Hasta no hace mucho tiempo desaparecían en ocasiones las cartas; simplemente no llegaban las más esperadas, otras se perdían en su volandero camino a casa o sepultadas en las gavetas, y en cada nueva mudanza abandonábamos algunas de las más queridas, aprendiendo a prescindir de los soportes físicos de los recuerdos. Pero no se conocía […]
Hasta no hace mucho tiempo desaparecían en ocasiones las cartas; simplemente no llegaban las más esperadas, otras se perdían en su volandero camino a casa o sepultadas en las gavetas, y en cada nueva mudanza abandonábamos algunas de las más queridas, aprendiendo a prescindir de los soportes físicos de los recuerdos. Pero no se conocía ningún caso en que los desaparecidos fueran los propios carteros.
En unos meses cambiará la realidad postal en muchas zonas rurales de España, especialmente en Galicia, aunque quizás también en algunos entornos de Canarias. El Ministerio de Fomento, en avanzadilla de la futura liberalización de los servicios de correos en Europa, eliminará a los carteros que hoy recorren las pistas rurales, llevando malas y buenas noticias -muchas veces prosaicos extractos y facturas- a los habitantes aislados de aldeas y pueblos. Los carteros rurales, que alegrean con su compañía los largos días de invierno de muchos solitarios, se convertirán en una estampa más para el recuerdo que recrearemos nostálgicos con películas como «El cartero y Pablo Neruda», en un canto antiguo a la poesía y a la amistad.
Más de cuatrocientos carteros dejarán de llamar a la puerta de las casas ubicadas en entornos diseminados y a más de 250 metros de una carretera principal (a ver cómo se aplica este criterio). Los moradores de estas viviendas -sólo en Galicia, medio millón de personas- tendrán que recoger su correspondencia en un buzón comunitario que se situará en algún punto previamente acordado con los ayuntamientos y las asociaciones vecinales; un buzón que no podrá en ningún caso ofrecer las condiciones de seguridad y privacidad suficientes para recibir correspondencia bancaria, por ejemplo. La calidad del servicio desaparecerá con los carteros.
El Decreto de Fomento establece que Correos suspenda la entrega de cartas a domicilio en zonas con baja densidad de habitantes o viviendas aisladas, lo que acelerará la tendencia al despoblamiento de los campos, bajo un manido argumento: se trata de servicios públicos no rentables; el baremo de la «rentabilidad económica» como rey y señor de todo lo que crece sobre la Tierra; la primacía absoluta de los beneficios en la cuenta de explotación, una vez desechados por obsoletos los criterios de servicio público, y los objetivos de mejora de la calidad de vida y el bienestar de los ciudadanos. Avanzamos, sí, pero hacia atrás como los cangrejos, retornando a un tiempo primitivo en que los habitantes de los sitios aislados tenían que desplazarse al centro del pueblo a recoger sus cartas.
De trasfondo, la liberalización total de los servicios postales en Europa; una liberalización que comenzó hace diez años y se hará efectiva en su totalidad en el año 2011, aunque once Estados se acogerán a una moratoria para retrasar la apertura del sector en dos años. El Gobierno español está encantado con la normativa, aunque estas medidas puedan afectar a más de 60.000 trabajadores y a la calidad del servicio; España siempre rápida a la hora de adaptarse a lo peor de la Unión Europea; pero mucho más lenta -casi paralizada- cuando se trata de equipararse en gasto social.
Los operadores privados se harán cargo muy pronto de las zonas urbanas más pobladas, que son las más rentables, dejando al sector público las deficitarias, que se atenderán cada día en peores condiciones. Poco a poco se eliminarán puestos de trabajo -como los de los carteros rurales-, o bien se cubrirán con subcontrataciones, empleo precario y bajos sueldos, perjudicando a usuarios y a trabajadores. El proceso destructivo de siempre.
En este afán liberalizador y privatizador, casi todos los partidos se parecen bastante. Manuel Pizarro (PP) lo reconoció el otro día: «la economía la dirigen los mercados y no los gobiernos», y se quedó satisfecho. Y tiene razón en este diagnóstico sobre la imparable pérdida de soberanía de los Estados frente al poder económico, pero debió precisar más -llamarlo mercado recuerda a la «mano invisible» de Adam Smith-, porque en realidad son las empresas las que dirigen la economía, las mismas que necesitan ávidas la desmantelación de todo lo público para tener nuevos espacios donde seguir creciendo indefinidamente. La carrera del desgobierno apenas acaba de comenzar.