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Entrevista con el poeta y ensayista Javier Sicilia

«La belleza no es ni la verdad dura de la modernidad, ni la debilidad inane y desértica de la posmodernidad, sino el justo equilibrio»

Fuentes: La Jornada Morelos y El Clarín de Chile

Javier Sicilia (1956) observa e interviene la ciudad desde su oficina junto a la Catedral de Cuernavaca, no es gracias a su religiosa vocación poética que lo llevó a ser vecino de la histórica diócesis de don Sergio Méndez Arceo, sino porque el Centro Cultural Universitario (CCU) tiene sus instalaciones en la antigua escuela de […]

Javier Sicilia (1956) observa e interviene la ciudad desde su oficina junto a la Catedral de Cuernavaca, no es gracias a su religiosa vocación poética que lo llevó a ser vecino de la histórica diócesis de don Sergio Méndez Arceo, sino porque el Centro Cultural Universitario (CCU) tiene sus instalaciones en la antigua escuela de enfermería que perteneció al convento franciscano del Siglo XVI.

Egresado de Letras francesas por la UNAM, ex profesor de literatura en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, hasta el instante que la actual administración del doctor Fernando Bilbao lo promovió a dirigir el CCU. Columnista del semanario Proceso y del suplemento La Jornada Semanal; fundador de la revista Ixtus; autor, corrector y traductor del Fondo de Cultura Económica, son algunos de sus cotidianos e interminables trabajos editoriales.

Debutó con el libro de ensayos: Cariátide a destiempo y otros escombros (1980); en poesía publicó: Permanencia en los puertos (1982); La presencia desierta (1985); Oro (1990); Trinidad (1992) y Las cuentas en los dedos (inédito); autor de las novelas: El bautista (1991); La revelación y los días (1987); El reflejo de lo oscuro (1997) y Concepción de Armida. La amante de Cristo (2000). Son años de amistad con Javier Sicilia, de compartir la paz, su fuerza espiritual y el gozo por la palabra; el intelectual de mayor prestigio en la actualidad de Cuernavaca accedió conversar con La Jornada Morelos en la víspera del primer aniversario de nuestro Correo del Sur.

– ¿La literatura es una plegaria en el desierto de la posmodernidad?

-Podría decir que sí, una plegaria al misterio que la posmodernidad ha desmantelado; una plegaria que clama y encarna el sentido y su trascendencia. Alguna vez, Dostoievski, ese profundo cristiano de la tradición ortodoxa, escribió, pensando en el nihilismo que veía aparecer en el horizonte de las ideas modernas: ‘la belleza -la gran literatura es ante todo belleza- los hará libres’ una paráfrasis de las palabras de Cristo: ‘La verdad los hará libres’. Me he preguntado muchas veces por qué, y no encuentro otra repuesta que esta: la belleza, no es la verdad, esa verdad de las grandes ideologías que, creyendo que poseían toda la interpretación del sentido de lo real, nos llevó, como lo dice Adorno, a la Inquisición, a Auschwitz y a los gulags soviéticos; pero tampoco es la debilidad posmoderna que, temerosa de las grandes interpretaciones de la modernidad, niega el sentido hasta diluirlo en nada y conducirnos a la disolución y la ausencia de límites que viven nuestras actuales sociedades. La belleza, en cambio, dice, como la modernidad, que hay sentido, es decir, verdad, pero, que ese sentido, esa verdad, no puede decirse absolutamente. La belleza simplemente lo insinúa, lo vela, a través de una forma, para revelarlo en sus inmensas y profundas capas de sentido. La belleza, por lo tanto, no es ni la verdad dura de la modernidad, ni la debilidad inane y desértica de la posmodernidad, sino el justo equilibrio, la plegaria que permite al sentido, al Verbo, encarnarse, decirse a través de múltiples rostros. Una frase de Lanza del Vasto, el gran discípulo católico de Gandhi, puede resumirlo mejor: ‘La belleza es las muchas habitaciones en la casa del Padre’, es decir, las muchas habitaciones de la Verdad que, en su infinitud, sobrepasa la verdad de las grandes ideologías y que sólo tocan y revelan los grandes místicos. Hay que leer a los místicos para saberlo, y hay que leer a un gran místico y a un gran poeta, como San Juan de la Cruz, para saberlo mejor.

-¿Influyó el Centro Intercultural de Documentación en su residencia definitiva y en el misterio de la palabra?

