Si nos sometiéramos a un momentáneo examen de historia universal con la pregunta de cuál es la distancia que nos separa de la Edad Media, el criterio generalizado hallaría un insalvable espacio entre los tiempos de la carreta y los días de los viajes cósmicos. Pero quizás un iraquí al pie de su vivienda destruida […]
Si nos sometiéramos a un momentáneo examen de historia universal con la pregunta de cuál es la distancia que nos separa de la Edad Media, el criterio generalizado hallaría un insalvable espacio entre los tiempos de la carreta y los días de los viajes cósmicos. Pero quizás un iraquí al pie de su vivienda destruida o al lado del cadáver de su hija, halle poca diferencia entre los siglos medievales y la Modernidad. Por ello, la respuesta correcta pasaría por encima de las distinciones que el progreso tecnológico y científico ha interpuesto entre ambas épocas, para tener en cuenta el saber de la experiencia y el dolor humanos.
Hace 60 años un viejo texto publicado por la universidad de Oxford advirtió que el dominio de la energía subraya la diferencia entre nuestro tiempo y la Edad Media. Esta tesis intenta demostrar una posibilidad apocalíptica: si el hombre contemporáneo perdiera las fuentes energéticas, la humanidad retrocedería a los niveles técnico científicos del Medioevo: el tiro animal, la labranza con azada, la navegación a vela o a remo, las comidas sin el easy foot de los anuncios comerciales, las veladas a la luz de luminarias de sebo, y todo dentro de una economía de vuelta al intercambio natural.
No es tiempo ya de polemizar con un libro tan viejo. La opinión de un especialista de una de las más antiguas universidades del planeta podría inspirar una novela de ciencia ficción al revés, y los resultados podrían asombrarnos. Tal vez, al retornar a ese antiguo estadio histórico se nos inutilizarían equipos médicos y fórmulas terapéuticas que minimizan la mortalidad. Y sería lamentable. Hasta ahí, sin embargo, aceptaríamos la diferencia. Porque, en ciertas esferas, nuestra edad de expansión cósmica y de clonaciones celulares vive en el entresuelo de la Edad Media. Nos parecemos a aquellos tiempos tan diabólicamente juzgados, tan estólidamente comprendidos. ¿Hubo en verdad más oscuridad mental en las fechas de los señores feudales que en los días del imperialismo norteamericano?
Sigamos en esta especie de acertijo, e imaginemos que un ciudadano del siglo XXII observara las recientes fotos de los prisioneros torturados en Irak. Notaría que la diferencia entre la tortura en el siglo X o XII se basa solo en la limpieza, el refinamiento, el conocimiento psicológico del dolor y el miedo. Antes, los instrumentos de tortura y los torturadores eran más toscos, menos desarrollados según los patrones modernos, más aparentemente brutales. Pero antes y ahora la tortura, de esencial bestialidad, sigue siendo un estigma para el mundo llamado cristiano. Hoy, quizás, la especie humana adquiriría mayores garantías de supervivencia si regresáramos, por carencias energéticas, a la pobreza tecnológica que impidiera el vuelo transcontinental de aviones y misiles, o inhabilitara la infabilidad de los fusiles con mirillas infrarrojas.
Evidentemente, en ciertos individuos y clases sociales, los intereses económicos, financieros, materiales en suma, anulan la cultura y la ética. Veinte siglos de cristianismo han conseguido en países mesiánicos como los Estados Unidos -«líder por decisión y por destino», según W.Bush- reforzar la doble moral. Porque ahora también se mata o se arrasa en nombre de un «derecho divino» que autoriza a vengar valores fundamentales -libertad, democracia, seguridad nacional- y en nombre de una justicia que yerra por donde mismo dice acertar. Es el mismo derecho del señor feudal a quien le bastaba para tener razón aducir que los otros no la tenían. Y los ejércitos, que en la Edad Media protagonizaban, en etapas pacíficas, motines y desórdenes para ejercitar su pericia bélica, para justificar, en fin, su condición de grupos de guerra, en la actualidad son la garantía de una paz que discurre de conflicto en conflicto. Guerras perpetuas para paz perpetua –nos lo ha recordado Atilio Borón– tituló Gore Vidal un libro que desbroza la falacia convertida en doctrina y diplomacia. Las fuerzas armadas de los países poderosos operan dentro de un ámbito cerrado: no son hoy la salvaguarda de la paz, sino la certeza de la próxima la guerra.
