En estos días, en uno de los aeropuertos de Sao Paulo con más tráfico aéreo del mundo, un avión se salió de la pista, cruzó una avenida y se estrelló contra un depósito de combustible, muriendo calcinadas alrededor de 200 personas. Cientos de vecinos habían venido exigiendo en vano el cierre de un aeropuerto circundado […]
En estos días, en uno de los aeropuertos de Sao Paulo con más tráfico aéreo del mundo, un avión se salió de la pista, cruzó una avenida y se estrelló contra un depósito de combustible, muriendo calcinadas alrededor de 200 personas.
Cientos de vecinos habían venido exigiendo en vano el cierre de un aeropuerto circundado por transitadas autopistas y edificios, cuya pista, al parecer, no tiene la longitud debida, que había estado en obras recientemente y, también se ha dicho, en el que todavía no se habían corregido todas sus deficiencias. Según se ha confirmado, el aparato tenía problemas en una turbina, falla conocida pero desestimada, y sólo un día antes, un día, que no un año, otro avión había corrido parecido infortunio aunque se detuviera antes de llegar a la avenida evitando que se produjeran víctimas.
La culpa, al margen de todos estos datos, al decir de algunos medios de comunicación, ha sido de la lluvia, de la naturaleza, por lo tanto, que no quiso limitar sus aguaceros, sus torrenciales aguas.
Casi al mismo tiempo, de nuevo la madre naturaleza volvía a hacerse sentir en Japón y, como consecuencia de un terremoto, la mayor central nuclear del mundo, ahora que otra vez algunos se empeñan en promover la energía nuclear, sufría graves averías en su reactor provocando fugas radioactivas y obligando al cierre de la planta.
La culpa, al margen de las deficiencias que en esa central se habían denunciado como, por ejemplo, estar construida, precisamente, encima de una falla tectónica, es de la naturaleza y sus intolerantes manifestaciones.
Y ayer, sin ir más lejos, medio centenar de africanos desaparecían en el mar cuando el cayuco en el que trataban de alcanzar la costa canaria daba la vuelta arrojando al agua a sus más de cien ocupantes en el momento en que una patrullera se colocaba a su altura para rescatarlos.
La culpa, también se ha dicho, fue de una enorme ola que hizo girar la embarcación. Otra vez la sanguinaria naturaleza que, en su guerra contra el género humano, no tiene misericordia con las vidas que se cobra cuando desata sus fuerzas en el mar, provocando enormes olas, o en la tierra, generando terremotos y aguaceros.
No valdría la pena molestarse en recordar pasados episodios en los que la naturaleza ha sembrado el dolor en el mundo, como aquel río seco que en Biescas, Huesca, un mal día, recuperó sus aguas y su fuerza y se llevó por delante a casi un centenar de excursionistas que, apaciblemente, descansaban en un camping levantado, justamente, en medio de su viejo cauce, ni los miles de muertos que ocasionara el huracán Katrina en Nueva Orleáns y otras ciudades estadounidenses, ni los cientos de miles de muertos que provocara un tsunami en Indochina. Y no valdría la pena entretenerse en establecer tan catastróficos antecedentes porque es tal la mortal beligerancia de la naturaleza que para cuando termine de escribir estas líneas, temo, ya otra nueva criminal acción de su autoría se hará presente en las primeras páginas de los medios con su correspondiente inventario de muertos y damnificados.
Cierto que no siempre, para los grandes medios de comunicación, es la naturaleza la única responsable de las tragedias que día tras día nos asolan. Haciendo causa común con ella, suelen aparecer en los titulares de prensa los llamados «accidentes». Un accidente de tráfico ocasionó en 1978 la explosión de un camión-cisterna sobrecargado de propileno que se desplazaba por una carretera general de Tarragona, y otro accidente hizo que el infortunio tuviera lugar, precisamente, junto a un camping de recreo en Los Alfaques. Más de 200 muertos registró la suma de accidentes. Son «accidentales», igualmente, los derrumbes de presas, los hundimientos de edificios, los descarrilamientos de trenes, los cotidianos muertos que deja la carretera o los cinco muertos diarios que, por ejemplo, provocan en el Estado español los «accidentes» laborales.
Cuando no es un «golpe de calor», es la «gota fría», o «el Niño», o cualquiera de las muchas y variadas formas en que la naturaleza nos amenaza y mata. Avalanchas de nieve y barro, sequías, inundaciones, incendios, erupciones volcánicas, son parte de los surtidos arsenales con que cuenta la naturaleza en su despiadada guerra contra el progreso y la civilización humana.
Por si no bastara tal cúmulo de armas o la complicidad de los tantos «accidentes», la naturaleza, como no podía ser menos, también se ha ganado el respaldo de vacas locas, de aves con gripe, de pollos con hormonas, de corderos con fiebre aftosa, de aceites de colza, de verduras irrigadas con insecticidas, de vinos mejorados con sangre animal…y, lo que es peor, la criminal naturaleza, que «mata por matar», cuenta igualmente con la complicidad de los llamados ecologistas y demás irresponsables, permanentemente opuestos al progreso y al desarrollo, y que constituyen el entorno en el que aquella se ampara y se sostiene.
Urge, antes de que mayores calamidades perturben la civilización humana, que la naturaleza también sea declarada parte del maléfico eje del mal que nos amenaza y llevar su aniquilamiento hasta las últimas consecuencias.