Desde el colapso de la URSS y la “muerte del socialismo” como proyecto social enfrentado al capitalismo en crisis, el debate en la izquierda está enrarecido por una ideología, el identitarismo sea nacional, de género o racial con una visión fragmentaria de la sociedad. Alrededor de estas subdivisiones se construyen proyectos sociales que introducen divisiones sectarias, pues parten de la negación del todo social como superior a las partes que lo componen, convirtiéndolo en una suma aritmética sin una conexión interna.
Así, ante la invasión de Ucrania por Rusia es inaudito ver como los debates entre las diferentes corrientes del marxismo revolucionario tienen como argumento central el carácter de la guerra, si “de liberación nacional” (la versión moderna de la vieja categoría maoísta de la “guerra popular prolongada”) o no, olvidando una de las grandes aportaciones de Trotski al marxismo: la burguesía contemporánea de los países subdesarrollados (o naciones oprimidas) es incapaz de llevar a cabo la revolución democrática, de la que la independencia nacional es parte fundamental. O lo que es lo mismo, no existen guerras de liberación nacional en sí mismas, eso es parte del siglo XIX; existen como parte del programa de la revolución socialista.
Esto, traducido al caso ucraniano, significa que la revolución socialista se hará no solo contra el ocupante ruso, sino sobre todo contra el gobierno pro imperialista de Zelenski y el régimen neo nazi surgido tras la derrota del levantamiento popular del Maidan. Pero el marxismo revolucionario está tan influenciado por las tesis identitarias y el “techo de cristal democrático” derivado del pos marxismo y la pos modernidad, que es preciso volver al ABC del materialismo histórico a la hora de analizar los procesos sociales y específicamente qué es una nación y su derivación política concreta, la cuestión nacional en la decadencia del capitalismo.
I.- La cuestión nacional en la decadencia del capitalismo
Es un hecho reconocido por todos salvo los que miran la realidad con los anteojos de la ideología, que la nación y los estados construidos alrededor del mercado nacional son la forma burguesa de organizar la sociedad. Las relaciones anteriores, tribu, clan, aldea, pueblo, etc., corresponden a otras formas sociales no capitalistas, sea el de la comunidad primitiva, el modo de producción asiático/tributario, el esclavismo o el feudalismo.
La nación como manera de estructurar las relaciones sociales supone la superación de las formas previas de organización social; una nación implica el agrupamiento alrededor de un eje de las diferentes tribus, clanes o pueblos, ampliando el marco geográfico y social de las relaciones humanas. Este cemento que los une es el mercado, en principio nacional, que con el desarrollo del capitalismo se convertirá en el mercado mundial; de aquí la tendencia a la creación de organismos supranacionales como la Unión Europea, los BRICS y la propia ONU.
Mercado y nación
La base de la estructura económica de las sociedades precapitalistas no tenía como mecanismo de acumulación de riqueza el mercado; este existía, pero en los márgenes de la sociedad, pues la manera de lograrlo era a través del trabajo esclavo, de la espoliación vía tributos de la comunidad rural o la propiedad de la tierra por el Sr feudal. Esta relación entre mercado y riqueza cambia bajo el capitalismo cuando se convierte en el elemento llave para el incremento de riqueza, que adopta la forma de acumulación de capital.
El mercado se desarrolla hasta sus últimas consecuencias en Europa por razones históricas, sociales e incluso geográficas y/o climatológicas. En comparación con los demás continentes el “viejo” continente tenía, en un pequeño espacio geográfico, una importante acumulación de materias primas (carbón, hierro, cobre, estaño, oro, etc.) y humanas, además de un clima más tibio que en otros lugares y un mar interior, el Mediterráneo. Esta ubicación permitía la interrelación entre sus diferentes partes, desde Oriente Próximo hasta las costas atlánticas de la Península Ibérica y las Islas Británicas. Esto favoreció el desarrollo de unas estructuras comerciales que sustentaron las culturas fenicias, griegas y romanas.