-En realidad no. Mi llegada a Cuernavaca y mi residencia en ella tenía otras razones que a la larga se empataron con el pensamiento de Illich, no precisamente con CIDOC, que ya para entonces llevaba varios años de haber desaparecido (desde 1975) yo llegué a Cuernavaca en 1987. Las razones primeras tienen que ver más bien con Lanza del Vasto, que acabo de citar y a quien leí gracias al poeta Tomás Calvillo. Lanza, como le dije, fue el gran discípulo católico de Gandhi. Después de pasar una larga temporada con él en el ashram de Warda, tuvo una revelación que lo empujó a volver a Europa, a Francia, a fundar una comunidad, El Arca -que aún pervive en el sur de Francia-. Esas comunidades son agrarias, pobres y ecuménicas y, en ese sentido, como lo fue el ashram y la aldea gandhiana -opuestas al maquinismo y al individualismo del mundo moderno- un desafío espiritual y político o, si prefiere, una alternativa encarnadamente espiritual a las desmesuras ideológicas de Occidente. A Cuernavaca venía con la idea de fundar un Arca. Ya instalado, partí, en 1989, a vivir junto con mi familia a una experiencia en ella. Fue maravilloso. Lanza no me decepcionó: entre su pensamiento y su encarnación en la vida comunitaria había una profunda correspondencia. Al volver me entregué con más fuerza a fundarla en Morelos. Junto con el filósofo Georges Voet, la teóloga Patricia Gutiérrez-Otero, a quienes conocí en el Arca, y un grupo de jóvenes, compramos hectárea y media de tierra en Oacalco, que sembramos de limones, árboles frutales y hortalizas, abrimos una panadería artesanal, donde los viernes por la noche estudiábamos a Gandhi, a Lanza y a Mounier, y fundamos la revista Ixtus. El proyecto comunitario se perdió, por desgracia. No así la revista que sobrevivió durante 15 años y que había sido pensada como la ventana intelectual de la vida comunitaria. Fue en ese periodo que, gracias a Jean Robert y a Valentina Borremans, conocí a Iván Illich y me eché a los ojos toda su obra. Lo que me fascinó de él es que su pensamiento desarrolla con un rigor intelectual superior lo que en Gandhi y Lanza había sido una intuición genial, vivida con todo el peso de la carne en sus comunidades.

-¿Qué sintió y pensó cuando Valentina Borremans le dio la responsabilidad de editar y comentar las Obras Completas de Illich?

-Un profundo agradecimiento; sobre todo porque antes que yo hay otros, como Gustavo Esteva o el finado José María Sbert, que fueron discípulos directos de Illich, que habitaron el CIDOC, que me preceden en méritos, y que también podrían haber editado esa obra magnífica.

-El segundo tomo de las Obras de Iván Illich ¿Coincidirá con el Coloquio Internacional del Jardín Borda en noviembre? ¿Qué nos puede conversar de las expectativas del Encuentro alrededor de la palabra de Illich?

-Aunque el segundo tomo se encuentra ya en la última etapa antes de su impresión, en lo que se llama la revisión de pruebas finas, el tomo -confirmó recientemente el FCE- no saldrá durante el coloquio. Lo que es una pena, porque el coloquio, además de ser un homenaje a Iván Illich, en el que participarán muchos de sus mejores discípulos de México y del extranjero, es una revisitación de su pensamiento y de las líneas de investigación que Illich abrió antes de su muerte y que de alguna forma se encuentran ya en germen en algunos de los escritos que contiene el segundo tomo. Hay que recordar que Illich se reveló al mundo en Cuernavaca con el CIDOC y esos cuatro espléndidos libros que el propio Illich llamó sus panfletos y que fueron una bomba para la Iglesia y las ideologías modernas: Alternativas, La sociedad desescolarizada, Energía y Equidad y Némesis médica. Ese pensamiento no ha sido rebasado. Por el contrario, su crítica a la sociedad moderna, a sus instituciones y a sus profesionales; sus análisis sobre el homo oeconomicus, son, en el atolladero en el que el mundo se encuentra, de una vigencia apabullante. A esto hay que agregar esas líneas de investigación que abrió, cuando dejó de ser el personaje público que fue y se convirtió en un filósofo itinerante, y que se refieren a los sistemas. Para el último Illich la humanidad ha pasado de la era instrumental, que nació en el siglo XII y que engendró la sociedad industrial y técnica del mundo moderno, a la era de los sistemas, que ya no son herramientas y que abren a la humanidad a una nueva era quizá más peligrosa y destructiva que la anterior. De ahí el nombre del coloquio; La convivencialidad (una referencia a uno de sus libros fundamentales, La convivencialidad, es decir, el mundo de los límites, del común, de la memoria preservada y de las herramientas autónomas) en la era de los sistemas (el mundo de la desmesura, de la desterritorialización y la especialidad; el mundo de la hybris y del pecado moderno). Hoy, con el coloquio que preparamos, volvemos a poner a Illich en el centro del mundo que intelectualmente lo vio nacer.

