y bajo ese mantra no temen decir cosas que hasta hace poco eran consideradas tabú y que fundamentan su discurso clasista, racista y misógino, o sea, su discurso de odio. De este modo tensionan estilo apolítico, neutral, aséptico del discurso neoliberal clásico, estilo que responde a una visión fukuyamista que propugna el fin de todo antagonismo.
Ha sido pues el discurso de la ultraderecha el que ha posibilitado un retorno de los sustantivos fuertes (como pedía de Sousa Santos a la izquierda), frente a los débiles que han sido propios de la usanza discursiva tecnocrática. Palabras como «ideología de género», «basura marxista»; «adoctrinamiento ideológico», «limpieza», «los buenos y los malos» etc. pueblan este discurso. Paradojal y dialécticamente han facilitado un retorno de términos que la teoría política liberal-individualista quería eliminar, pues, antagónicamente, también se están revitalizado conceptos como «supremacistas», «fascismo», «nazismo», «ideología del odio», «extrema derecha», etc.
Una de las consecuencias del discurso políticamente incorrecto y los sustantivos fuertes usados por la ultraderecha es que se ha vuelto a repolitizar el discurso público. A su vez, se ha revitalizado el sentido político del eje izquierda – derecha. De este modo, se está haciendo trizas un esfuerzo de 40 años de los neoliberales tecnócratas (secundado por los progres) por destruir y diluir esas distinciones clásicas. Hablamos de décadas en que se fue construyendo un imaginario en el cual no hay ni izquierda ni derecha, todos serían de centro. ¿Alguien puede aún sostener eso a la luz de Le Pen, Salvini, Bolsonaro o Trump? ¿Acaso hay alguna mejor categoría que «ultraderecha» para referirlos? No la hay.
De este modo, el neoliberalismo tras pasar por sus formas «progresistas» y «tecnócratas», repone el vínculo con su origen autoritario y extremista: no olvidemos que su engendramiento es el Chile de Pinochet.
La izquierda
Si hay derecha y ultraderecha, es porque hay izquierda. Carecen de sentido los discursos que afirman que el eje derecha – izquierda está obsoleto, si así fuera, ¿cómo clasificar a Bolsonaro o a Trump? Paradójicamente, la ultraderecha con su discurso de odio y su disputa contra el centrismo radical tecnocrático abrió un espacio discursivo a la izquierda, pues se ha cristalizado el mapa político y objetivado las posiciones al interior del mismo. Es, por lo tanto, el momento para reafirmar con la mayor fuerza posible, a través de todos los canales, con convicción y ruido la existencia y la necesidad de una izquierda, como categoría y como realidad política. Se acabó el tiempo del discurso políticamente correcto. Frente a la frustración social que el neoliberalismo ha provocado, las explicaciones tecnocráticas, asépticas, abstractas pierden performatividad. El discurso ha vuelto a politizarse.
Por ahora, el neoliberalismo encontró con el discurso extremista un método para canalizar la rabia y tensión social, y evitar que dicha rabia se dirija al sistema que la causa. Pero al hacerlo ha debido asumir una posición anti-elite que, si bien le ha dado resultados electorales, objetivamente ha también reforzado el odio social hacia los ricos y ha politizado lo social.
El conflicto de clases está ahí y es inocultable. En este momento se presenta (aún) distorsionado y se atenúa aglutinando sectores populares contra otros sectores populares en una infinita lista de odio. En ese marco, debemos observar que la extrema derecha habla críticamente acerca de las consecuencias concretas de una globalización con pocos ganadores y muchos perdedores, mientras la izquierda se ha dedicado, sobre todo, a hablar abstractamente de las causas.
No obstante, éste puede ser nuevamente el momento para la izquierda si sabe conjugar discursivamente consecuencias y causas. Hay un histórico sentido de separación de los pueblos frente a las clases dominantes que debe ser activado en una lógica anti-capitalista. Amplios sectores del pueblo no están dispuestos a aceptar el clasismo, el racismo y el machismo, ese rechazo cohesiona y la re-politización de lo social abre espacios discursivos para poner lo estructural en el centro de la agenda.
Para ello decirse, rafirmarse y mostrarse de izquierda es hoy urgente. No olvidemos lo que Gramsci nos enseña: si los sectores dominados no cuentan con una discursividad propia, construirán su identidad a partir del discurso dominante. Ahí está hoy una de nuestras tareas en el marco de la batalla comunicacional.
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