El populismo emerge en una situación de crisis económica, de confusión y vacío ideológico, en que los viejos partidos políticos y las clases dominantes pierden su legitimidad y ven amenazada su hegemonía por los excluidos de los «beneficios» del status quo, a los que moviliza el líder populista y su partido, diciendo encarnar los intereses […]
El populismo emerge en una situación de crisis económica, de confusión y vacío ideológico, en que los viejos partidos políticos y las clases dominantes pierden su legitimidad y ven amenazada su hegemonía por los excluidos de los «beneficios» del status quo, a los que moviliza el líder populista y su partido, diciendo encarnar los intereses del pueblo.
Trump, el Brexit, y la emergencia y creciente popularidad de partidos populistas de derecha e izquierda en países desarrollados de Occidente en especial, han puesto el populismo en el orden del día. En Asia y África, sin embargo, no se observan movimientos populistas de envergadura.
Las diversas formas de populismo se asemejan en su hostilidad hacia la clase dominante, la clase política y las instituciones establecidas. Tienden a legitimarse clamando que representan los intereses de las mayorías, del pueblo, en unas sociedades en que las democracias han sido secuestradas por banqueros corruptos que manejan a políticos venales. Atacan a Wall Street, a la City londinense y al Banco Central Europeo.
El populismo de derecha, tanto el de Donald Trump como el de Marine Le Pen, se presenta y se representa como el de los genuinos patriotas, como nacionalistas proteccionistas dispuestos a corregir las desigualdades generadas por la globalización y una inmigración incontrolada.
Los populistas de derecha europeos rechazan la inmigración, son racistas y xenófobos, afirman que una vez en el poder se retirarán de la Unión Europea (UE), son proteccionistas y consideran que es necesario achicar el Estado y reducir sus gastos. Marine Le Pen, por ejemplo, afirma que «necesitamos combatir el desarrollo del fundamentalismo islámico (…) y retomar el dominio de nuestras fronteras, pues no veo cómo podremos combatir el terrorismo con fronteras abiertas».[1]
La base social del populismo de derecha son las clases medias y altas y amplios sectores de las clases medias bajas y obreras que se sienten afectados por la emigración de industrias nacionales debido a la globalización y amenazados por el terrorismo yihadista. En el caso de Trump, rechaza en especial la inmigración de siete países musulmanes -Irak, Irán, Libia, Somalia, Sudán, Siria y Yemen‒ así como la de los mexicanos, y aboga por construir un muro entre Estados Unidos y México que implicaría la ampliación del que existe.
El populismo de izquierda de Alexis Tsipras y Pablo Iglesias propugna una alianza con todos los «indignados», con aquellos que han sido victimizados y excluidos de los «beneficios» del Estado de Bienestar, por políticos y banqueros y las instituciones a su servicio.
Este populismo de izquierda teme ser etiquetado de marxista y tanto en el caso de Syriza en Grecia, como de Podemos en España, se autodenominan socialdemócratas, alejándose así en el imaginario popular de la vieja izquierda marxista, desgastada en sucesivas contiendas electorales donde obtiene un bajo porcentaje de votos. Tratan de sustituir las fórmulas retóricas de la vieja izquierda por acciones que atiendan a las necesidades materiales de la gente, luchando en la calle contra los desahucios y denunciando la corrupción. Esto no implica que no pueda haber alianzas entre este populismo y la vieja izquierda. La base social del populismo de izquierda europeo suelen ser juventudes que llegan a un mercado de trabajo que los excluye, y sectores de las clases medias bajas y obreras, golpeados por la crisis económica y el modelo de austeridad impuesto por la UE, defendido a capa y espada por Angela Merkel. Son los dañados por la crisis de 2007-2008, ciudadanos de las clases medias y obreras hastiados de la corrupción y de la alianza entre los partidos políticos tradicionales -PP y PSOE en España‒ y las clases dominantes, y en especial, una juventud que enfrenta tasas de desempleo de un 52 por ciento.
El populismo de izquierda -y a veces el de derecha‒ se presenta como transversal, esto es, más allá de la derecha y de la izquierda. Pero la diferencia entre el populismo de izquierda europeo y el latinoamericano, es que en el primer caso la sociedad civil es orgánica y articulada y ejerce la hegemonía de forma integral en el bloque de poder. En términos estadísticos, el monto de los integrantes de las clases medias europeas es mucho mayor y el de los excluidos menor; la clase dominante tiene un gran control de la clase política y de los medios de comunicación. Todos aquellos que tienen empleo, aunque sea mal pagado y precario, tienden a identificarse con el status quo y les asusta el discurso de la izquierda.