-La revista Ixtus nos mostró una faceta interesantísima de usted, su capacidad para entrevistar y acercar a los intelectuales al debate sobre la Fe en Dios dentro del Estado laico ¿Renacerá Ixtus? ¿Reconoció algún conflicto entre su interlocutor y Dios?

-Ixtus fue más que eso. Fue un pensar el mundo de la modernidad y de la posmodernidad desde lo que, junto con el grupo de Ixtus, me parece un punto de referencia adecuado: la espiritualidad cristiana, la fe profunda y la tradición gandhiana. A partir de ese punto de referencia encontramos muchos otros pensadores que, desde esas mismas coordenadas, nos ayudaron a pensar y a criticar el mundo de hoy con más clarividencia. Pienso en el propio Illich, en el ya mencionado Lanza del Vasto, en Emmanuel Mounier, Jacques Ellul y Karl Polanyi, por nombrar sólo algunos. Seres de frontera, perfectamente tradicionales y a la vez, perfectamente modernos. Por ello, Ixtus fue siempre una revista incómoda tanto para la derecha como para la izquierda; una revista que nunca hizo componendas y criticó la base fundamental del malestar moderno: la economía entendida ya no como el cuidado de la casa -que es su sentido etimológico y original, y que siempre defendimos-, sino como la escasez, de la que Marx, en su crítica al capitalismo, no pudo jamás liberarse -él creyó siempre en ella; fue un hijo de los economistas burgueses y de las promesas del industrialismo- y que derivó en el totalitarismo soviético. Moralizar, como lo pretendió Marx, lo inmoralizable, la economía capitalista, cuya base es la escasez y cuya fuerza es la técnica, es abrirle la puerta a los totalitarismos duros, y digo duros, porque el capitalismo es algo peor: un totalitarismo con rostro blando, un totalitarismo que se enmascara bajo el rostro afable de la falsa libertad del mercado y de una democracia corrompida por la propaganda y las técnicas del poder. No creo que Ixtus vuelva a renacer, al menos no como Ixtus. Ixtus cumplió su cometido. Fue una gran revista. Si un proyecto de esta naturaleza vuelve a articularse será probablemente más amplio y más incisivo.

-¿La teología de la liberación reconcilió al marxismo con Dios?

-Podría decirse que sí; pero también podría decirse lo contrario, que reconcilió a Dios con uno de los puntos sustanciales del Evangelio que gran parte de la Iglesia jerárquica olvidó y que Marx vino a recordarle con su crítica: los pobres. Eso ha sido una bendición. Por vez primera, gracias al Vaticano II y a la teología de la liberación que, entre otras muchas otras cosas magníficas, salió de sus entrañas, esos dos hermanos enemigos -Marx es impensable sin la tradición de occidente: el judaísmo, el mundo griego y el cristianismo-pudieron caminar juntos. El único problema que veo en la teología de la liberación es el mismo que critico en el marxismo: su creencia en que se puede producir riqueza y ésta puede distribuirse entre los hombres, es decir, su terrible dependencia de la base fundamental del capitalismo: el dogma de la escasez y del egoísmo de la naturaleza que hay que someter al imperio de una producción y de un desarrollo para todos. Tanto la teología de la liberación, como el marxismo, que le dio a esa parte de la teología la herramienta necesaria para pensar al mundo desde una perspectiva social, quieren acabar con el pobre, ese testigo de Dios en la tierra. Un absurdo, porque es precisamente la exaltación de la pobreza, cuyo contenido es, para usar el término griego de los Evangelios, el ágape: el Dios que crea, retirándose de sí y que redime encarnándose, volviéndose el más pobre de todos, enseñando que el camino de la salvación es la pobreza. Gandhi lo dice con una frase magnífica: ‘Si quieres erradicar la miseria, cultiva la pobreza’. Es lo que, al igual que Cristo, Gandhi no dejó de hacer en su accionar político y de presentar como la única salida al malestar del mundo; es también lo que Lanza del Vasto ha mostrado con su reflexión espiritual y con sus comunidades; es una de las bases fundamentales del pensamiento de Illich y de lo que fue la reflexión de Ixtus.