En sus orígenes, y tras el colapso del Imperio Romano, el feudalismo va a surgir de la combinación de la propiedad privada sobre la tierra de los señores de la guerra, más conocidos como “señores feudales”, junto con una profunda debilidad del aparato estatal derivada de la desaparición de Roma. Al revés que el modo de producción asiático, o tributario, como le llaman algunos, que dominaba en Asia o América, apoyado en una estructura estatal centralizada, el feudalismo abrió una época de lucha de “todos contra todos” por la anexión de nuevos feudos, como consecuencia de la combinación entre las formas de poder procedente de los pueblos germánicos – el rey no era hereditario, sino que normalmente era escogido por la asamblea de nobles – y la propiedad privada de la tierra en la que se basó Roma.
En los márgenes de esta lucha, y como herencia también de Roma, las ciudades se van convirtiendo en refugio de aquellos que escapan del saqueo permanente de los Sres feudales, y dentro de ellas se desarrolla el mercado. Son los burgos donde surgirá la “burguesía”, primero mercantil y después industrial. Con la llegada de los europeos a América el mercado va a comenzar a constituirse como mundial..
Sin embargo, el carácter mundial del comercio no anula la existencia de unos mercados nacionales cada vez más influyentes donde se conforma la burguesía como clase eminentemente nacional, favorecida por la concentración del poder feudal en las manos de los reyes absolutistas. Son ellos los que van delimitando las fronteras en Europa a partir de la sucesión de guerras en los siglos XVI, XVII y especialmente el XVIII, donde van tomando forma los contornos de los actuales estados. Pero son, todavía, sociedades precapitalistas por la forma que adoptan las relaciones sociales de producción, basado en la propiedad feudal de la tierra y la servidumbre que la burguesía deberá romper para liberar las fuerzas productivas de las trabas precapitalistas.
La burguesía como clase, por la forma de relación social que establece entre las personas, es cualitativamente más productivo que cualquier otra y, tarde o temprano, termina por abolir las relaciones no capitalistas con las que choca. Al basar estas relaciones en la “libertad” de contratación, se favorece la creatividad del ser humano implicando al individuo en el desarrollo social. Dicho de otra manera, un miembro de una comunidad rural que tiene que pagar tributos por su producción al Inca, al Faraón o al Emperador de turno, no tiene el menor interés en el aumento de la producción al no modificar en nada sus condiciones de vida; un esclavo que es una herramienta más del esclavista, no le sirve de nada que las “otras herramientas” sean mas productivas; y un siervo de la gleba, atado a la tierra y que sobrevive de lo que el Sr feudal le deja tener, tampoco.
Por el contrario, para un artesano o un comerciante libre, un campesino libre o ya no digamos a un obrero que vende su fuerza de trabajo “libremente”, cualquier mejora en la productividad puede redundar en la mejora en sus condiciones de vida y aumento de la riqueza social. Que esto significa un enriquecimiento del propietario del medio de producción o del banquero de turno, también. El fin del capitalismo comenzará cuando, en su fase imperialista, esta relación entre aumento de la riqueza social y beneficios capitalistas entren en una dinámica de tijeras.
Hasta ese momento, esa es la superioridad del capitalismo sobre el resto de los modos de producción no capitalistas, y el mercado está en el centro de la acumulación de riqueza, ahora llamado “de capital”. La defensa de esta forma de organizar la sociedad frente los enemigos internos y externos hace que los estados cojan un peso que no tenían anteriormente, y se llama “defensa nacional”. Para esta defensa, la burguesía implica a la ciudadanía, rompiendo con los viejos ejércitos de mercenarios y levantando los ejércitos / milicias ciudadanas.
La delimitación de las fronteras en los que este mercado se desarrollará, es clave para el crecimiento de la burguesía; por eso, cuando el feudalismo entra en decadencia tras la conquista de América y la aparición del mercado mundial, la burguesía, aunque comienza a dominar esos estados, mantiene, en un principio, la lógica feudal con la que conviven. No obstante, en un momento dado la estructura jerárquica de los estados feudales / absolutistas entra en contradicción con la necesidad burguesa de ampliar el mercado a todos los sectores, y especialmente a las dos fuerzas productivas, la tierra y el ser humano, haciendo que tengan que acabar con la forma precapitalista.
