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La conspiración contra Chávez

Fuentes: Rebelión

Por primera vez en más de diez años, un golpe de Estado militar ha intentado derrocar, el 11 de abril, en América Latina, a un presidente democráticamente elegido que trataba de poner en marcha un programa moderado de transformación social. Los Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional no pudieron disimular su alegría durante las […]

Por primera vez en más de diez años, un golpe de Estado militar ha intentado derrocar, el 11 de abril, en América Latina, a un presidente democráticamente elegido que trataba de poner en marcha un programa moderado de transformación social. Los Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional no pudieron disimular su alegría durante las breves horas en que parecía que Hugo Chávez había perdido el poder en Venezuela. Chávez no había mandado disparar contra los manifestantes como lo clamaron mentirosamente algunos canales de televisión (me refiero al montaje trucado y falseado que Venevisión difundió mundialmente); las pruebas existen al contrario, que los primeros disparos partieron de francotiradores disimulados entre los manifestantes golpistas contra los partidarios de Chávez, entre los cuales se produjeron los primeros cuatro muertos.

Este gravísimo golpe a la democracia, con su aspecto caricatural (¡una junta militar presidida por el jefe de la patronal!), hizo retroceder, durante 48 horas, a todo el continente latino-americano a una era política que pensábamos superada, los años del pinochetismo y de la represión. Ha sido una terrible advertencia para todo dirigente latinoamericano que intente oponerse al modelo ultraliberal y critique la globalización. Esa advertencia se dirige, en primer lugar, a Luiz Inacio Lula da Silva, del Partido de los Trabajadores (PT) de Brasil, que los sondeos colocan en cabeza de las intenciones de voto para la próxima elección presidencial de octubre.

Toda esta conjuración se veía venir. Estaba yo en Caracas hace apenas una semana. Se percibía inmediatamente una atmósfera de tensión extrema. El golpe venía. Venezuela posee una estructura de la riqueza escandalosamente desigual. El 70% de la población vive en la pobreza. Durante 40 años, dos partidos -Acción Democrática (social-demócrata) y Copei (demócrata-cristiano)- se habían repartido el poder y la riqueza nacional. Los niveles de corrupción alcanzaron dimensiones inauditas. Mientras recorríamos de noche las calles de Caracas, Hugo Chávez me decía que Venezuela había recibido, desde 1960 hasta 1998, en ingresos de divisas por venta de petróleo, el equivalente de unos 15 planes Marshall. ‘Con un único Plan Marshall’, me decía Chávez, ‘se pudo reconstruir toda Europa destruida por la Segunda Guerra Mundial. Y con 15 planes Marshall, en Venezuela, sólo se ha conseguido que unos cuantos corruptos hayan amasado algunas de la mayores fortunas del mundo, mientras la mayoría de la población yace en la miseria’.

Ese sistema de corrupción, combatido por Chávez, acabó por derrumbarse en 1998. Los dos partidos AD y Copei fueron barridos y desaparecieron. Chávez fue elegido presidente con un programa de transformación social y con el proyecto de hacer de Venezuela un país más justo y menos desigual. Algunos pensaron que, como tantos otros, una vez establecido en el poder, Chávez se olvidaría de sus promesas y todo seguiría como siempre. Pero este comandante, de origen muy humilde, admirador de los grandes libertadores latinoamericanos, estaba decidido a no defraudar a sus electores, esos habitantes de los ranchitos que veían en él la última esperanza para salir de la pobreza, la incultura y la humillación. ‘La lucha por la justicia, la lucha por la igualdad y la lucha por la libertad’, me decía Chávez, ‘algunos la llaman socialismo; otros, cristianismo; nosotros la llamamos bolivarismo’.

