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La deriva eclesiástica

Fuentes: Rebelión

No entiendo la ideología cuasi-medieval de la Conferencia Episcopal española, que no admite siquiera el diálogo como camino para acabar con la violencia, pese a que el perdón sea un principio fundamental del cristianismo. Con la eliminación rotunda de la posibilidad -por remota que sea- de la esperanza del arrepentimiento, se niega a Jesucristo, como […]

No entiendo la ideología cuasi-medieval de la Conferencia Episcopal española, que no admite siquiera el diálogo como camino para acabar con la violencia, pese a que el perdón sea un principio fundamental del cristianismo. Con la eliminación rotunda de la posibilidad -por remota que sea- de la esperanza del arrepentimiento, se niega a Jesucristo, como ya lo hiciera por tres veces en su tiempo el apóstol Pedro.

No creo en la Iglesia del Vaticano, que no ha suscrito la mayoría de los convenios y protocolos de la ONU contra crímenes a la Humanidad, tortura, y delitos de genocidio o discriminación; mientras atesora riqueza como los mercaderes; recibe con parabienes en sus magnas salas de palacio a los poderosos, y para éstos reserva las primeras filas de sus templos en los días de procesión y boato litúrgico.

No comparto la actitud de una jerarquía eclesiástica que no critica la especulación inmobiliaria que aleja a los jóvenes de su emancipación familiar, y a la que tampoco oigo nunca hablar en contra de la avidez material ni del capitalismo depredador de las grandes empresas, que se enriquecen año a año a costa de la precariedad laboral y los bajos sueldos, y cuyas injustas prácticas están en el origen de la inseguridad y la alienación del ser humano, convertido en un ser manipulable con el único destino de consumir.

No creo en la visión de la realidad de una cúpula católica que roza el fundamentalismo, ciega a la multiplicidad que hoy encierra el concepto de familia, que considera una enfermedad la homosexualidad, que niega intolerante el derecho a la adopción de gays y lesbianas, y que no acepta el uso del preservativo para evitar el contagio de enfermedades de transmisión sexual o los embarazos no deseados; una Iglesia a cuyas manifestaciones van señoras ataviadas con visones, de comunión diaria, que creen en el ojo por ojo y la pena de muerte, y que nunca pondrán la otra mejilla. No entiendo a una jerarquía católica incapaz de ponerse en el lugar del que a sus ojos es un pecador, mientras se entretiene en perseguir a las mujeres que, dueñas de su vida y su destino, toman la difícil decisión de someterse a un aborto.

No entiendo tampoco por qué el Gobierno ha incrementado las aportaciones que los fieles católicos dan a través del IRPF a una Iglesia que no ha interiorizado la separación de poderes y confunde la libertad de expresión con el insulto, entrometiéndose en asuntos que son competencia directa de los poderes ejecutivo y legislativo, y por tanto, de los representantes elegidos por la mayoría de ciudadanos; una Iglesia que canoniza a sus mártires mientras olvida a los miles de víctimas y muertos del Franquismo.

No entiendo que se imparta aún religión en los colegios y no sólo en los lugares de culto, que el laicismo sea todavía la gran asignatura pendiente, y que financiemos con dinero público centros escolares concertados, en los que a los hijos de los emigrantes se les niega su acceso con mil triquiñuelas. No parece lógico que no sean revisados los antidemocráticos acuerdos con la Santa Sede, heredados del franquismo, que perpetúan los privilegios de la Iglesia católica frente al resto de los credos, y que se la financie con 5.000 millones de euros anuales que luego destina a organizar algaradas en la calle- es escaso su auditorio en los templos-, y a financiar medios de comunicación que crispan y alientan la división de España y el odio entre los españoles.

Pero sí creo en la Iglesia que está con los pobres, la Iglesia de la teología de la liberación, la Iglesia de Leonardo Boff, Jon Sobrino y los hermanos Ernesto y Fernando Cardenal; creo en todos los sacerdotes y monjas que en España y en el mundo denuncian la injusticia y ayudan a los que sufren la pobreza, la guerra, la enfermedad, el hambre y la explotación, consagrando sus vidas al ser humano. Creo en todos los que viven en la misericordia, en la fe y en el perdón a sus semejantes, dando ejemplo diario del compromiso de Cristo; en ellos sí que creo, porque ellos sí que creen verdaderamente en la Humanidad.

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