Traducido para Rebelión por Silvia Arana
Era el año 1949. Mi madre -conocida en las columnas periodísticas de la época como «la joven caricaturista de New York»- hacía bocetos teatrales por contrato para revistas y periódicos, incluyendo el Brooklyn Eagle. Este diario, que entonces tenía más de un siglo de existencia, solo duró unos pocos años más. El poeta Walt Whitman había sido su editor de 1846 a 1848. En años posteriores, a mi madre le encantaba contar una anécdota sobre el editor del Eagle -de la época en que ella trabajaba allí. Cuando este supo que yo iba al jardín de infantes Walt Whitman, dijo en el clásico estilo inmortalizado en películas como His Girl Friday: «¿Todavía se usa el nombre del viejo bastardo para llamar a las cosas?».
En mi niñez, la ciudad de New York estaba llena de periódicos. Entre ellos figuraban el Daily News, el Daily Mirror, el Herald Tribune, el Wall Street Journal… quizás había nueve o 10 periódicos importantes por día en los quioscos y, aunque esto pueda ser visto como la edad de oro del periodismo, es bueno recordar que varios de ellos ya eran en ese momento amalgamas. El Journal-American, por ejemplo, había sido antes el Evening Journal y el American; de la misma manera que el World-Telegram & Sun era la conjunción de tres diarios: el World, el Evening Telegram y el Sun. En mi casa recibíamos el New York Times (que para mi desilusión carecía de historietas), el New York Post (que entonces no era de derecha sino liberal, con las caricaturas políticas de Pogo y Herblock) y, a veces, el Journal-American (Believe It or Not y The Phantom).
Luego, estaban las revistas: en mi casa, Life, Saturday Evening Post, Look y el New Yorker -mi madre también trabajaba para algunas de ellas- y quién sabe qué otra cosa en esa acumulación de papel. Era un universo de papel impreso, el cambio y la competencia al más alto nivel flotaban en el aire. Después de todo, la pantalla (televisiva) estaba entrando de manera avasallante en los hogares norteamericanos. La mía llegó en 1953 cuando el Post le asignó a mi madre la tarea de hacer los bocetos de las audiencias del proceso «Army-McCarthy», las cuales -algo nuevo bajo el sol- iban a ser televisadas en vivo por ABC.
Pero, al menos en mi ciudad, parecía existir una edad de oro para las noticias impresas, incluso para el periodismo. Algunos podrían decir que ese rótulo está reservado para la era de las rupturas, la década de los sesenta, el momento en que surgió el Nuevo Periodismo, cuando una prensa alternativa irrumpió en la escena, y por un momento breve a fines de los sesenta y principios de los setenta, el viejo periodismo se enfocó en revelar masacres, reportando lo peor de la guerra librada por EE.UU., develando los escándalos de Washington y causando la caída de un presidente. Mientras tanto, revistas como Esquire y Harper’s se especializaron en una suerte de rebeldía fastidiosa y escritura con mucho estilo, que un día se convertiría en la marca distintiva del mundo online y de la era del internet. (Todavía recuerdo la conmoción que sentí al leer la nota de Tom Wolfe «The Kandy-Kolored Tangerine-Flake Streamline Baby» sobre el mundo de los autos «personalizados» por sus dueños. Hizo bramar los motores con su escritura deslumbrante.)
Sin embargo, tuvo que llegar el siglo veintiuno para cambiar drásticamente el mundo periodístico de los cincuenta y llevarlo al basurero de la historia. Me refiero a los años en que redujeron la pantalla, y la pusieron, primero en tu escritorio; luego en tus manos y posteriormente en tu bolsillo, y en un día no muy lejano, la pondrán en tus lentes -una pantalla hecha de tal forma que te conecte con todas y cada una de las personas del planeta y ellos -ya sea como amigos, enemigos, curiosos, voyeurs, vendedores o compradores corporativos o espías de la NSA. Solo entonces se hizo evidente que, a lo largo de la era de la imprenta, en todos estos años de imprimir periódicos y de canillitas y de quioscos de venta de diarios, desde Walt Whitman hasta Woodward y Bernstein, el periódico había recibido un nombre erróneo. [Nota de la traductora: La palabra en inglés para «periódico», es newspaper, que significa literalmente «papel de noticias».]
