(Tomado del libro «Diario íntimo de Jack el Destripador» de Koldo Campos Sagaseta y J.Kalvellido, editado por Tiempo de Cerezas)
Lo único que un profesional como yo espera luego de toda una vida dedicada al feliz desempeño de su oficio es jubilarse con honores, que la sociedad a la que se ha servido le reconozca a uno su ejemplar trayectoria y que hasta, si así se considera, el propio Estado nos otorgue la medalla al trabajo.
Yo hace tiempo que he perdido la cuenta de los muchos años entregados al destripamiento y a la degollotina y no creo tener que reseñar ahora, dada la fama que me precede, el notable éxito alcanzado seccionando yugulares y perforando mondongos.
En Londres, de hecho, todavía me buscan y tejen fantásticas historias sobre mi enigmática personalidad.
Sin embargo, cuando ya los muchos años aconsejan el retiro y uno espera recoger los frutos de tanta derrochada laboriosidad, consternado descubro que ni siquiera aparezco en las listas de los más distinguidos destripadores, ni en los hit parade del homicidio, ni soy nominado a ninguno de los premios que otorga la Academia del Crimen y, al igual que otros ilustres colegas, mis méritos son opacados por las trayectorias de burdos matones sin clase ni estilo como Bush, Rumsfeld, la Condoleezza, Cheney, Blair, Berlusconi, Aznar, y otros carniceros semejantes que, es verdad sí, que matan al por mayor, pero lo hacen auxiliándose de sus ejércitos, con recursos públicos y amparados además en la impunidad de sus cargos.
Hasta han contado con el perdón de los pecados en Roma y con la dispensa del delito en la Audiencia Nacional.
Algunos, en el pasado, llegaron a recibir el Nobel de la Paz, como Kissinger, Begin y Rooswelt; y otros, más recientemente, todavía esperan, como Aznar, la medalla del Congreso de los Estados Unidos.
Es una discriminación intolerable pretender comparar mi ejecutoria personal como intérprete de todos mis destripamientos, efectuados sin asistencia de ninguna clase ni subvenciones de gobierno alguno, con las de estos zafios matarifes que, sin moverse de sus despachos, dan por teléfono las oportunas instrucciones y arruinan en cinco minutos más vidas de las que yo podría destripar en mil años de permanente y sacrificada labor. Y me pregunto ¿por qué el Estado no subsidia mis crímenes? ¿Por qué no me facilitan aviones y buques de guerra desde los que lanzar bombas y misiles? ¿Cómo vamos a competir en este nuevo orden criminal, los artesanos que, como yo, dependemos exclusivamente de nuestras manos, con las multinacionales del crimen?
Y si no es posible equipararnos con los grandes emporios criminales internacionales dotándonos de las herramientas que nos permitan competir en igualdad de condiciones, sugiero que al menos se reduzcan las discriminatorias diferencias otorgándonos licencias para vender fármacos vencidos a países del tercer mundo, comercializar insecticidas prohibidos, deforestar la Amazonia, trasladar residuos radioactivos por el planeta, construir faraónicas presas, poner en marcha trenes de alta velocidad y otras lucrativas empresas.
PD: Al cierre de esta página, consternado me entero que a Obama también se le ha concedido el Premio Nobel de la Paz, como antes, el Gobierno de Madrid había entregado el Premio a la Tolerancia al terrorista a sueldo de la CIA, Alberto Montaner, y el Ayuntamiento de Cádiz había honrado con el Premio a la Libertad al narcotraficante y criminal Alvaro Uribe.
Y me pregunto: ¿Y por qué no a mi? ¿Cuántas más vidas deberé seguir matando para que se me tome en cuenta?
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