En el caso de Estados Unidos, el populismo de izquierda representa un nacionalismo cívico que dirige su irritación hacia las élites, que consideran han traicionado los intereses de los ciudadanos. El senador demócrata Bernie Sanders es un típico representante de este populismo. En su campaña de 2016 planteó un salario mínimo de 15 dólares la hora, Medicare universal y otras reformas en esta dirección.
En abril de 2016, Trump escribió en The Wall Street Journal que «el único antídoto a décadas de poder ruinoso por una élite era el poder popular. En todos los grandes temas que afectan este país el pueblo tiene la razón y la élite gobernante está equivocada». El candidato populista a la presidencia de Austria en 2016, Norbert Hofer, le planteó a su oponente: «Tú tienes el apoyo de la alta sociedad, pero yo tengo al pueblo conmigo».
La crisis económica de 2007-2008 fue la variable clave que potenció la emergencia de populismos de izquierda y de derecha en Europa, en un ámbito en que el espectro político, tras el derrumbe del socialismo a principios de los 90s, se había movido hacia el centro, dando lugar a que la socialdemocracia y la denominada tercera vía fueran percibidas como social-neoliberalismo. Esta convergencia dio lugar a la emergencia gradual del populismo, en la medida en que muchos votantes no veían ya ninguna diferencia entre las élites políticas de los diversos partidos.
Dos importantes transferencias de autoridad y poder de los gobiernos nacionales a entidades no-nacionales reforzaron esta percepción: la emergencia de entidades supra-nacionales como la UE, el Banco Central Europeo (BCE), el Tribunal de Justicia de la UE y el FMI; y el tránsito de funcionarios elegidos democráticamente a burócratas no elegidos por nadie y con inmenso poder, como los banqueros y los jueces. Los «Gobiernos se desapropiaron así de su capacidad de regulación, transfiriéndola a estructuras independientes, es decir, no elegidas… y al mercado»[2].
Gradualmente las naciones dejaron de controlar aspectos claves en la economía, la política y la sociedad, que quedaron en manos de la burocracia de la UE, manipulada por los países más fuertes de la UE como Alemania. Los políticos nacionales trataron de legitimar su ineficiencia y entrega a las élites nacionales y transnacionales, argumentando que la UE no les dejaba otra alternativa que aplicar duras políticas de austeridad. Esto implicó una gradual pérdida de legitimidad, y de espacio político, que catalizó el desarrollo acelerado de los populismos de izquierda y de derecha.
El consenso que se forjó en la Europa de la posguerra en torno a tres aspectos claves -alineamiento con Estados Unidos durante la Guerra Fría, apoyo a la integración en forma de UE y desarrollo del Estado de Bienestar-, se fracturó tras la crisis económica de 2007-2008. Ahora los populistas considerados en su conjunto, de izquierda y de derecha, tienen un apoyo electoral que va del 65 por ciento en Hungría al 1 por ciento en Luxemburgo. En siete países, el populismo de izquierda -Grecia, España, Italia- o de derecha -Hungría, Polonia, Eslovaquia y Suiza‒ controlan la mayoría (o bien un alto porcentaje con Podemos en el caso de España) de los escaños en el Parlamento, y en tres de ellos el populismo de derecha -Hungría, y Eslovaquia- o de izquierda -Italia‒ ganaron la mayoría de los votos en las más recientes elecciones. En España, Podemos es ya la segunda fuerza política del país y en Grecia gobiernan. En las naciones del sur de Europa la crisis económica 2007-2008 ha desarrollado un populismo de izquierdas ‒Portugal, España, Italia, Grecia, Chipre‒ mientras que en los países ricos del norte ‒Francia, Alemania, Austria, Hungría, Polonia, Suiza, República Checa, Dinamarca‒ ha emergido sobre todo un populismo de derecha.
Por otra parte, la predicción del voto a partir del status económico ya no es la única variable a tener en cuenta, pues hay temas sociales, religiosos y culturales -como el derecho o no al aborto, el matrimonio homosexual, el rechazo a la inmigración y a otras culturas- que también desempeñan un papel clave a la hora de decidir el voto. Sabemos, por ejemplo, que la alianza de Trump con la derecha religiosa y el llevar a un representante de ella -Mike Pence- de vicepresidente le atrajo muchos votos.
Sin embargo, esto no implica minimizar los factores económicos en la decisión de voto, pues algunos analistas afirman que el nivel de ingresos tuvo más incidencia en el resultado de las elecciones norteamericanas de 2016 que el género o el color de la piel. La ventaja de los republicanos en el grupo de blancos sin estudios universitarios era solo del 25 por ciento en 2012, pero en 2016 fue del 39 por ciento.
