¿Se quiere que existan siempre gobernantes y gobernados o se quieren crear las condiciones para que desaparezca la necesidad de la existencia de esta división?
Antonio Gramsci
Esta democracia no da más. Se encuentra definitivamente agotada. Estallada y astillada, supura desigualdades por cada uno de sus poros y no puede dar ya más de lo que (nos) dio: algo de amparo, libertades intermitentes y ciertos derechos conquistados, pero sobre todo precariedad extrema e injusticias atroces que conviven a la perfección con izquierdas mediáticas y parlamentarias, derechas vernáculas y trasnochadas, agronegocios, megaminería y zonas de sacrificio, segregación socio-espacial, empobrecimiento acérrimo y racismo estructural, violencia narco, inseguridad de la existencia y gatillo fácil, cultura enajenada, adultocentrismo y consumo del despilfarro, populismos tenues y discursos almidonados, neofascismos 2.0 e intrépidos contorsionistas de la pequeña política, que por cierto siempre han sabido caer parados como los gatos. En un mismo lodo todos manoseados.
Esta democracia en sus 40 años de edad tampoco dio de comer ni de amar, no curó sino tan solo algunas miserias, e hizo proliferar enfermedades por doquier. Educó en el conformismo, aplacó las broncas y tornó más dócil a las clases populares, menos subversiva e inquieta su actitud, más previsible y paciente su intencionalidad transformadora. Constriñó la imaginación política a niveles inusitados, resintió potencias plebeyas y comunitarias, amputó miembros vitales e inhibió rupturas radicales. Descolectivizó tramas de convivencialidad e inoculó neoliberalismo en nuestras psiquis y cuerpos, en los deseos, aspiraciones y labores de quienes habitamos estas (y otras) tierras sumidas en el desamparo.
Parecería una terrible paradoja que, amén estos y otros rasgos negativos e invariantes, estemos ante una celebración casi unánime de sus cuatro décadas en territorio argentino. Más aún si adicionamos a este inventario el inédito -aunque esperable- triunfo en las urnas del tándem Javier Milei-Victoria Villarruel, caso único y sin antecedentes en el mundo. ¿Son acaso ambos una amenaza para esta democracia, o más bien deberían leerse como hijos bastardos de su desvariado y errante trajinar?
Decimos esta democracia con el objetivo de explicitar una distinción que involucra, a la vez, sendos desafíos para las organizaciones de izquierda y los movimientos populares que aspiran a revolucionarlo todo. Por un lado, porque no creemos que esté en crisis LA democracia a secas. El irrefrenable ascenso de La Libertad Avanza -y el retorno del macrismo- al gobierno, es la culminación de una larga y tortuosa agonía, el réquiem a una forma específica de democracia a la que hay que llamar por su(s) apellido(s): liberal-burguesa, racializada y pulcra, de clase, delegacionista, hegemónica, heterocispatriarcal, ecocida y falsamente igualitaria. Pero también decimos esta porque es la que, por desgracia, resignación o habitus, tenemos más a mano y hemos internalizado como propia hasta el punto de sentirla “nuestra”. Es esta, no aquella, debido a que resulta algo próximo, familiar y cercano, prácticamente la única modalidad desde la que asumir y resolver la gestión de los asuntos comunes que existe en nuestro horizonte de visibilidad, un monopolio cognitivo y del quehacer político que opera como axioma al momento de habitar el mundo y ejercitar la toma de decisiones.
La terrible coyuntura de crisis orgánica por la que transitamos nos plantea un doble desafío, que tiene como columna vertebral a la lucha y al antagonismo: revitalizar y (re)construir desde abajo otra democracia, en paralelo a que tomamos distancia y dejamos de pertenecer(le) a esta democracia. Y es que tal como afirma Miguel Mazzeo en las páginas del libro “Democracia” contra Democracia (o la política contra lo político), escrito en pleno instante de peligro, “la democracia se trampea a sí misma sin cesar”, vulnera una y otra vez sus propios principios, disloca forma y contenido, enemista la Polis y lo Común, escinde economía y política, ofreciéndonos igualdad ciudadana en el cielo estatal, a condición de omitir y enmascarar la profunda desigualdad y asimetría que existe en el plano material y (re)productivo. Ojo: ello no ocurre por mala leche. Más bien lo que hay es mala praxis. No podría no haberla.
Este desencuentro -una “ficción verdadera” o “mentira objetiva”, como lo es el fetichismo mercantil- está en el ADN de la democracia que nos parió, y en un plano más general en el de la que emergió y se consolidó al calor de la configuración de este sistema-mundo capitalista, colonial y de género. Sabemos -aunque sea parte de lo “reprimido”- que las democracias occidentales se asentaron en genocidios, desarraigos, masacres, exclusiones y despojos de lo más variados. Asimismo, es conocido el carácter acotado y violento de aquella lejana y primigenia “democracia” forjada en Grecia, donde una ínfima minoría de propietarios decidía los destinos del conjunto de la sociedad, a espaldas y en detrimento de la población esclava (que era mayoritaria), de las mujeres y de quienes se consideraban “extranjeros/as”.