El amor propio de los periodistas impidió una evaluación clara de qué era exactamente un periódico. Solo entonces [en el siglo XXI] fue completamente evidente que desde el principio, debería haberse llamado «adpaper» (papel de anuncios). Cuando la corporación y sus «Mad Men» [N. de la T.: referencia a la serie televisiva sobre las agencias de publicidad en la década de los cincuenta y sesenta en EE.UU.] que trabajaban en ellos espiaron en internet y vieron cuan conveniente era agrupar audiencias y lo que se podía aprender de sus vidas, preferencias y hábitos íntimos de compra, sobre las maneras de que se puede escudriñar datos demográficos para identificar clientes potenciales detrás de la pantalla omnipresente, los anuncios comenzaron a huir de los medios impresos hacia el mundo online. Fue entonces, por supuesto, que los periódicos (al igual que las revistas) quedaron con redacciones reducidas, extenuadas de trabajo, con fondos que se evaporaban, y las noticias sin anuncios empezaron a reducirse y en algunos casos, a colapsar (lo que no habría sucedido si las noticias hubieran huido).
New York todavía tiene cuatro diarios (el Post de Murdoch, el Daily News, el New York Times y el Wall Street Journal). Sin embargo, en años recientes, muchas ciudades con dos periódicos, como Denver y Seattle, pasaron a tener un único y debilitado diario, cuando expiraron el Rocky Mountain News y el Seattle Post-Intelligencer (o pasaron a tener una vida exclusivamente digital). Mientras tanto, el Detroit News y el Detroit Free Press cambiaron a una edición impresa de tres días a la semana al igual que el Times Picayune de Nueva Orleáns (antes de retornar a cuatro días a la semana como Picayune y tres días a la semana en el formato de tabloide en 2013). El Christian Science Monitor dejó de publicar un ejemplar semanal. Y así muchos otros. En esos años, los anuncios en los periódicos recibieron un fuerte golpe, la circulación bajó, a veces estrepitosamente, y las bancarrotas estuvieron a la orden del día.
Las secciones con menor auto-financiamiento, como las reseñas de libros, simplemente se evaporaron y en el diario de importancia donde quedó la reseña de libros, el New York Times, fue de forma reducida. Las revistas dominicales se achicaron. Algunos multimillonarios comenzaron a comprar periódicos a precio de remate, como por capricho. Se recortaron drásticamente los puestos de trabajo en las redacciones (al igual que en los noticieros televisivos, por ejemplo, el programa Nightly News with Brian Williams de NBC, en el que a menudo uno tiene la impresión de que el respetable Richard Engel, con el título de jefe de corresponsales en el extranjero es el único «corresponsal en el extranjero» que sigue en el trabajo, y que está continuamente viajando de un sitio en conflicto a otro a través del mundo).
No existe la menor duda de que si eres un reportero establecido de una cierta edad o cualquier otra persona que trabaje en una sala de redacción, podías constatar que esta es la «edad de aluminio» del periodismo. Tu trabajo podría estar en riesgo, probablemente igual que tu pensión. En esos años, impactados por lo que les estaba sucediendo, la administración de los periódicos se quedó paralizada, como el proverbial venado ante las luces enceguecedoras, cuando el barullo del internet los apabulló, convirtiendo sus páginas de opinión en las hermanas no queridas del mundo de la lectura. Luego, en la carrera ciega para salvar lo que sea posible salvar, recapturar los anuncios, o buscar cualquier otro camino hacia un nuevo modelo que de ganancias, desde la publicidad digital (decepcionante) hasta pagar por «paredes» (con resultados mixtos), los periódicos lanzaron ediciones online. En el proceso, duplicaron el trabajo de los periodistas y editores que quedaron, que ahora tenían que producir el viejo y el nuevo periódico.
