Dentro del debate sobre los aspectos que constituyen el paradigma del Buen Vivir, se encuentra como tema central el de la dignidad. Sin embargo existen algunas consideraciones que debieran estar presentes al momento de definir el lugar que ocupa el término y sus implicaciones éticas y políticas. Por un lado, que el Buen Vivir pueda […]
Dentro del debate sobre los aspectos que constituyen el paradigma del Buen Vivir, se encuentra como tema central el de la dignidad. Sin embargo existen algunas consideraciones que debieran estar presentes al momento de definir el lugar que ocupa el término y sus implicaciones éticas y políticas.
Por un lado, que el Buen Vivir pueda ser pensado, supone la existencia teórica de las condiciones que permiten imaginar una dignidad que cuestiona la realidad que no cumple con sus demandas. La dignidad entonces sería una idea moral que determinaría el aspecto formal del Buen Vivir en términos de su aplicación práctica. No interesaría saber mucho el lugar dónde surge el concepto de la dignidad, sino su concreción efectiva, como una suerte de realización evidente que la promesa de la modernidad no pudo cumplir. El concepto de Buen Vivir, tendría una raíz plenamente moderna, heredera de aquella corriente utópica que señala a la libertad como la realización histórica de la dignidad.
Por otro lado, la dignidad como resultado del Buen Vivir, interpelaría las ideas de dignidad concebidas bajo el ideario moderno cuya irresolución efectiva formaría parte de problemas cognitivos y de supuestos teóricos erróneos. El amor-a-sí-mismo, centro primero de la forma individualista de funcionamiento de la economía política clásica y origen de un círculo vicioso que propone a la dignidad individual como sustento ético de la propiedad privada, la competencia, la acumulación, el desequilibrio, la iniquidad y finalmente la negación práctica de la libertad, debiera ser intercambiada por un nuevo concepto de dignidad que no se asiente en las coyunturas individualistas, sino en las estructuras colectivas. El amor-a-sí-mismo, sin ser trocado por las fábulas pseudo-socialistas que anulan cualquier valoración individual, se convertiría en el subproducto de un concepto históricamente superior al del amor-a-sí-mismo, el de la solidaridad.
Mirado con detenimiento el concepto de la solidaridad es el que permite el surgimiento mismo de la vida. El amor-a-si-mismo no podría garantizar la vigencia de la vida que requiere la existencia de un otro con el cual compartir el proceso de realización de la vida. La solidaridad explicaría el proceso fundamental de organización colectiva sin anular el amor-a-sí-mismo, sino más bien resemantizando su significado, no ya como esa especie de abstracción del sujeto del medio (físico y social) en el cual existe, sino como común-unidad con aquello que es fundamento de vida. Adicionalmente, la solidaridad sería una mediación fundamental que da sentido al espacio físico, a la territorialidad como lugar activo de estructuración afectiva y simbólica de la vida y en ese sentido la solidaridad se proyectaría más allá del mero centro antropológico para extenderse hacia horizontes plurales, de armonía y respeto con aquello que permite la vida.
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