Si hoy existen ciertas libertades y derechos fundamentales, ellos han sido producto de la ardua e insistente lucha del movimiento obrero y de las clases subalternas, nunca una dádiva de las élites dominantes. Esos “bocados de democracia”, al decir de Rosa Luxemburgo, fueron adquiridos “no por la burguesía, sino contra ella”, por lo que sería ingenuo pensar que estos avances parciales, en tanto y cuanto se acumulen y sedimenten a través de un proceso gradual e indoloro en el Estado capitalista, darían lugar a un cambio cualitativo del sistema, una especie de superación de sus desigualdades, jerarquías y lógicas de poder estructural mutuamente imbricadas -entre ellas la explotación de clase-, sin necesidad de ruptura alguna ni de confrontación contra las minorías privilegiadas y una institucionalidad estatal que dista de ser neutra.
Esto es precisamente lo que ocurrió en la década del ’70 en Argentina (y también, con sus particularidades, en otros territorios de Nuestra América y el sur global). El terrorismo de Estado y la violencia paramilitar tuvo por propósito desarticular todo proyecto revolucionario y rupturista, quebrar y trastocar una correlación de fuerzas que hacía peligrar la dominación burguesa, derrotar y aniquilar integralmente a los “enemigos” de las clases dominantes y el imperialismo, instaurando el disciplinamiento generalizado y la atomización en las entrañas mismas de la sociedad, sumiéndola en un miedo paralizante y ensordecedor que logró oficiar de punto de no retorno. Por eso lo que emerge en diciembre de 1983 es una democracia de la derrota, que como nos recordó León Rozitchner en más de una ocasión, se asentó en un genocidio previo, un terror forcluido del cual venimos y que le antecedió, que aún hoy la delimita. Así, la democracia terminó siendo aceptada como tregua o paréntesis apaciguador, “una apariencia consoladora de nuestro fracaso y de nuestras desventuras”.
Este pequeño y gran libro reconstruye en detalle las condiciones de producción que hicieron posible el “pacto democrático” de diciembre de 1983. Atendiendo a quiénes fueron los artífices y vencedores de aquella guerra contrainsurgente acometida durante los años de dictadura cívico-militar-eclesiástica, da cuenta además del proceso refundacional que implicó este ejercicio del terror sobre un pueblo devastado, al que se le expropió toda su potencia y capacidad subversiva. El desarme fue por cierto militar, pero sobre todo teórico-político y de índole subjetivo. La culpa y tristeza colectiva abonaron a un sentido común orientado hacia el conformismo, la pereza y la enajenación. Sin solución de continuidad, se transitó de la utopía revolucionaria a la “democracia” de un capitalismo pacificado y neoliberal. La preeminencia de la política (electoral, desanclada e institucionalista) fue simétrica al declive y la deslegitimación de lo político en tanto apuesta insurgente y en favor del autogobierno popular.
Si bien existieron destellos y conatos que revitalizaron esa otra democracia (entre ellos, aquel cifrado en la coyuntura de diciembre de 2001), como bien nos recuerda Miguel, buena parte de las izquierdas -y por supuesto, los progresismos de toda laya- se plegaron al consenso de un régimen meramente procedimental y rutinario, en el que el sumun del ejercicio de la democracia equivale a esconderse de forma anónima e individual en un cuarto oscuro, cada dos o cuatro años, para decidir quién decidirá por nosotres. Mientras tanto, el capital vota todos los días, sin necesidad de hacer campaña pública, reclutar fiscales de mesa ni agitar boleta alguna. Sin duda el vernos obligades a optar por lo que el sistema nos impone como supuestas variantes, en el marco de reglas de juego liberal-representativas que escamotean los núcleos fundantes de esta sociedad opresiva, ha reforzado la desafección política y el indiferentismo de las clases subalternas. “Gane quien gane, siempre pierde el pueblo”, parece ser el apotegma más certero que sintetiza esta situación recurrente.
No obstante, el balance que nos ofrece Mazzeo evita caer en el derrotismo inmovilizador. La suya es una prosa cálida, aunque sin concesiones, que no esquiva la autocrítica generacional y militante, en tanto intelectual orgánico y lenguaraz senti-pensante de la nueva izquierda. Por ello mismo, dista de ser frío y complaciente. No claudica ante conmemoraciones insípidas que rascan donde no pica. Rememora luchas y contragolpes, anuda hipótesis aguafiestas e incita a una sesuda reflexión enraizada con el poder popular, para concluir que no basta con pisar el césped y, menos aún, contentarse con malmenorismos silvestres. Es hora de (volver a) patear el tablero e incendiar la pradera.
Sin renegar del pesimismo de la inteligencia, este libro nos aporta esas imprescindibles llamas de rebeldía que alumbran esperanzas y cocinan a fuego lento ideas insumisas, sentimientos plebeyos y acciones a contracorriente, tan necesarios y urgentes en estos tiempos de desorientación estratégica y perdida de brújulas. Será cuestión de animarnos a ensayar aquí y ahora una democracia de otra clase, que sitúe a la vida misma como punto de partida y centro de gravedad de su andar colectivo. Al fin y al cabo, como dice un poeta, lo político más que una práctica es una intensidad propia de toda práctica.
Valentín Alsina, diciembre de 2023
En este enlace se puede leer el capítulo Tragedia, farsa y verdad Sobre el “pacto democrático” de diciembre de 1983, del libro «Democracia» contra Democracia.
Fuente: https://gramscilatinoamerica.wordpress.com/2023/12/10/la-democracia-que-los-pario/