El peor de los tiempos… el mejor de los tiempos
De muchas maneras, ha sido y sigue siendo una triste, e incluso horrorosa, crónica de una pérdida. (Algo similar con lo que ocurre con el libro impreso, cuya única ventaja fue la de carecer de publicidad que se fuera de ellos, pero sufrió de igual manera – expulsado de los periódicos como un producto que no da ganancias y sumido en estado de inconciencia por un bombardeo de nuevas opciones de lectura y entretenimiento. Y digo esto como alguien que ha pasado la mayor parte de su vida como editor de libros impresos.) Los lamentos y el duelo sobre la caída del periodismo en los medios impresos duraron años. Es una situación que representa -dependiendo de quién cuenta la historia- el fin de una era, la caída de todos los estándares o la pérdida del espíritu cívico y de una suerte de reportaje investigativo que podría encauzar hacia un comportamiento honesto a más políticos y ejecutivos de corporaciones, y etcétera, etcétera.
Debemos admitir que los pecados del internet son numerosos y bien conocidos: los programas masivos de vigilancia gubernamental; la vigilancia corporativa; la pérdida de privacidad; los fraudes y trolls; las teorías conspiracionistas; los hombres furiosos y los personajes raros a los que les otorga un momento de fama aparentemente interminable; y la manera, entre otras cosas, que tiende a reforzar con un «like» («me gusta») una cadena de opinión. Sí, sí, es cierto, es terrible, te destruye los nervios.
Como editor de TomDispatch.com, he pasado la última década sumergido en ese mundo, a menudo con gente cuya edad era la mitad de la mía e incluso más jóvenes. No uso Twitter. No tengo un Kindle ni ningún otro equivalente. Ni siquiera tengo un teléfono inteligente ni un tablet ni nada por el estilo. Cuando algo, cualquier cosa, no funciona bien en mi computadora me siento como un condenado en un universo foráneo, extrañando la última máquina que entendí (una máquina de escribir), y a merced de la ayuda de mi hija.
Me he sentido abrumado, especialmente en el punto crucial de los años de Bush, con los mensajes electrónicos enviados en cadena -a veces, cientos de ellos- con tono amenazante. He recibido muchas amenazas. He recibido e-mails «críticos» (abusivos), descargas de ira que impactarían a cualquier persona, porque el internet, según mi experiencia, hace que la gente pierda las inhibiciones, elimina tabúes y estimula un sentido de anonimato, características que hubieran sido imposibles en el viejo mundo de la palabra impresa, cartas o reuniones en persona. He visto muchas cosas perturbadoras. Bueno, se podría pensar que dada mi edad, mi experiencia y mi vida actual, yo podría extrañar y sufrir por todo lo que hemos perdido.
Pero, sin embargo, debo admitir que tengo otra percepción, a un nivel puramente personal, por sobretodo lo que he mencionado arriba. Creo que nunca hubo un momento experimental como este, en términos de periodismo, de expresión, de reportaje de calidad y de escritura excelente, de un amplio rango de noticias, opiniones, perspectivas y puntos de vista sobre lugares, mundos y fenómenos que no hubiera conocido de otra manera. Estoy deslumbrado. A pesar de todo, a pesar de las intenciones malignas que usan el internet, yo lo considero una maravilla de nuestra era. Sí, quizás sea la era infernal para los reporteros (y editores) tradicionales que trabajan doble jornada, en las ediciones online e impresa, para los periódicos que están tambaleando, pero para los lectores, ¿puede existir alguna duda de que es ahora -y no en las décadas de 1840 ni 1930 ni 1960- la edad de oro del periodismo?
Lo podemos visualizar como el hermano mellizo positivo de la vigilancia de la NSA. Así como la NSA puede llegar hasta todos, así también de una manera diferente tú también puedes hacerlo. Esto significa, que si tienes un sitio web, cualquiera podría, al menos teóricamente, hallarte y leer tus noticias. (Y en mi propia experiencia, a menudo me siento maravillado de quienes pueden hacerlo y lo hacen!) Y tú, lector, tienes acceso a una cantidad de textos del más alto nivel de todo el planeta. Puedes leer escritos de todo el mundo casi sin límites, seguir a tus escritores favoritos hasta el último rincón de la Tierra.
El problema de este momento no es demasiado pequeño. No es un mundo en colapso. Es demasiado grande. Estos días, de una manera previamente imposible de imaginar, es posible ahogarse en artículos y reportajes con ideas estimulantes y clarificadoras. De hecho, te desafío a que en 2014, cualquiera sea tu tópico de interés y tu nivel de experiencia, sigas trabajando en ello.