La reforma agraria no es otra cosa que la ruptura del monopolio feudal de la tierra, convirtiendo esta en un mercado al servicio del aumento de la productividad. La liberación de los esclavos y la servidumbre tiene el mismo sentido, transformar el monopolio feudal sobre ser humano y “liberarlo” para constituir lo que hoy se conoce cómo “mercado laboral”. La nación, como superación de las divisiones feudales, se construye alrededor de estos nuevos mercados, de la tierra y el laboral, y el estado es la forma de organizar su defensa frente a los enemigos externos y externos. Nación y mercado son conceptos inseparables, de tal forma que la defensa de la primera siempre se hace en función de los intereses del segundo.
Naciones opresoras y naciones oprimidas
Por mucho que lo digan los ideólogos del “españolismo” sobre la “nación más antigua del mundo”, de la “superioridad racial” del nazismo, del “destino manifiesto” de los EEUU o “el pueblo escogido por dios” de los judíos, la verdad es que no existen pueblos ni menos que menos naciones, superiores a los demás. Todo es producto de las condiciones históricas.
En el caso concreto de la construcción de las naciones, su cristalización se produce en las guerras que se dieron en Europa tras la conquista de América y su expansión por el mundo, y, sobre todo, las que se producen en el siglo XVIII, en la decadencia del feudalismo. En este siglo es cuando las principales naciones, o estados plurinacionales, toman la forma que llega hasta hoy.
La guerra de Sucesión en el Estado Español, la guerra entre Suecia y Rusia en las estepas ucranianas y polacas, la guerra entre Inglaterra y Escocia, que termina con la derrota de los jacobitas y los clanes escoceses, con los que desaparecen con los restos feudales en las Islas Británicas, la revolución e Independencia de los EEUU y, sobre todo, la Revolución Francesa, son algunos de los momentos del siglo donde se pueden reconocer ya muchas de las formas estatales que hoy existen.
El largo del siglo XIX estas fronteras estatales – digo estatales, porque en muchos casos en muchos casos los estados suman diferentes naciones como el Español, el Ruso, el Británico, etc. -, van a cristalizar y surgirán algunas nuevas, como Alemania o Italia. El expansionismo del capitalismo europeo y los grandes imperios coloniales darán origen a nuevas burguesías en las colonias, que siguiendo el ejemplo de las norteamericanas, lucharán por su independencia, es decir, por su constitución como estados nacionales burgueses.
Tras su independencia no estaba escrito en ningún lado el papel que cada nueva nación iba a tener en el futuro, ninguna nació opresora, ni ninguna oprimida; fue la lucha entre ellas la que fue forjando la división del trabajo que hoy existe, en un proceso de reparto del mundo inacabado. El mejor ejemplo de estas dinámicas es la guerra que sostienen los EEUU de México y los EEUU de América.
Cuando ambas se independizan, son estados recién constituidos que tienen que enfrentar los intentos de la metrópolis por recuperarlas, hasta el punto que en 1814 el ejército británico ocupa la capital de los nuevos EEUU de América, Washington D. C., quemando edificios públicos como la Casa Blanca y el Capitolio. La guerra entre los estados de Norteamérica es la guerra entre dos burguesías recién independizadas, y en ella se dirime cuál iba a ser la potencia dominante en el norte del continente. La derrota de México fue la que determinó su papel semicolonial actual. Si hubiera triunfado, la relación sería la inversa; salvo que creamos en la ideología del “destino manifiesto” de los EEUU de América.
II.- Naciones y alternativa socialista
Si la nación es una categoría social burguesa, está claro que desaparecerá con ella; en el socialismo no se hablará de naciones sino de personas agrupadas libremente alrededor de la gestión de las cosas. Las “naciones”, como las culturas actuales, clasistas hasta la médula, serán parte de la prehistoria de la humanidad, como la relaciones de explotación del ser humano por ser humano, y la sociedad será un mundo «donde seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres” (Rosa Luxemburgo). Estado, nación y clases sociales serán categorías del pasado.