-¿Cómo eran las homilías de Sergio Méndez Arceo en la Catedral de Cuernavaca?

-Magníficas. El Excelsior de entonces, el de Julio Scherer, las reproducía cada lunes. Uno podía escuchar en ellas a la Iglesia de los pobres. Esas homilías eran la voz de una Iglesia silenciada y activa, una Iglesia que dio lo mejor de sí en sus Comunidades Eclesiales de Base, ese gran núcleo de la vida evangélica que la imbecilidad de una Iglesia paranoica y que entiende poco del espíritu de Cristo, desmanteló después de la muerte de don Sergio.

-Hablemos de los gajes del oficio periodístico ¿En qué año se incorpora al equipo editorial de Proceso? ¿Qué enseñanza dejó el dúo: Julio Scherer y Vicente Leñero en su vida y en la del país?

-Me incorporé en 1993 con una inmensa alegría, porque Proceso, desde su fundación, ha sido para mí la gran revista política del país, la voz de los silenciados de México, como lo fue la de Méndez Arceo para la Iglesia de los pobres; la voz de la democracia traicionada. Ahí donde la prensa estaba amordazada por la corrupción o el miedo, Proceso habló claro y alto. Esto no hubiese sido posible sin don Julio, Vicente y el equipo que se partió la madre junto con ellos por la libertad y la dignidad de la palabra y que ahora está al frente de la dirección. Todavía está por escribirse la importancia de Proceso en la conquista de la libertad de prensa que ahora vivimos. Si algo nos han enseñado Scherer y Leñero es la valentía, la honestidad y la dignidad frente a cualquier poder. Sus reportajes, sus entrevistas, sus respectivos olfatos periodísticos han sido una luz en medio de las tinieblas del Estado. Al recordarlos me vienen a la mente unas palabras del poeta Ezra Pound: ‘Si un hombre no es capaz de jugarse la vida por sus ideas o sus ideas no valen nada o ese hombre no vale nada’. Scherer y Leñero nos enseñaron que tanto sus ideas como sus personas valen todo y que eso se llama dignidad. Algo más me ha enseñado Vicente: la fidelidad a lo que se es, al vínculo profundo que debe haber entre la palabra y el acto. Leñero, en un mundo que veía con sospecha a la catolicidad y en donde muchos católicos se encerraban en el closet para no ser vituperados o mal vistos por el establishment político y literario de la época, nunca renegó ni escondió su catolicidad. Por el contrario, fue ella, desde el principio, la que le dio esa fidelidad a la palabra, esa comprensión del Verbo encarnado, que lo ha hecho el gran periodista, el gran escritor y el gran hombre que es: ese espíritu libre que nos recuerda constantemente que por encima de cualquier ideología está la conciencia y la fidelidad a la palabra y a la verdad. Lo quiero mucho.

-¿Cuándo decide insistir en firmar todas sus notas con: ‘Además opino que se deben respetar los Acuerdos de San Andrés, retirar al Ejército de Chiapas y liberar a todos los zapatistas presos’? ¿Hubo otras demandas en sus columnas antes de 1994?

-No, nunca antes. Cuando en 1994 se levantó el movimiento zapatista, me quedé fascinado. En su sustancia, ese movimiento daba cuerpo a un montón de cosas en las que yo he creído. En sus reivindicaciones, en su defensa de lo local y de la tradición, vi mucho de lo que Gandhi, Lanza y el propio Illich me habían enseñado: una salida a la locura y a la exclusión del mundo moderno; una recuperación de los límites y de la diferencia. Por ello, cuando Ernesto Zedillo, en un acto digno de Hitler, firmó y luego desconoció los Acuerdos de San Andrés, me sumí en una profunda indignación. Sabía que en un mundo como éste, el del alzheimer social que provocan los medios de comunicación y en el que, por lo mismo, nada es más viejo que el periódico del día de ayer, esa traición que comprometía al país se iba a olvidar, y nadie debía olvidar esa afrenta, esa necesidad de respetar esos Acuerdos, porque, mire, Mario, cuando Zedillo los firmó como presidente de la República los firmó por toda la nación, y desde ese momento la nación entera, en la que yo estoy incluido como ciudadano suyo, tiene una deuda con los indios que debemos cumplir; ni yo, ni la nación somos traidores. Así es que busqué una forma de perpetuar la memoria de esa deuda. Encontré en la frase con la que Catón el Viejo concluía sus discursos: ‘Además opino que hay que destruir Cartago’, una fórmula tan ancestral como los siglos que nos separan de Catón, una fórmula que apela a la memoria. Con el tiempo he ido agregando otras demandas que, desde mi punto de vista, son deudas que también ha adquirido la nación, que no podemos olvidar y que deben pagarse. Hay otras más -la mayoría de los gobiernos de México han sido de traidores- que, si las incorporara, terminarían por llenar todo el espacio de mis artículos.