También ha potenciado los populismos la creciente desigualdad económica en Estados Unidos y la UE, demostrada por Piketty; y la creciente pérdida de empleos, como resultado de la tercera revolución industrial, con su correlato de automatización, informatización y traslado de industrias a países emergentes como China, India, Bangladesh y Vietnam, entre otros, donde las tasas de ganancia son mucho mayores que en los países desarrollados de Occidente.
Esta miríada de factores nuevos y en especial el tratar de explotarlos a partir de miedos culturales y sentimientos nacionalistas fue lo que llevó a Trump a la presidencia, al comprender que los potenciales votantes republicanos debían ser movilizados de otra forma al tradicional programa del Partido Republicano, prometiéndoles que recuperarían su status, su empleo y su calidad de vida. Trump les prometió que «América volvería a ser grande otra vez» y que ellos dejarían de verse amenazados. Por eso votaron por él no solo los obreros desempleados del «cinturón del óxido», sino también los tradicionales votantes republicanos atraídos por este discurso y por una prédica cultural y religiosa fundamentalista que además le atrajo el voto de los partidarios del Tea Party, representado en su vice-presidente.
Trump atacó a la élite, al establishment y a la prensa que lo legitimaba -New York Times, Washington Post e incluso a la derechista Fox‒ por promover una política de fronteras abiertas, que implicó que los inmigrantes despojaran a parte de los norteamericanos de sus empleos. Centró parte importante de su discurso en una prédica propia del «nacionalismo racial», que solo considera norteamericanos legítimos a los norteamericanos blancos o de ascendencia europea, aunque lo matizó en su primer discurso ante el Congreso en febrero de 2017 y con actos de demagogia durante su campaña presidencial.
Si bien su discurso estuvo enfocado en temas domésticos, también en política exterior se distanció del «políticamente correcto» Obama, rechazando el acuerdo nuclear con Irán, cuestionando acuerdos comerciales vigentes ‒TLC‒ y otros en proceso con Asia ‒TPP‒ y Europa -TTIP- que fueron cancelados. Criticó a la OTAN -a la que calificó de obsoleta‒ donde Estados Unidos lleva todo el peso económico en detrimento de su enorme déficit fiscal. También deslegitimó a la prensa y a los órganos de inteligencia, en especial tras al incidente referido a la influencia del gobierno de Moscú en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, que implicó la renuncia de su Consejero de Seguridad Nacional.
El 65 por ciento de los norteamericanos blancos de Estados Unidos -equivalentes a cerca de dos quintos de la población total- votarían por un partido que detuviese la inmigración masiva, que ofreciera trabajo a los norteamericanos blancos con preferencia, que preservara la herencia cristiana y que detuviese la amenaza del Islam.[3] Se sienten amenazados por una cultura de masas que privilegia y apoya la diversidad racial.
Un porcentaje similar con creencias afines apoya al Frente Nacional de Le Pen en Francia.
También un porcentaje con ideas de la misma índole votó a favor del Brexit por las mismas razones.
Sin embargo, en países como Canadá, con políticas de integración adecuadas, la migración no se percibe como una amenaza. De ahí que Trudeau, socialdemócrata de centro-izquierda, represente el anti-populismo de Trump.
Nota:
Dada la brevedad que debe tener este artículo en el marco de lo solicitado por los editores de Cuba Posible, no podré analizar el populismo ruso, ni el latinoamericano del siglo pasado, ni del actual. Me concentraré en el análisis de los populismos actuales en el Occidente capitalista desarrollado de la Unión Europea y de Estados Unidos. Para ver mis estudios del populismo cubano y latinoamericano consultar mis libros Cuba: capitalismo dependiente y subdesarrollo. La Habana, Colección Premio Casa de las Américas, 1972; Raíces Históricas de la Revolución Cubana, La Habana, Premio Nacional de Ensayo de UNEAC, 1980; y América Latina: crisis del posneoliberalismo y ascenso de la nueva derecha. CLACSO-CICCUS. Buenos Aires, 2016.
Referencias
[1] Vid. Le Monde Diplomatique en español, diciembre 2016. Foreign Affairs, Volume 95, Number 6, November/December 2016 dossier dedicado al populismo. The Economist, The World in 2017, London Nov. 2016.
[2] B. Cassen: Muchas elecciones pero pocos ciudadanos. Le Monde Diplomatique en español, diciembre 2016, p. 29.
[3] Vid. artículo M. Kazin en el número citado de Foreign Affairs.
Fuente: http://cubaposible.com/populismo-paises-desarrollados/