Sin embargo, estamos en el presente; un presente marcado por la existencia de naciones opresoras y naciones oprimidas, donde amplios sectores de la clase obrera de las primeras se benefician, y se hacen cómplices de la opresión de las segundas. Sería antimarxista e ilusorio ocultar esta realidad y no partir de su existencia (el “análisis concreto de la realidad concreta” que recomendaba Lenin). La cuestión a definir es la imbricación de la justa lucha de las naciones y pueblos oprimidos con la perspectiva de su liberación definitiva.
El papel del nacionalismo burgués hoy
Haciendo abstracción de la realidad del capitalismo en el siglo XXI, habría que afirmar mecánicamente que si la nación y su forma estatal, el estado nacional, es una categoría burguesa, lo coherente sería que un pueblo oprimido estuviera dirigido por su burguesía, como la de las 13 colonias dirigió la lucha contra el Imperio Británico o la criolla latinoamericana contra el español.
Pero han pasado muchas cosas desde aquel momento a finales del XVIII y comienzos del XIX; y una clave que cambia de medio a medio la lucha por la soberanía nacional: la entrada del capitalismo en su fase imperialista, de dominio del capital financiero; fase que supone, tras una sucesión de guerras intercapitalistas como la analizada entre México y los EEUU, una división del trabajo en el que el mundo se divide entre naciones opresoras y naciones oprimidas.
Una división vertical de la sociedad que tiene consecuencias en la relación horizontal entre las clases. En las naciones opresoras, y por los superbeneficios que extraen de las naciones dependientes, surge un nuevo sector dentro de la clase obrera que se asimila a la pequeña burguesía por su nivel de ingresos, que Lenin llamó la “aristocracia obrera”. Esta asimilación la hace cómplice de la opresión nacional, pues de ella depende su existencia: la clase obrera se divide bajo las banderas nacionales.
Por su parte, en la fase imperialista del capitalismo, las burguesías de las naciones oprimidas se convierten por “mil hilos diplomáticos y financieros” en dependientes de las burguesías de las naciones opresoras; son sus agentes dentro de la nación a cambio de una cuota más o menos grande de los beneficios extraídos de la clase obrera nativa y del saqueo de sus riquezas. Es una relación contradictoria entre sectores de la burguesía, la dominante imperialista y la dominada de la nación oprimida, no siempre resuelta de manera pacífica; la sucesión de intervenciones militares de las potencias imperialistas a lo largo del siglo XX es incontable.
Pero si algo caracteriza el siglo XX, el Imperialismo como fase actual del capitalismo y el siglo XXI que algunos llaman de la “globalización capitalista”, es la tendencia a la unificación del mundo bajo el mercado mundial. Los mercados nacionales tienen cada vez menos margen de maniobra frente a unas fuerzas económicas que los desbordan por todos los lados, desde los mercados financieros hasta el mercado laboral, están totalmente integrados.
En este cuadro, y tras la desaparición de la fuerza de atracción que era la URSS y los estados del “socialismo realmente existente”, ninguna burguesía de ninguna nación oprimida o colonia tiene la menor intención de repetir procesos revolucionarios como los que dieron origen a sus naciones a lo largo del siglo XX. Sus exigencias, cuando las hacen, se limitan a exigir una parte más elevada de la cuota de plusvalía y de beneficios extraídos, no cuestionando en ningún momento la jerarquía de los estados establecidos. Ningún sector de la burguesía va a abrir una puerta a la revolución, así sea nacional.
El nacionalismo burgués ha dejado de ser “nacionalismo” en el sentido que Lenin daba a esta palabra, la tendencia de toda nación a constituirse como estado independiente, y todos sus objetivos los definió Evo Morales en Bolivia cuando afirmó: “queremos ser socios, no súbditos”.
El nacionalismo burgués ya no existe en las naciones oprimidas, salvo como un banderín de enganche para negociar con las potencias opresoras, pero no para liberarse de las cadenas del imperialismo y, menos que menos, acabar con la explotación capitalista. Solo quieren ser “socios” en la explotación.
