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«La economía y la política del reparto»

Fuentes: Rebelión

Cualquier economía -con minúscula-, por elemental que esta sea y si se mantiene dentro de la racionalidad en sus actuaciones, tal y como se la exige por principio, parte de un postulado básico que podría resumirse en no gastar más de lo que se tiene . Aunque en algunos casos, excepcionalmente y desde previsiones realistas, […]

Cualquier economía -con minúscula-, por elemental que esta sea y si se mantiene dentro de la racionalidad en sus actuaciones, tal y como se la exige por principio, parte de un postulado básico que podría resumirse en no gastar más de lo que se tiene . Aunque en algunos casos, excepcionalmente y desde previsiones realistas, pudiera extenderse a comprometer por adelantado lo que se puede tener. Toda actuación sin tenerse en cuenta el realismo que exige la economía sensata suele topar, si la fortuna no acompaña, con lo que sucedió a la lechera del cuento . Sin embargo, esto es lo que se dice y a veces lo que se piensa, pero en el terreno real se asiste permanentemente a la práctica de economías ilusorias . El reparto distribuir la recaudación estatal siguiendo criterios políticos- es el soporte de lo que en términos propagandísticos ha venido a llamarse políticas sociales . Aquel viene a dar una idea del grado de realismo de la actuación política o del nivel propagandístico al que se acoge, determinado en función del alcance de uno u otro, o sea, según que los afectados sean todos, que son los que contribuyen, o solamente algunos de sus ciudadanos, que posiblemente no contribuyan.

Actualmente la clase política de las democracias avanzadas cuando accede al ejercicio del poder tiene el negocio cada vez más complicado. Lo primero es que la estructura rígida del Estado impide llegar a gobernar utilizando los atajos. El Derecho establece los carriles por donde se tiene que circular. Luego está la democracia representativa electoralista, pero no supone un gran obstáculo, porque el voto siempre se puede manejar con ayuda de los artilugios modernos. Lo peor es que debe atender a las demandas de los representantes del Estado profundo y hay que respetar obligadamente los intereses de las empresas capitalistas. Así las cosas, queda muy poco espacio para moverse y la propaganda es el último recurso, es decir, presentar ante el electorado como que se hace algo cuando, salvo cobrar la nómina, no se hace nada o alguna promesa adicional para entretener a las masas.

Por necesidades electorales, suele ser en el terreno de la ficción donde se mueve la política llamada progresista e incluso, por la misma cuestión de fondo, la política conservadora, al sentirse ambas obligadas a vender la mercancía electoral propia de cada tendencia política. La cuestión es que para cumplir con el populismo dominante hay que ofrecer ilusiones al pueblo . Quizás desde este punto habría que replantear la profesión política y encomendarla a la economía realista , es decir, la que parte de evidencias numéricas de tipo convencional, por ejemplo, como que dos y dos son cuatro , si se opera en base diez.

Hoy el terreno de la práctica política suele ser un coto privado para disfrutar de la caza entre amiguetes, en el que lo lúdico se festeja con frecuentes disparos al aire para que suene el ruido pero no hiera a nadie -si acaso la víctima puede ser un inocente pajarillo que volaba en aquel momento por el lugar cavilando con sus cosas-. Por lo escarpado del terreno, aprovechan para echarse la zancadilla, incluso se empujan para ver si se caen. Son envidias naturales entre compañeros de profesión, pero en el fondo hay buen entendimiento. El debate, que puede ser agresivo en la forma para cubrir el expediente, no lo es tanto porque la sangre nunca llega al río, ya que en el fondo está el dichohoy por ti y mañana por mi. Las discusiones entre colegas, dirigidas a llamar la atención del auditorio, giran en torno a que uno podía hacer las cosas mejor que el otro, alquítate tu que me pongo yo y verás que bien lo hago, pero resulta que solo podrá hacer lo mismo.

Quitando el ruido de la pólvora, las zancadillas y el reparto, queda poca cosa por hacer a los políticos. En el fondo es el poder del capitalismo el que no les deja gran cosa para que decidan, porque ha sabido atarles a la nueva forma de hacer la política, conforme se decía, sujetando las instituciones al Derecho, al Estado y a la democracia del voto. En cuanto a los afectados por el reparto, las masas de consumidores también están sujetas, en este caso a la democracia representativa, puesto que son libres para elegir, pero no para decidir. Con votar de cuando en cuando, haciendo uso de la libertad dirigida por las trampas que permiten de las nuevas tecnologías, la cosa de lo político ya está arreglada, simplemente jugando todos al populismo, diciendo que el pueblo es soberano -aunque no lo sea ni por asomo- para ver quien compra más votos. En definitiva está claro que en este panorama debe de haber un elemento vertebrador más allá de los vaivenes electorales, por lo que hay que hablar de esa elite del poder camuflada entre las formas directoras de la marcha del capitalismo global, que se representa localmente en el Estado profundo. Quien realmente lleva las riendas de los gobiernos -y se está viendo a diario en cualquier parte de la comunidad global- son las grandes empresas, como piezas de la gran máquina capitalista destinada a vender bienestar como clave del poder.

