A las movilizaciones iniciadas bajo el lema «democracia real ya» les caen críticas desde buena parte del espectro político tradicional por su poca representatividad, por exigir cambios desde fuera de las reglas del juego y, sobre todo, por poner en duda la legitimidad de la democracia liberal para hacer valer la «voluntad de la mayoría». […]
A las movilizaciones iniciadas bajo el lema «democracia real ya» les caen críticas desde buena parte del espectro político tradicional por su poca representatividad, por exigir cambios desde fuera de las reglas del juego y, sobre todo, por poner en duda la legitimidad de la democracia liberal para hacer valer la «voluntad de la mayoría». Los analistas y opinólogos afines a los partidos con posibilidad de gobernar, piensan que la ciudadanía descontenta ya puede decidir sobre el futuro de sus representantes cada cuatro años y que tiene el derecho constitucional a crear nuevas formaciones políticas y entrar en la contienda electoral si las existentes no los satisfacen. Pero la misma ciudadanía dispone de una larga lista de ejemplos que muestran cómo su voto se convierte en carta blanca para que los políticos profesionales respondan a los intereses de las clases dominantes.
La orientación de las políticas para afrontar la actual crisis ha puesto de manifiesto las deficiencias de un sistema en el que el concepto de democracia empezó a hacer aguas con la imposición ideológica del neoliberalismo a partir de los años 70. Paso a paso, la doctrina económica de la Escuela de Chicago se ha extendido y se ha aceptado como único sistema económico y social posible. Cabe decir, que los primeros experimentos neoliberales, no se llevaron a cabo precisamente en el marco de democracias ni fueron aceptados pasivamente por parte de la población que sufrió sus efectos. Ni Chilenos, ni Indonesios habrían asumido por voluntad propia, expresada a través de las urnas, la destrucción de todo tipo de protección hacia la clase trabajadora y la instalación de las élites dirigentes en una situación de privilegio inmejorable para hacer negocios y para multiplicar su capital. Fueron la fuerza de las armas y la financiación y apoyo estadounidense quienes lograron la pionera conversión a la doctrina.
En las democracias maduras, la imposición fue mucho más sutil. Sin torturas ni ejecuciones masivas, sin dictadores sanguinarios de gafas oscuras, sin estadios deportivos llenos de maestros, funcionarios, obreros y estudiantes, la revolución conservadora ha devuelto al capital los privilegios perdidos después de la Segunda Guerra Mundial. Cuando el año 1992, en plena recesión, Bill Clinton inicia la carrera hacia la Casa Blanca promete una expansión de la cobertura de los servicios sanitarios y unas políticas sociales que corrijan las desigualdades provocadas por la política económica de la era Reagan. Una vez en la presidencia de EEUU y con todo un mandato por delante, Clinton recibe la visita de dos autoridades de las finanzas de la primera potencia mundial: Alan Greenspan (Presidente de la Reserva Federal) y Robert Rubin (Director de Goldman-Sachs) . Los dos ilustres visitantes convencen al recién elegido presidente de que su programa es inviable porque un incremento del gasto público dispararía el déficit, incrementaría los tipos de interés, contraería la demanda interna y colapsaría la economía norteamericana .
Cuando Tony Blair es nombrado Primer Ministro del Reino Unido anuncia que el nuevo laborismo británico está dispuesto a enviar las divisiones de clase social en los libros de historia. Lo que podía parecer una apuesta redistributiva no es más que la consolidación de las políticas de Tatcher y Mayor. Un ataque frontal al sector público a partir de la premisa neoliberal de que las personas son seres calculadores y racionales que se guían únicamente por el propio interés. En virtud de esta premisa, el libre mercado es el mejor sistema para regular las relaciones humanas y las privatizaciones se convierten en el único camino hacia la eficiencia. Todo ello, olvidando el rol del sector público como corrector de los fallos del mercado.
A pesar de lo que pueda decir el Partido Popular español en su eterna carrera pre-electoral, el gobierno de Zapatero no ha hecho más que aplicar las recetas económicas que la derecha hubiera aplicado si hubiera estado gobernando. Si alguien tiene dudas al respecto, sólo tiene que acudir al libro que publicó José María Aznar en el año 2008 para encontrar escritas las políticas macroeconómicas de los pseudo-socialistas de ZP. A fin de cuentas, el triunfo ideológico del neoliberalismo ha convertido estas políticas en soluciones de sentido común que no admiten ninguna discusión. Hay que satisfacer los mercados para que la economía funcione y esto supone seguir las indicaciones de individuos como Emilio Botín, que hace unas semanas, afirmaba con orgullo que su banco, el Santander, era uno de los triunfadores de la crisis.
No sirve de mucho poder cambiar los representantes políticos cada cuatro años si los que toman las decisiones a la sombra no responden a ningún control por parte de la ciudadanía. La imposición tecnocrática de una «democracia de mercado» parte de premisas supuestamente incuestionables que son las que se tambalean bajo el lema de «democracia real ya!». Las agencias de calificación y los directivos de las grandes corporaciones financieras, a pesar de ser responsables de la crisis, están imponiendo medidas que siguen priorizando sus beneficios al bienestar de las personas. Los partidos tradicionales no se atreven a iniciar enfrentamiento alguno para acabar con las perversiones del sistema y la propia democracia representativa es altamente conservadora a la hora de permitir la entrada de nuevas ideas. Ni los partidos de la supuesta izquierda ni los sindicatos se han atrevido a decir que el sistema no funciona y que la refundación del capitalismo no es posible. El miedo a perder el electorado «moderado» puede más que la evidencia de que no hay políticas de izquierdas posibles aceptando como verdaderos los axiomas neoliberales.
La dictadura de los mercados se puede sostener mientras una gran mayoría de la gente tenga miedo a perder su nivel de consumo, pero al capitalismo salvaje continuará tensando la situación. Algún día, la sociedad del low cost no aguantará más imposiciones y precariedad a cambio de teléfonos de útima generación y billetes de avión baratos para escapar de la rutina. Al igual que la libertad no consiste en poder elegir lo que uno quiere comprar, la democracia no consiste en poner un papel en una urna cada cuatro años.
Albert Sales y Campos es Profesor de Sociología de la UPF
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