Lo militar, al igual que lo político, nunca ha estado apartado de lo económico. La guerra nunca ha sido un pasatiempo, un deporte. Configura también la estrategia económica de la expansión sea imperial o imperialista, como en la Edad Media las Cruzadas, en nombre de la fe religiosa, atacaron a los adeptos de otra fe para imponer, con el rescate del sepulcro de Cristo, el predominio europeo en el comercio. De modo que los militares, según el historiador quebrantaron la atmósfera de tolerancia que el cristianismo había extendido, pero en nombre de intereses cuya índole económica se enmascaraba bajo la falsa conciencia -el término es de Marx- de la religión. Y actualmente el ejército y sus grupos afines componen un complejo económico en sí mismo que se integra a la geopolítica de su país, como razón de la fuerza, y a la vez defiende sus cálculos en términos de producción y ganancias. Quien fabrica el armamento necesita venderlo. Y por ello, según el propio Atilio Borón, el presupuesto militar de los Estados Unidos equivale «aproximadamente a la mitad de todos los gastos militares del planeta». La guerra o su posibilidad se convierten, así, en una tentación en la cual hemos de caer para justificar el mercado.
Esas armas no son, sin embargo, para proteger a los Estados Unidos de potencias rivales. Porque los conflictos del futuro -esto es, de ahora y luego- no se librarán entre países con similar o parecida capacidad bélica. Las agresiones provendrán -según los magos Merlin del fundamentalismo- de los estados que componen el imperio del mal. A veces la Casa Blanca los identifica; otras, no los nombra. Porque el imperio del mal es una categoría movediza, abierta, en constante renovación. En síntesis, una referencia fantasmal. Habría que repasar la historia norteamericana para nombrar a los países malditos. Antes, y ahora, los Estados Unidos se expandieron dentro de su geografía apelando a un pretenso «destino manifiesto» y masacrando a indios piel rojas y mexicanos, piojosos y crueles habitantes del imperio del mal, del cual también formaron parte los españoles, colonialistas en 1898, y los insurrectos cubanos que, aunque procuraban una finalidad tan noble como la independencia, eran salvajes, incapaces de guerrear civilizadamente, como expreso el entonces presidente Cleveland en un mensaje a la Unión.
El sambenito de imperio del mal se lo ponen, en suma, a cuantos disienten de los Estados Unidos.Según W. Bush su país busca crear una asociación de países fuertes, no de países débiles, y débiles son hoy los que en la Edad Media fueron países paganos, infieles. Para no ser débil hay que acatar el modo y la moda estadounidense de edificar el paraíso terrenal. Pero esa síntesis corresponde a las ideas, la ideología, que se ajusta sobre bases concretas de dominación económica, como el ALCA en América Latina. O sus guerras en el área petrolera del mundo.
¿Quién duda, pues, de que la Edad Media continúa presente a pesar del desarrollo tecnológico? El progreso a veces no opera en la espiritualidad, ni en las costumbres; una doctrina no basta para cambiar la vida: hace falta modificar o equilibrar la composición de intereses. Pero la diferencia más evidente entre el Medioevo y esta Modernidad conducida por el imperialismo norteamericano, radica -si lo permitimos- en que si antes el Hombre levantaba la esperanza de emigrar hacia la modernidad,¿ adónde irán los nuevos peregrinos que quisieran abordar, hoy, el Myflower?
*Periodista cubano. Columnista del periódico Juventud Rebelde. Profesor de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad de La Habana y del Instituto Internacional de Periodismo José Martí. Autor de varios libros.