Desde que la democracia pasó a ser una palabra de diez letras, muchos han sido sus significados, dependiendo de quién la usa, dónde la usa y para qué la usa. En la democracia simulada todo parece real. Todo gira en la apariencia, en la imagen y en la forma. En ese girar constante, en ese […]
Desde que la democracia pasó a ser una palabra de diez letras, muchos han sido sus significados, dependiendo de quién la usa, dónde la usa y para qué la usa. En la democracia simulada todo parece real. Todo gira en la apariencia, en la imagen y en la forma. En ese girar constante, en ese maniqueo, todo comienza a parecerse un circo, un triste circo que nos obligan a ver y hasta aplaudir.
Suenan las trompetas, y sale el anunciador dando brincos por la pista prometiendo el mejor espectáculo, lo nunca visto. Seguidamente aparecen los payasos vestidos de políticos, con un chiste por aquí y otro chiste malo por allá, repartiendo promesas como esas tarjetitas de «raspa y gana» que te pudieran dar como premio dinero en efectivo, un carro, y otras esperanzas de segunda mano. Es un espectáculo repetido y repetitivo, con algunos toques de actualidad, muchos trucos, malabarismos y vulgar magia de ínfima categoría. Un show para desmemoriados y descerebrados de quienes se espera vibrantes ovaciones.
En las gradas, un público silencioso e incrédulo comienza a indisciplinarse, olvida la obediencia y pide verdad, pide transparencia, clama por justicia y abuchea a los trapecistas y contorsionistas de la realidad. Los espectadores ya no creen en los ramilletes de flores plásticas y tampoco en las liebres que salen de los sombreros. No les asombra los naipes ni los tragafuego, tampoco la dama que desaparece detrás del pañuelo de seda. Ya nadie siente asombro, ni le parece divertido la trepadera, las maniobras en bicicleta ni la cuerda floja. Los asistentes al espectáculo de la democracia simulada, se siente insultados, burlada su inteligencia… y sobre todo la trampa de una falsa democracia que consiste en vernos como rebaños que se les lleva a votar cada cinco años.
En el centro de las pistas, con música de bandas y redoblantes, se mueven con las luces, no los más idóneos ni los más preparados para representarnos. Allí un grupo de arribistas profesionales, una casta de títeres, estrellas de la mediocridad, representan el libreto político del poder. El público los ha reconocido y comienza a reclamar sus derechos, piden que se cumplan las promesas, exigen un alto a la corrupción y cuentas claras, amenazan con tomarse el circo por completo y reclaman respeto.
Es en ese instante, cuando los dueños de la farsa sienten temor. Ordenan que aseguren la taquilla y llaman a los domadores de fieras para calmar la furia de los asistentes. Son los que deben controlar las multitudes en el sagrado nombre del lucro. A reprimir, a repartir palos, a someterlos por la fuerza por resistirse a la mentira y al engaño. Ese es su llamado a la paz, el ejercicio final de su poder de convencimiento. Suspenden el espectáculo para un mejor momento para ellos, para continuar con el saqueo de los bienes públicos, la brutalización de la convivencia social, la criminalización del disenso y finalmente más de lo mismo: la corrupción.
Hay que definir cuál es la democracia que queremos, la democracia por la que históricamente ha luchado este pueblo. Desde la lucha inquilinaria, del rechazo del Tratado Filós-Hines, los Tres en Uno, el Hay-Bunau Varilla, la lucha democrática del Frente Patriótico de la Juventud, de la Federación de Estudiantes de Panamá, y otras jornadas heróicas. Hay que hacerlo pronto, porque cuando la corrupción contamina el aire, todo lo que respira se corrompe.
Fuente original: http://www.laestrella.com.pa/online/impreso/2013/08/22/la-democracia-no-es-un-circo.asp