El giro decolonial
Aunque el nacionalismo burgués ha desaparecido como propuesta de liberación, las naciones oprimidas existen, y durante todo el periodo histórico del capitalismo en su fase imperialista, existirán, y los pueblos saqueados, expoliados y colonizados no dejarán de levantarse contra los opresores. Como todo sector en lucha tiene unas raíces sociales que lo sostienen, que son básicamente el campesinado y los sectores semiproletarios de las semicolonias. Tienen reivindicaciones que desde hace unas décadas se sintetiza en la lucha por el giro decolonial, la Soberanía Alimentaria y una ideología, el identitarismo indígena y/o nacional.
Por otro lado, ante la desaparición, como dirían los pos marxistas, de los “grandes relatos sociales” alternativos al capitalismo, estos sectores sociales expoliados, oprimidos y marginados, vuelven su mirada al pasado desde la nostalgia de un tiempo idealizado, que está en el fondo de la crítica decolonial a las tesis marxistas, visto como “colonialidad” del saber desde la izquierda.
En el fondo de este giro decolonial está “la renuncia a la lucha por la desaparición de la propiedad privada de los medios de producción” (La Teoría Crítica y el pensamiento decolonial: hacia un proyecto emancipatorio post occidental, Victor Manuel Andrade Guevara), como pusieron de manifiesto en el levantamiento del EZLN en Chiapas de comienzos de los 90, con su renuncia expresa a la toma del poder.
Para los intelectuales y organizaciones que se agrupan alrededor de estas tesis decoloniales, la gran tarea es “decolonizar”, relativizando el conocimiento de una manera ideológica, pues la validez del conocimiento no depende de la realidad objetiva, sino del contexto geográfico desde el que se uno se ubica, sobreestimando la identidad nacional, oprimida vs. opresora, colonizada vs. colonial, por encima de cualquier otra perspectiva. La clase social no determina la validez del pensamiento, sino que lo hacen los criterios identitarios.
A la manera de la “nueva política”, el giro decolonial en las naciones oprimidas y en las semicolonias, transforma la lucha por la liberación nacional en un proceso esencialmente cultural e ideológico, y el discurso político en la construcción de un relato decolonial limpio de cualquier influencia que se pueda considerar “colonizador”. El decolonialismo no deja de ser una variante del nacionalismo pequeño burgués, donde la ligazón entre la lucha por la soberanía nacional y el socialismo es vista como parte de la colonización que hay que rechazar.
La teoría de la revolución permanente en las semicolonias y naciones oprimidas
Trotski cuando desarrolló la teoría de la revolución permanente, partió de una consideración histórica básica, la ley del desarrollo desigual y combinado de los procesos sociales, que tienen “un carácter dual o, mejor dicho, es una fusión de dos leyes íntimamente relacionadas. Su primer aspecto se refiere a las distintas proporciones en el crecimiento de la vida social. El segundo, a la correlación concreta de estos factores desigualmente desarrollados en el proceso histórico” (George Novack, La ley del desarrollo desigual y combinado de la sociedad).
Como toda ley científica no cae del cielo, sino que es el resultado de cientos años de estudios y desarrollos de la humanidad. Así, Marx hacía énfasis en el primer aspecto de la ley, el desarrollo desigual de la sociedad, y dividía el mundo entre los países “civilizados” (capitalistas) y atrasados (el resto, fueran feudales, esclavistas o lo que llamaba “sociedades asiáticas”) concluyendo con el esquema de que los primeros eran el “espejo” donde se debían mirar los segundos; esquema que empieza a modificar cuando se autocritica de su posición ante la cuestión irlandesa.
Lenin, ante las nuevas circunstancias que dieron origen a la revolución rusa, dio un paso más, y escribió en “Las Cartas desde Lejos”, de 1917: «El hecho de que la revolución (de febrero) haya ocurrido tan rápidamente… es debido a una coyuntura histórica inusual donde estaban combinados, de una manera «altamente favorable», movimientos absolutamente distintos, intereses de clases absolutamente diferentes y tendencias políticas y sociales absolutamente opuestas».
