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Entre la comodidad de los transportistas y la falta de voluntad política

La complicidad estructural

Fuentes: Rebelión

El paro realizado por los transportistas el viernes 25 de agosto en la ciudad de Quito echa luz a dos fenómenos. Por un lado, se constata desde hace por lo menos tres décadas la falta de un política de Estado a largo plazo para planificar y regular el transporte público en Ecuador. La liberalización de […]

El paro realizado por los transportistas el viernes 25 de agosto en la ciudad de Quito echa luz a dos fenómenos. Por un lado, se constata desde hace por lo menos tres décadas la falta de un política de Estado a largo plazo para planificar y regular el transporte público en Ecuador. La liberalización de la economía en los tiempos en que regía sagradamente la «mano invisible» construyó un sistema de transporte mercantilizado y actores sociales y políticos cómodos y desprovistos de algún interés más allá de su pequeña parcela.

La clásica e histórica reivindicación de los dirigentes sindicales del transporte (que en estricto rigor muchos de ellos son empresarios del transporte) ha sido el aumento de los pasajes. Los gobiernos siempre se han enfrentado a los efectos impopulares de conceder dicho reclamo. Pero aún así, los gobiernos cedían. No se discutía -porque no estaba en la «agenda» de los sindicatos en cuestión y al poder político eso le convenía- las (pésimas) condiciones laborales de los choferes, ni la mejora del servicio público ofrecido. Este esquema funcionaba cómodamente. Los que sufrían los efectos de este confortable pacto era el pueblo y los trabajadores del transporte.

El cambio de ciclo político con la llegada de la Revolución Ciudadana modificó este esquema. A cambio de congelar las tarifas del pasaje, los transportistas obtuvieron un conjunto de concesiones materiales. Además, la voluminosa política salarial redistributiva mejoró la situación de los trabajadores (no sólo del sector de transporte). Las calles, de forma inédita, dejaron de ser el escenario predilecto de la protesta de los transportistas. A pesar de haber recortado su poder social dentro del Estado (hasta el 2007 controlaban el ente regulador del transporte), el gobierno de Correa no debió enfrentar siquiera una huelga nacional de los choferes. El problema de las tarifas parecía licuado. La paz social lucía un hecho.

Parafraseando a García Linera, cuando uno arroja una piedra a un vaso de vidrio y éste se quiebra, es tramposo atribuir al impacto de la piedra la causa de la rotura del vaso. En definitiva, éste era rompible.

Las sucesivas reformas legislativas desde 2008 para ordenar el transporte no modificaron la situación del transporte público. La economía política del transporte quedó intacta. La competencia de la definición de las tarifas se descentralizó a los GAD y con ella, también se descentralizó el conflicto. No se discutió la creación de empresas públicas del transporte para evitar el oligopolio a cargo de un puñado de cooperativas, el tipo de sindicalización de los choferes de buses ni sus condiciones laborales (formalización, vacaciones, estabilidad laboral, seguridad social, pensión jubilatoria, jornada ordinaria de ocho horas), ni el modo de mejorar el servicio público.

Los gobiernos locales tampoco se mostraron preocupados por estas cuestiones. Desde 2014 Mauricio Rodas replicó el mismo esquema. Tuvo la oportunidad de surfear su progresivo debilitamiento político a través de una propuesta integral que transformara el transporte público. Ni siquiera necesitaba sentarse a pensar en un programa político para gobernar la capital ecuatoriana. Tamaña tarea para el alcalde de los colores. El problema público del transporte estaba ahí, desde hacía tiempo, a la vista de todos. Sin embargo, un tropiezo de la autoridad local para continuar sosteniendo dicho esquema particularista de negociación redundó en un escenario social de ingobernabilidad (http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/quito/11/paro-de-buses-dejo-4-heridos-y-14-detenidos-en-quito )

El otro fenómeno que la huelga del viernes reveló fue la imperiosa necesidad de reconstruir el poder social de los movimientos y sindicatos en una perspectiva de defender a los trabajadores y sectores populares. Los gremios de los transportistas funcionan como cámaras empresariales que defienden los intereses de los propietarios de buses. El tan mentado diálogo promovido por el recién posicionado presidente Lenin Moreno resulta espurio si no se traduce en propuestas reales de participación y fortalecimiento del tejido social. La mano extendida con los poderes mediáticos y las elites políticas de antaño lejos está de dirigirse en esa orientación. La profundización de procesos de organización política «desde abajo» es clave entonces para construir una política nacional que no se reduzca a una mera preocupación por la gobernabilidad. Los trabajadores del transporte, no sus patrones, aún la aguardan.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.