Su Gobierno lanzó toda una serie de reformas sociales: escuelas en los barrios olvidados, realizaciones en favor de los indígenas, microcréditos para la pequeña empresa, ley de tierras en favor de los campesinos sin tierra, mejora de las infraestructuras en el interior del país, etcétera. ‘Hemos disminuido el desempleo’, me contaba Chávez. ‘Hemos creado más de 450.000 nuevos puestos de trabajo. En los dos últimos años, Venezuela subió cuatro puestos en el Índice de Desarrollo Humano. El número de niños escolarizados aumentó en el 25%. Más de 1,5 millones de niños que no iban a la escuela están ahora escolarizados, y reciben ropa, desayuno, comida y merienda. Hemos hecho campañas masivas de vacunación en los sectores marginados de la población. La mortalidad infantil disminuyó. Estamos construyendo más de 135.000 viviendas para familias pobres. Estamos repartiendo tierras a los campesinos sin tierra. Hemos creado un Banco de la Mujer que otorga microcréditos. En el año 2001, Venezuela fue uno de los países con mayor crecimiento del continente, cerca del 3%… Estamos sacando al país de la postración y del retraso’.

A medida que estas reformas se ponían en práctica, muchos de los que habían sostenido a Chávez dejaban de apoyarlo. Lo trataban de ‘caudillo’ o de ‘autócrata’ cuando nunca había reinado tal libertad. No había ningún preso de opinión en el país. Pero la minúscula clase rica y la clase media alta, esencialmente blancas, como muchos intelectuales y periodistas, veían con pavor la perspectiva de ver subir en la escala social a la gente de color, cobriza o negra, que aquí, como en toda América Latina, ocupa los lugares inferiores de la sociedad. Habría que compartir privilegios, y eso parecía inaceptable. ‘Hay un increíble racismo en esta sociedad’, me decía Chávez. ‘A mí me llaman El Mono o El Negro, no soportan que alguien como yo haya sido elegido presidente’.

Así se llegó a la situación del 11 de abril. Una situación de confrontación de clase contra clase. Por un lado, el presidente Chávez, apoyado por una parte mayoritaria del pueblo común; por el otro, una alianza neoconservadora: la burguesía que ocupaba las calles del barrio rico con cacerolas, apoyada por la patronal; los medios de comunicación (prensa, radio y televisión) ferozmente hostiles, mintiendo descomunalmente, inventando rumores y calumnias, falseando las evidencias; y la aristocracia obrera (trabajadores del petróleo) movilizados por la CTV, el sindicato considerado como más corrupto de América Latina.

Esta alianza reaccionaria declaró una guerra sin cuartel al presidente Chávez, con el apoyo de algunos medios internacionales (por ejemplo, el canal CNN en español) y con el sostén mal disimulado de los Estados Unidos. Washington, en su voluntad de dominar el mundo después del 11 de septiembre, no podía soportar, y así lo dijo Colin Powell hace unas semanas, la independencia diplomática recobrada de Venezuela, su papel en la OPEP, su falta de apoyo al Plan Colombia, sus buenas relaciones con Cuba, su actitud militante contra la globalización neoliberal.

Hace unos meses, la Administración de Bush nombró subsecretario de Estado para los Asuntos Americanos -es decir, procónsul de Estados Unidos en América Latina- a Otto Reich, antiguo colaborador de Reagan, conspirador en el asunto Irán-Contra, experto en organización de sabotajes y de atentados, especialista en las artes de la contrarrevolución. Otto Reich ha sido el arquitecto oculto de la conjuración contra Chávez.

Estas malas intenciones de Estados Unidos, la víspera del golpe, Hugo Chávez las percibía con insólita lucidez: ‘Lo de la huelga general del 9 de abril es sólo una etapa de la gran ofensiva norteamericana contra mí y contra la revolución bolivariana. Y seguirán inventando cualquier cantidad de cosas. No te extrañe que mañana inventen que yo tengo a Bin Laden en Venezuela. No te extrañe que hasta saquen algún documento demostrando con datos y pruebas que Bin Laden y un grupo de terroristas de Al-Qaeda están en las montañas de Venezuela. Preparan un golpe, y si fracasan, prepararán un atentado’.