Con esta apreciación, Lenin introducía un concepto que después sería decisivo para que Trotski completara la formulación, la “combinación” de “movimientos absolutamente distintos”. Lo que para Lenin era la explicación de lo que estaba aconteciendo en Rusia, para Trotski era un complemento para la ley del desarrollo desigual que permite explicar no solo la revolución rusa sino los procesos sociales que se desarrollaron en el pasado, y por lo que hace a la política revolucionaria, para la perspectiva de futuro. La Ley del Desarrollo Desigual y Combinado es la traslación al materialismo histórico de las leyes de la dialéctica, de la contradicción de los elementos diferentes y opuestos, y su resolución a través de su combinación y lucha, que dan origen a lo nuevo.
La ley del desarrollo desigual y combinado, como toda ley científica, tiene que servir para desentrañar los elementos de la realidad. En la actualidad, cuando todo el mundo ya es capitalista, no hay combinación entre modos de producción, como sucedió hasta mediados del siglo XX; sin embargo, lo que sí se mantiene es la profunda desigualdad en los desarrollos sociales de las diferentes naciones, divididas por el imperialismo entre naciones opresoras y oprimidas, entre potencias imperialistas y semicolonias.
No obstante, la combinación de estos elementos sí se sigue produciendo; así, dentro de casi todas las naciones, sean imperialistas o semicoloniales, se dan procesos sociales semejantes; dicho de otra forma, las relaciones sociales que definen las potencias imperialistas más desarrolladas se replican en las semicolonias, bajo las características propias de cada formación social. La misma estructura de clases que existen en los EEUU y Europa se puede ver en cualquier nación del mundo; dentro de las desigualdades sociales crecientes, el capitalismo ha terminado su tarea de uniformizar y homogeneizar a la humanidad, y hoy uno puede pasearse por un centro comercial en Tokio, Buenos Aires, Singapur o Compostela no diferenciando en que nación se encuentra.
La teoría de la revolución permanente, al basarse en esta desigualdad y combinación de los procesos sociales, concluye: la burguesía contemporánea de los países semicoloniales y las naciones oprimidas es incapaz de llevar a cabo la revolución democrática debido a factores como su debilidad histórica y su dependencia del capital imperialista. Por lo tanto, es el proletariado el que debe conducir a la nación hacia la revolución, combinando las tareas democráticas y las socialistas. Además, la revolución, aunque “comience en la arena nacional” no puede limitarse a una nación en concreto, sino que debe ser internacional porque solo “culminará” si triunfa en todo el planeta.
Formulado desde otro punto de vista, solo desde el objetivo ordenador de la revolución socialista es posible llevar hasta el final la lucha por la liberación de una nación oprimida o semicolonial; cualquier otra perspectiva limita esa lucha al mero nacionalismo burgués; que, como bien es sabido, ha desaparecido como fuerza revolucionaria.
En el siglo XXI no es que la opresión nacional haya desaparecido, al revés, por la crisis del sistema capitalista a nivel global, las tendencias centrífugas se aceleran y resurgen viejos fantasmas como el del nacionalismo; pero este corresponde a otra fase histórica, la de la constitución de las naciones y los estados como garantías del desarrollo de la burguesía. Ese proceso, en Europa, murió en junio de 1848 en las calles de París, cuando en plena “primavera de los pueblos”, la burguesía francesa se alió con los restos borbónicos contra la clase obrera en lucha.
La puntilla al carácter revolucionario de la burguesía se produjo en 1914 al desatarse la I Guerra Mundial, y todas las burguesías europeas, tanto de las naciones opresoras como las oprimidas, llamaron a rebato, dividiendo a la clase obrera europea ante la carnicería que se avecinaba. En el siglo XXI, cuando todo el mundo ya está bajo el dominio de la explotación capitalista, solo cabe una perspectiva para la lucha de todos las naciones oprimidas, la de la revolución socialista; cualquier otra orientación conduce a la claudicación a alguna de las burguesías nacionales en liza.
III.- El combustible de la guerra en el siglo XXI
Si la guerra es la política por otros medios, es evidente que la guerra del siglo XXI tiene unos condicionantes más que evidentes, la decadencia de los EEUU como potencia hegemónica que alimenta las ambiciones de otras potencias para hacerse con los resquicios del mercado que dejan en su decadencia. Recordemos que la quintaesencia del capitalismo es la feroz competencia entre sus diferentes facciones nacionales y, en muchos casos, internas que les lleva a actuar como “un lobo para el hombre”. Y como buenos “lobos”, en cuanto ven signos de debilidad en el macho alfa, todos se lanzan como posesos por el dominio de la manada.