El auge de los lectores
En la «edad de oro del periodismo», esto es lo que hacía: En los sesenta y principios de los setenta, leía el New York Times (como lo sigo haciendo con la edición impresa a diario), varias revistas desde el New Yorker y Ramparts hasta periódicos «underground» como el Great Speckled Bird cuando lo hallaba a mano, y el I. F. Stone’s Weekly (al que tenía una suscripción), al igual que Hard Times de James Ridgeway y Andrew Kipkind y otros más. También tenía una suscripción a una publicación semanal que incluía lo mejor del Guardian, el Washington Post y Le Monde. Eso cubría un amplio rango.
Pero los límites de esa época de «oro» no podrían ser más obvios en la actualidad. Hoy, después de todo, si quisiera podría leer cada palabra del Guardian, el Washington Post y Le Monde (aunque mi francés sea muy endeble para hacerlo). Y esto podría hacerlo cada día, y esto a su vez, es nada.
Se trata de todo lo que existe a tu alcance. La mayoría de los diarios y revistas del mundo, publicaciones especializadas, propaganda, boletines del Pentágono, blogs con opiniones radicales, sitios web especializados, sitios web personales de expertos, sitios web para todas las áreas, desde historia, teología, filosofía, hasta tecnología y literatura, y también sobre periodismo. Puedes leer toda la prensa de EE.UU. y del mundo. […]
Podrías, esencialmente, armar tu propio periódico (o revista) una vez o dos, tres, seis veces al día. O -una ventaja particular en este océano de palabras- puedes dejarle esta tarea a un nuevo grupo de gente que tiene una capacidad especial para recolectar información valiosa y una fascinante perspectiva editorial. Hablo de equipos -que yo llamo «sitios insurreccionales» -por la profusión de titulares que exhiben como Antiwar.com (donde no pasa desapercibido ningún artículo que merezca ser leído sobre algún conflicto) o Real Clear Politics (sobre noticias internacionales, tecnología, energía, etc., etc., etc.). Es posible subscribirse a un casi ilimitado abanico de boletines en internet enfocados en tópicos específicos, como el «resumen de la mañana», que recibo diariamente con recomendaciones de notas sobre la guerra cibernética, el terrorismo o la vigilancia de sitios como el Center on National Security at Fordham Law School. Y para qué hablar de la versión online de tu revista favorita o de revistas online como Salon.com, o los innumerables sitios web que leo con frecuencia como Truthout, Alternet, Commondreams y Truthdig.
De hecho, nunca hubo un momento como este en lo que respecta al periodismo y al reportaje mundial. Punto. Por primera vez en la historia, tú y yo tenemos la posición de editor de un periódico. Hemos dejado de ser lectores pasivos sujetos a la idea de otra persona sobre cómo reportar o cómo organizar una publicicación y sus numerosas partes. En un grado u otro, según el tiempo, la curiosidad o la energía que cada uno tenga, todos tenemos la oportunidad de moldear, reimaginar y entender el mundo desde nuevas perspectivas.
Sí, es un universo periodístico infernal, una verdadera pesadilla; y sin embargo, es también un mundo experimental, algo emocionante, inesperadamente nuevo bajo el sol. Para el lector, ha surgido una nueva Era de la Palabra, que es extrañamente democrática e igualitaria. Es caótica; es demasiado; y no nos equivoquemos, también es una mezcla inestable que podría transformarse en quién sabe qué. Pero, quizás algún día, a pesar de sus horrores y fallos, será recordada, al menos por un breve momento histórico, como la edad de oro del lector, una época en que todas las palabras que pudieras necesitar estaban disponibles gratis para armar tus propias lecturas. Tenlo en cuenta. No lo olvides.
Tom Engelhardt, es co-fundador de American Empire Project y autor de The United States of Fear al igual que de The End of Victory Culture , una historia de la Guerra Fría; dirige el blog del Instituto de The Nation, TomDispatch.com . Terminator Planet: The First History of Drone Warfare, 2001-2050 se titula su último libro, escrito con Nick Turse.
Copyright 2014 Tom Engelhardt