Reducido el marco de actuación de la política, ha pasado a definirse como un juego – en el que se gana o se pierde- cuya finalidad es el  reparto discrecional, y sus profesionales, generalmente con escasos conocimientos de economía -aunque para suplirlos ahí están los verdaderos profesionales de la macroeconomía para asesorarles- se ofertan como repartidores del dinero público, quitando de aquí para poner allá, buscando que si no son todos, la mayoría de sus votantes quede satisfecha. Cada grupo político reparte conforme cree interesa a sus fieles para no perder votos. En cuanto a los infieles, mira para otro lado y sigue adelante con su política a la que llama social.

A la política le interesa el reparto porque se trata de vender bienestar a la gente -lo que convence a todos-, y la tarea del populismo dominante es publicitar quien ofrece másbienestar para llevarse los votos que garantizan la permanencia en el coto privado del grupo patrocinador. El reparto se realiza a través de las que ahora se llaman políticas sociales en el ámbito económico, que consisten en dar dinero y poner remiendos, tratando de favorecer a un grupo de personas para que disfrute de una especie de limosna -que no resuelve en absoluto su precaria situación- con cargo a todos los demás, pero dejando poco más o menos las cosas como estaban. En definitiva suele tratarse de paños calientes, fórmulas del populismo gobernante -ya sea de p opulismos de derecha, izquierda y centro, porque todo el espectro político cabe en el populismo- para que se diga que hace algo e incorporarlo a su currículum electoral. En resumidas cuentas, propaganda, pura y dura propaganda.

Aunque el verdadero reparto venga hecho previamente a nivel global por el capitalismo a través del mercado, los populistas insisten en darse protagonismo en una tarea que ya está tasada y que consiste en decir que como hay tanto, veamos la forma de gastar eso y algo más, porque lo que interesa es gastar, ya que si no es así el consumo se resiente. El populismo moderado, que pretende estar de actualidad, se presenta como reflexivo ante el auditorio y dice hay que gastar conforme a lo que tenemos. Mientras que el populismo radical, sostenido en ideologías obsoletas que parten de principios utópicos decimonónicos, proponen gastar más de lo que se tiene. A la gente que le seduce el despilfarro la propuesta les convence, pero luego se lamentan cuando el barco se hunde por efecto del gran tsunami de la crisis de turno, y es entonces cuando se piden responsabilidades. Esta es la hora de las lamentaciones. Otra irresponsabilidad, en este caso de las masas, porque no existen responsabilidades efectivas en el ejercicio político por los desatinos de moda en cada momento, puesto que casi siempre resulta posible justificar el despilfarro.

Primero, la realidad económica viene a hacer una llamada de atención a las políticas sociales, sean del signo político que sean, para bajarlas de la nubes, poner el asunto a pie de tierra y dejarse de ideologías anticuadas que ya no tienen sentido en el mundo actual. En cuanto a los votos agradecidos, no hay que olvidar que son inestables y desaparecen cuando descubren que muchas de las políticas sociales no resuelven los graves problemas económicos de fondo, especial los de la pobreza, puesto que el que se declaraba pobre antes de beneficiarse de la política, por lo general, lo sigue siendo después de aplicar la política. Las políticas sociales vienen a facturarse como progreso para la sociedad afectada, pero en realidad son modas para promover las ventas de las empresas capitalistas y animar el mercadeo de los votos políticos. La igualdad no se construye a golpe de decreto ni desde la propaganda ni dando limosnas ni promoviendo falsos conceptos de solidaridad para que los verdaderos obligados escurran el bulto desplazándolo a la ciudadanía. En estas condiciones, la mejor política social sería no hacerla, porque, además de no resolver los problemas, es antieconómica y, en ocasiones, acaba generando desequilibrios sociales. Pero resulta que cuando fracasa una política, las consecuencias no las pagan los promotores, sino los contribuyentes, motivo por el que los políticos siguen con sus experimentos. En las contadas ocasiones en las que tienen éxito, suelen ser un producto importado, pero la medalla se la ponen los gobernantes.

Esta situación, en la que la racionalidad brilla por su ausencia y se impone en su lugar la simple apariencia, apunta en la dirección de que hay que abrir paso a los buenos administradores, es decir, los que actúan en el marco de la realidad -tanto tengo, tanto gasto-. El reparto no pude sostenerse en modas del momento, falsa protección de derechos y libertades para fomentar el clientelismo político o en simples ocurrencias del gobernante de turno, sino en realidades económicas. Hay que aparcar las políticas sociales -que en el fondo no tienen nada de sociales- arropadas en el mito de la solidaridad, dedicadas a favorecer a unos pocos con cargo a todos, que además suelen ser simples parches para ir tirando, y en su lugar aportar soluciones imaginativas que permitan resolver los auténticos problemas de una determinada sociedad. Pero tal vez la propuesta sería arriesgada de seguir en las democracias representativas en las que el voto de los electores tienen cierto peso específico. Por lo que resultará menos comprometido atenerse al dictamen de los entendidos, considerando que es mucho mejor seguir ofertando al electorado cuentos infantiles.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.