-El año pasado nos reencontramos en algún lugar de la hostil ciudad junto al ‘Delegado Zero’ como adherentes de La otra campaña del EZLN ¿Qué análisis hace del desarrollo discursivo de Marcos?

-Admiro a Marcos profundamente. Es un poeta y un hombre de acción, algo difícil de encontrar en nuestro mundo; quizá por ello levanta tantas envidias en el mundo intelectual, envidias que se manifiestan mediante la denostación. Es también algo más, un genio mediático -después de Marcos, el uso de los medios no será igual-, y una gran conciencia moral. Estas características hicieron posible que el levantamiento zapatista atrajera las miradas del mundo entero. Por vez primera una guerrilla, un movimiento político se expresaba mediante la poesía y rebasaba el espectro ideológico del marxismo clásico, de la ortodoxia guerrillera y de las armas. Podía decir que el mejor Marcos es, en este sentido, el que incorporó a su lenguaje poético el decir del mundo maya, de la tradición caballeresca medieval y de la poesía moderna: el Marcos de las historias del Viejo Antonio y de don Durito; el Marcos moral, el de la carta ‘¿De que tenemos que pedir perdón?’; el Marcos lúdico y chacotero, el de las posdatas, el de la irreverencia genial; el que maneja los símbolos como sólo los grandes poetas saben hacerlo, y nos muestra la verdad de la justicia no con el argumento ideológico, que siempre es excluyente y sospechoso, sino con el develamiento de la poesía, que siempre es inclusivo y luminoso. Ahí, en ese decir de Marcos, está la fuerza política del zapatismo y su enorme dignidad moral. En ese Marcos hay también una profunda intuición de lo que Gandhi, Lanza e Illich pensaron y que se presenta, desde mi punto de vista, como la única alternativa viable para volver a recuperar el sentido de lo humano en política. Pero como mera intuición, como esa ráfaga luminosa que repentinamente hace al poeta ver lo que nadie veía, pero que por lo mismo permanece oscura, en ese saber oscuro, en su luminosidad, de la poesía. Por ello, cuando fui a la selva a buscarlo, le llevé como regalo las obras completas en francés de Iván Illich. Recuerdo que le dije: ‘Le traigo esto, subcomandante, en ellas encontrará un sentido a las grandes intuiciones del zapatismo’. Por desgracia, Mario, hay también otro Marcos, el de la ideología marxista, el del epíteto duro y beligerante, el del discurso de la izquierda radical, tan gastado y añejo como el de la Iglesia, que repele, excluye y que es incapaz de mirar más allá de una retórica beligerante y trasnochada. Toda ideología, que pierde la fuente profunda de la que emanó, termina por empobrecerse y reducirse a guetos. Esa doble condición de Marcos, lo hace ambiguo, porque uno no sabe ya donde termina el poeta y el hombre moral y comienza el ideólogo, y viceversa. Sin embargo, Marcos sigue siendo un gran hombre, un hombre de una fidelidad y de una disciplina a toda prueba, en síntesis, un hombre frente al cual uno vuelve a sentir el orgullo de pertenecer a la raza humana.

-Usted integró el Frente Cívico Pro Defensa del Casino de la Selva ¿Cómo es posible que siendo Cuernavaca un efervescente semillero de ideas y talento ahora la ciudad esté desgobernada por la derecha?

-A 40 años de distancia ya pocos recuerdan a Illich y el CIDOC, a Gregorio Lemercier y la gran renovación litúrgica de Emaús, a Erich Fromm y a las Comunidades de base de Méndez Arceo. Ellos han quedado sepultados por la desmemoria que provocan los medios de comunicación, siempre al servicio del poder y del capital, y por la imbecilidad de las autoridades políticas y religiosas que han hecho de Cuernavaca el traspatio y el prostíbulo de la burguesía del DF. Lejos de cultivar, como usted dice bien, el semillero de ideas y talento que desde entonces existe en Cuernavaca, estos imbéciles -no hay otro nombre para calificarlos- han tratado, como la parábola del trigo y la cizaña, de ahogarlo entre la cizaña de la inversión acrítica, la barbarie, la igualación de todo y la moralina burguesa a la que la derecha ‘católica’ quiere reducir la marea de fuego del Evangelio. Estos tipos miden el progreso por kilómetro cuadrado de asfaltización, es decir, de desertificación urbana. La destrucción del Casino de la Selva y la erección de ese desierto asfáltico y comercial que es el Cosco (CM) como el monumento más acabado de su imbecilidad. Pero no puede esperarse otra cosa de unas autoridades que, desde la muerte de Sergio Méndez Arceo, han despreciado lo mejor de Morelos y, con el pretexto del desarrollo y la paranoia del comunismo, han puesto a Cuernavaca de rodillas ante el capital y lo peor de la burguesía del DF.