Desde 1945 hasta la fecha, los EEUU no tenían un competidor con la capacidad para sustituirlo en esa hegemonía, y con el binomio “dólar-marines” consiguió preservar esa posición; a pesar de que su relativa decadencia comenzara en la década de los 70 del pasado siglo, cuando provocara la crisis del pacto de Bretton Woods y el fin de el patrón “dólar-oro”. No fue tanto por su fortaleza interna, sino por la debilidad de los competidores europeos y japoneses, que tenía atados a través de “mil hilos diplomáticos y económicos”, así como por la ocupación militar bajo lo que los mantiene desde 1945 a través de la OTAN.
La aparición de la UE y el euro, al unificar el franco y el marco alemán, debilitó al dólar en su hegemonía mundial pero no la amenazó; la UE era un gigante comercial con los pies de barro políticos y militares que no le permitía entrar a fondo en la competencia con los EEUU. Tras la caída del Muro del Berlín y el colapso de la URSS parecía, y así lo anunciaron a bombo y platillo, todos los palmeros del “american way of life”, que comenzaba el “siglo americano”, que no duró ni treinta años.
La crisis del 2007/8 y la quiebra del Lehmann Brothers fue “el principio del fin” de esa hegemonía, pues agrando los resquicios por los que entraron más potencias que habían realizado una verdadera “gesta” dentro del capitalismo, pasando de ser la fábrica del mundo a la segunda potencia económica en menos de 30 años. Pero no solo China ha entrado por esos resquicios, en zonas han surgido potencias que disputan mercados regionales como Rusia y el mundo ex soviético, Sudáfrica y el África Subsahariana, India y el Oriente asiático, …
El “viejo” imperialismo euro norteamericano ha entrado en una profunda decadencia y está en retroceso frente a la pujanza de estas nuevas potencias. Las consecuencias internas no se han tardado en manifestarse; la crisis social francesa o británica son la punta de ese iceberg que junto con la polarización social en los EEUU, al borde permanente del choque civil, son hoy el combustible que empuja al mundo al precipicio de la guerra mundial.
Las clases medias en retroceso
La clase media es un concepto sociológico que sirve para definir al sector de la sociedad en la que se apoya la estabilidad de un sistema político; desde un punto de vista marxista se puede definir como aquellos sectores de la clase obrera que por su nivel adquisitivo – la aristocracia obrera de Lenin – se asimilan en las formas de vida a la pequeña burguesía, de la que incorporan su ideología individualista y reaccionaria.
Pues bien, en los EEUU, según el Pew Research Center, basado en datos gubernamentales, las clases medias estadounidenses han pasado del constituir el 61% de la sociedad en 1971 al 50% in 2021. Esto, en datos porcentuales, puede que no diga nada, pero si le ponemos ojos y cara nos da que alrededor de 33 millones de personas han salido de las clases medias, en un estado donde todo hay que pagarlo. Los índices de pobreza, de quiebras personales por no poder atender los gastos sanitarios, de familias que tienen que optar entre comer o curarse se han disparado.
En Europa, que conserva restos del estado del bienestar, permite una relativa mejor redistribución de los beneficios sociales que ralentizan la polarización social. Aun así, como las desigualdades siguen creciendo y los llamados “excluidos” sociales aumentan, se asiste a explosiones sociales recurrentes en estados centrales como Francia, que desde 2019 han vivido tres grandes conflictos sociales, el de los “chalecos amarillos” solo desactivado por la pandemia del Covid, las huelgas de comienzos del 2023 y ahora el estallido de los banliues, los barrios periféricos de las ciudades.
