En su reciente «Carta a Alfonso Sastre» (Rebelión, 13 7 04), sostiene Pascual Serrano que la actual falta de compromiso y la deriva reaccionaria de muchos intelectuales es, en buena medida, una ilusión creada por los grandes medios de comunicación, que no dejan hablar a los disidentes y promocionan a los defensores del sistema. No […]
En su reciente «Carta a Alfonso Sastre» (Rebelión, 13 7 04), sostiene Pascual Serrano que la actual falta de compromiso y la deriva reaccionaria de muchos intelectuales es, en buena medida, una ilusión creada por los grandes medios de comunicación, que no dejan hablar a los disidentes y promocionan a los defensores del sistema. No es que no haya intelectuales comprometidos, sino que el poder los reduce al silencio, viene a decir el autor de la carta, por lo que la solución está en la creación y consolidación de medios alternativos capaces de difundir sus voces de protesta.
Creo que el tratamiento propuesto por Serrano para curar nuestra cultura enferma es acertado, pero no su diagnóstico. Por supuesto que hay que promover la creación de medios libres y comunitarios, y estoy plenamente de acuerdo en que esa es la gran batalla (la de quienes no nos atrevemos a coger un fusil, quiero decir: la verdadera gran batalla, la madre de todas las batallas, es la que están librando los iraquíes y los palestinos). Pero al decir que los intelectuales callan porque no les dejan hablar, Pascual Serrano es demasiado indulgente con el gremio. En realidad, y aunque sigue siendo muy difícil, hablar es hoy más fácil que antes. Nunca los grandes medios de comunicación han sido tan poderosos, es cierto; pero nunca ha habido tantos y tan eficaces medios alternativos, y las contradicciones internas de las seudodemocracias occidentales abren sin cesar nuevas fisuras en los aparatos de dominación, fisuras que quienes se atreven a ello pueden aprovechar eficazmente. Solo así se explican fenómenos como la protesta de los Goya del año pasado (cuyo epicentro, por cierto, fue una carta de Alfonso Sastre invitando a la gente de teatro a decir no a la guerra desde los escenarios) o la «metamanifestación» del 13 de marzo que le dio la puntilla al PP.
Ojalá hubiera muchos intelectuales comprometidos dispuestos a hablar en cuanto les brindaran la ocasión. Pero me temo que, por desgracia, el análisis que lleva a cabo Sastre en «La batalla de los intelectuales» (el libro que ha motivado la carta de Serrano) es certero: la mayoría de los «creadores de opinión» se venden al poder, y los que no se venden abiertamente, intentan nadar y guardar la ropa (aunque para ello tengan que quedarse chapoteando en la orilla). Con honrosísimas excepciones, huelga señalarlo, de las que el propio Sastre es el mejor ejemplo.
Insisto: Pascual Serrano, en su por otra parte excelente artículo, es demasiado benévolo con un gremio que, en estos momento, merece las críticas más duras. Tan benévolo que en un momento dado alude, como de pasada, a un intelectual «en absoluto radical pero honesto». Sin entrar a valorar el caso concreto al que se refiere dicho comentario, me parece importante señalar que la mera expresión «intelectual en absoluto radical pero honesto», a no ser que bajemos mucho el listón de la intelectualidad (y/o el de la honradez) es una contradicción in términis, una incompatibilidad ternaria tan flagrante como «bueno, inteligente y de derechas». Se puede ser honesto y «en absoluto radical» si se carece de la información y la capacidad de análisis necesarias para comprender la gravísima situación sociopolítica que nos ha tocado vivir. Pero un intelectual –una persona que ha hecho de la cultura y la comunicación su oficio– no puede ignorar lo que pasa ni refugiarse en la cómoda posición de observador distante y crítico moderado. La función del intelectual, su responsabilidad inexcusable, es defender la verdad, es decir, denunciar las mentiras y los abusos del poder; lo cual, hoy más que nunca, le exige ser «radical» en el más pleno y literal sentido del término, puesto que lo que está podrido son las raíces mismas del sistema. Tal vez el discutible concepto de «tonto útil» sea ampliable a otras categorías y haya también «cobardes útiles»; pero, en circunstancias como las actuales, quienes quieren nadar y guardar la ropa (es decir, criticar al poder sin renunciar a sus dádivas ni exponerse a sus represalias) merecen más desprecio que indulgencia.
Es cierto que el poder intenta por todos los medios (nunca mejor dicho) silenciar a los disidentes; pero no es menos cierto que muchos intelectuales se dejan silenciar con sorprendente facilidad. Cuando, en junio de 2003, los paniaguados de PRISA firmaron una infame «Carta abierta contra la represión en Cuba» directamenbte dictada por la CIA, desde la Alianza de Intelectuales Antiimperialistas vimos la perentoria necesidad de contestar pública y colectivamente. La réplica era inexcusable, pues el cerdito orwelliano que controla los medios quería (y casi lo consiguió) hacernos creer que la «intelligentsia» ibérica en pleno estaba contra la revolución cubana. Y la recogida de firmas para nuestro comunicado («Con Cuba, contra el Imperio») fue reveladora. Varios intelectuales y artistas supuestamente de izquierdas se negaron a firmar alegando sin ningún pudor que, aunque estaban de acuerdo con nuestra réplica, en caso de suscribirla no podrían seguir escribiendo en El País, o no pasarían sus películas por Canal Plus, o no publicarían sus novelas en Alfaguara…
No nos engañemos: la mayoría de los intelectuales que callan no lo hacen para salvar sus vidas o el pan de sus hijos, sino, como dijo Dalton Trumbo de quienes durante el macartismo traicionaron a sus compañeros, para salvar sus piscinas. Y se ahogarán en ellas.
Sobre este debate:
Pero, ¿qué pasa con los intelectuales?