-Mario Benedetti escribió una serie que tituló Poemas de oficina (1956) a usted le sucede lo inversamente proporcional, hasta ahora debuta como alto burócrata ¿Le afecta en su inspiración? o ¿seguirá los pasos del poeta uruguayo para escribir con ironía sobre sindicatos y tratos cotidianos de la docencia?

-La verdad, Mario, la mayor parte de mi vida he trabajado dentro de la burocracia universitaria. Ha sido allí, entre ‘memos’, llamadas telefónicas, bomberazos y toda suerte de procesos contraproductivos donde he escrito la mayor parte de mi obra. La burocracia, esa cosa que inspiró a Kafka las más horrendas y aterradoras metáforas para describirla; que después desató la ironía de Benedetti y que hizo posible que Illich, a través de su historia de las instituciones, mostrara su génesis y su infernal contraproductividad, sobre todo la burocracia mexicana -dicen que si Kafka hubiera nacido en México, habría pasado desapercibido como un escritor obvio y costumbrista-, no es el sitio más propicio para escribir nada. Pero allí, por una gracia especial, que me ha permitido aislarme interiormente de todo ese infierno laico, he podido crear. En ese sentido podría decir que soy un bienaventurado: ‘Bienaventurados los que han podido escribir en el infierno burocrático porque ellos han visto a Dios’; de lo contrario, dígame, Mario, como se podría crear algo allí. Recuerdo una frase magnífica de Alfonso Reyes, ese otro bienaventurado que pudo escribir en ese infierno: ‘El trabajo burocrático hay que hacerlo rápido y mal’. Esa es su condición, cualquier eficiencia, cualquier productividad real la haría desaparecer. Reyes lo comprendió e hizo de esa comprensión el espacio que le permitió ser el escritor que fue.

-Finalmente, ha tenido la amabilidad de enseñarme la maqueta de su próximo libro para el Fondo de Cultura Económica ¿Puede hablarles a nuestros lectores de su futuro texto e iconografía?

-Me encanta que se haya acordado de esa mañana en que conversamos. Sí, es una biografía sobre Félix de Jesús Rougier; lleva por título, Félix de Jesús Rougier, la seducción de la virgen. Lo inquietante de ese hombre, poco conocido, francés, misionero de la Sociedad de María, es el encuentro y el enamoramiento que vivió con la mayor de las místicas mexicanas, Concepción Cabrera de Armida, en quien vio, como Dante con Beatriz, una posfiguración de la Virgen, y que lo llevó no sólo a abandonar la Sociedad de María, sino a fundar, en medio de la Revolución Mexicana, es decir, en uno de los peores momentos para la Iglesia mexicana, varias congregación religiosas, la de los Misioneros del Espíritu Santo, la de las Hijas del Espíritu Santo, la de las Misioneras Guadalupanas y la de las Oblatas de Jesús Sacramentado. Esta biografía es un espejo de la de Concepción Cabrera de Armida, la amante de Cristo (FCE, 2000). Usted sabe, Mario, la historia de la Iglesia está llena de parejas fantásticas e incómodas para la misma Iglesia, tan renuente a las relaciones heterosexuales; piense en la de Santa Teresa y Juan de la Cruz o en la del padre de la Colombiére y Santa Margarita Alacoque; hay muchas otras más: -poco conocidas, pero no por ello menos magníficas e incómodas- la del padre Finet y Marta Robin; la de el gran teólogo Urs von Baltasar y la doctora Adrienn von Spyer o la de ese matrimonio casto hasta la exasperación, el del filósofo Jacques Maritain con la mística y poeta Raïssa Omancoff, mejor conocida como Raïsa Maritain, por nombrar sólo algunas. A esas parejas espirituales y fecundas pertenece la de Félix y Concha, una relación fascinante y misteriosa en más de un sentido.