El retroceso evidente de las clases medias en las potencias imperialistas euro norteamericanas son un síntoma de una profunda decadencia que alimenta las tendencias belicistas de sus burguesías en la búsqueda de recuperar el papel en el mercado mundial que les permitió dominar el mundo a lo largo de dos siglos (el XIX y el XX). Por si fuera poco, este retroceso alimenta la xenofobia y el racismo por el miedo de las sociedades al migrante como un “invasor”,
Asimismo, favorece la agresividad frente a los competidores al ver que mientras el imperialismo norteamericano y europeo retroceden, en China 740 millones de personas han dejado atrás la pobreza tras 40 años de apertura económica y hay una emergente clase media de 400 millones de personas teóricamente ávidas por consumir (web Alternativas Económicas). Hasta tal punto ha crecido esa clase media que según el informe anual de Credit Suisse Wealth Report hay 109 millones de chinos con un patrimonio entre 50.00 y 500.000 dólares.
La clase media de una nación no solo surge por la parte de los superbeneficios empresariales que caen en la mesa de sectores de la sociedad (la teoría del derrame), sino que esos superbeneficios se ven incrementados por la explotación de semicolonias.
La explotación de la clase obrera nacional no da para generar una clase media que suponga más de la mitad de la población, si no se dan las condiciones del saqueo imperialista, y los recientes debates sobre el aumento del límite de deuda en los EEUU -la capacidad del estado para endeudarse sin que se produzca un impago- lo ha puesto de manifiesto.
El camino divergente que está tomando la deuda pública norteamericana, la progresiva pérdida del papel de dólar como moneda reserva reduce los ingresos que proceden de su papel dominante en la división mundial del trabajo, 31,4 billones de dólares, el 97% del PIB, lo ponen al borde del default; una verdadera bomba atómica financiera para el mundo.
Justo por esto, China todavía no es la potencia hegemónica, pues a pesar de sus avances, no ha conseguido que más del 50% de la población pertenezcan a ese segmento social que son “las clases medias”, como todavía lo son en los EEUU y en la UE superan, que especialmente la primera, siguen beneficiándose de su papel dominante del mercado mundial.
Sin embargo, en economía, como en todos los aspectos de la vida, lo decisivo no son las fotos fijas de unas estadísticas, sino las fuerzas internas que empujan en un sentido u otro; y la fuerza decisiva en el siglo XXI que empuja al choque de trenes es la tendencia a la decadencia de las potencias imperialistas euro norteamericanas y la eclosión desde el 2016, cuando el yuan es admitido como moneda de reserva mundial, de una potencia alternativa, China; eje alrededor del que pivota el “sindicato de agraviados por los euro norteamericanos”, desde Brasil hasta Sudáfrica, pasando por Irán, Pakistán, y al que ahora quieren sumarse alrededor de 40 estados del mundo, los BRICS.
En conclusión: la lucha por la hegemonía mundial o la cuestión nacional
El combustible que alimenta el motor del belicismo que hoy impera en los discursos de las potencias euro norteamericanas es que ¡están en guerra contra su propia decadencia!, y en ella implican a todo el mundo. Las naciones semicoloniales, los derechos de las minorías oprimidas son, en sus manos, herramientas para debilitar al enemigo de la alianza chino rusa.
La defensa de los derechos de las minorías nacionales, de las naciones oprimidas, hay que insertarla en este marco superior de lucha inter imperialista para no caer en las trampas de lo que se conoce como la “reacción democrática”, que no es otra cosa que hacer parte de la división de la clase obrera en función de diferencias nacionales, de género o de raza.
Esta es la conexión entre el problema de las naciones semicoloniales o / y oprimidas y la lucha por la revolución socialista; si el marco en el que se queda la lucha nacional es dentro de sus fronteras, esta se va a convertir, quiérase que no, en una herramienta para debilitar al competidor imperialista; tarea de la que el imperialismo yanqui sabe mucho: nació apoyando a Texas contra México, se desarrolló apoyando a Cuba y Filipinas contra el Estado Español y culminó con la “defensa de Kuwait” contra Irak.
Para evitar esta instrumentalización de la causa nacional es preciso tener claro que el motor de la situación mundial es la lucha por la hegemonía mundial y su combustible, la decadencia de los viejos imperialismos euro-norteamericanos.
Galiza, 11/07/23
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