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La educación sentimental

Fuentes: IPS

Hoy los golpes vienen desde la calle del fondo. Ayer llegaban de la casa del lado y el fin de semana fue desde algún punto indeterminable de la esquina. Desde hace dos años mi barrio, como casi todos los barrios de La Habana y de buena parte del mundo hispano, viven con la pauta rítmica […]

Hoy los golpes vienen desde la calle del fondo. Ayer llegaban de la casa del lado y el fin de semana fue desde algún punto indeterminable de la esquina. Desde hace dos años mi barrio, como casi todos los barrios de La Habana y de buena parte del mundo hispano, viven con la pauta rítmica de esos golpes y con unas voces que en ocasiones se escuchan, otras no, y de las que he podido entresacar que hablan de una pobre diabla, que clamaba por un hombre que no vale un centavo, o de otra, para nada pobre diabla, a la que le encanta la gasolina y hay que darle más gasolina. Se trata, de más está decirlo, de la fiebre del reggeatón, que muchos pensamos efímera, como tantas otras furias juveniles y adolescentarias, pero que esta vez ha demostrado una temible capacidad de resistencia.

Desde que comenzó esta invasión del espacio sonoro he tratado de imponerme a mis gustos ya asentados, a mis años y mis prejuicios, de abrirme mentalmente a las exigencias de la evolución social y al entendimiento del espíritu iconoclasta y rebelde que debe de caracterizar a los jóvenes, sobre todo cuando su iconoclastia y rebeldía tiene pocos márgenes para manifestarse. He hecho mi mayor esfuerzo por no resultar retrógrado y por obligarme a entender que el reggeatón es una expresión de los modos de pensar de los jóvenes de hoy, hijos de una globalización en la que no tiene demasiado mercado la inteligencia, unos jóvenes que llegaron al mundo sin muchos de los rezagos que debimos matar nosotros y para quienes el sexo ha dejado de ser un tabú y se practica con tanta fruición verbal y coreográfica en un «perreo» reggeatonero como disfrute físico en una cama o en una escalera oscura.

Tengo cincuenta años y soy un «recordador» que vivo de mi memoria y de otras memorias, y cuando tengo el impulso de rechazar el ritmo agresivo del reggeatón, me impongo recordar que treinta y cinco años atrás a mí y a mis contemporáneos se nos crítico y se nos acusó de «penetrados ideológicos del imperialismo» y otras lindezas por el estilo, porque nos gustaba bailar las canciones de Los Beatles, los Rollings, Led Zeppelin, y escucharlas incluso, sin saber apenas de que hablaban. A nosotros, en realidad, no nos importaba demasiado de que hablaban, porque sabíamos, eso sí, que se dirigían a nosotros y, sin entender las palabras, captábamos su sentido y repetíamos «all you need is love».

Cada generación ha tenido sus iconos artísticos y pseudoartísticos y a las otras generaciones concomitantes siempre les ha sido difícil aceptar, y más aun entender, ciertas preferencias. Que a un joven de la década de los 50 le haya gustado escuchar a Pedrito Rico cantando «La perrita pequinesa» les puede parecer, a los de mi edad, tan absurdo como constatar que a un joven de hoy le fascine el reggeatonero Don Omar cantando «Gata gángster» (con los tiempos cambian los animales y también sus atributos). Igual le ocurrió a nuestros padres cuando nos oyeron repetir «Fool on the hill» y les ocurre a estos jóvenes de hoy cuando ven que nos estremecemos con «I’ve get you under my skin». Es la lógica del cambio generacional, del relevo de gustos, de las modas epocales.

El reggeatón expresa pues una forma de ver el mundo y como tal hay que aceptarlo, incluso cuando habla de la diabla que se pone en cuatro (ya se sabe para qué) y hasta practica la chupada del pirulí y otras piruetas sexuales. Su simplicidad rítmica (y no se me acuse de estar «fuera de onda», léase una partitura del género, si es que existen) y la bastedad y por momentos sordidez de sus textos (tampoco se me puede catalogar de puritano, solo hay que oír el reggeatón que habla del culito, ¿de la diabla?) es reflejo de la simplicidad, bastedad y sordidez de los días que corren. El reggeatón no surgió de la nada ni se ha impuesto en el gusto masivo de adolescentes y jóvenes por arte de magia, sino que es una emanación de estos tiempos, capaz de ofrecerles algo que ellos necesitan, casi se diría que exigen. Estos son hechos y oponerse a aceptarlos sí es una postura retrógrada.

Lo que me duele del reggeatón y sus letras no es tanto lo que provocan ahora entre sus consumidores, sino y sobre todo lo que dejarán en ellos como sedimento cultural, sensorial, afectivo, como sustancia para la evocación cuando los tiempos de hoy ya sean los de ayer.

Esta certeza me asaltó hace unos días cuando, movido no sé por qué resorte de la nostalgia, coloqué en mi grabadora ese objeto del pasado que es el cassette y mientras hacía los ejercicios que exige mi dolorida espalda, escuché las viejas canciones de Siembra, el resultado milagroso del encuentro entre Rubén Blades y Willie Colón, cuando hicieron el disco que es, según lo calificó un amigo, «el Abbey Road de la salsa». Mientras disfrutaba aquellas letras con las que Rubén nos hablaba de la identidad hispana, de sus sueños y frustraciones, de la tragedia del pobre Pedro Navajas, y Willie le ponía un ritmo pegajoso que todavía no ha perdido su aglutinante, recordé que esa fue la música que bailábamos y cantábamos en los setenta, cuando ya teníamos a los Beatles instalados en la memoria, y cuando para enamorar a mi propia Lucía tenía a la mano la «Lucía» de Serrat y en lugar de decirle pobre diabla le cantaba (es un decir) que no hay nada más bello que lo que nunca he tenido, ni nada más amado, que lo que perdí, perdóname sí. ¡Por Dios, coño!

Entonces, tirado en el suelo y controlando el júbilo de mi espalda, me sentí privilegiado por haber tenido la educación sentimental que me regaló mi tiempo, tan lleno de carencias que en el barrio había una sola grabadora (de cassettes), tan pleno de represiones y censuras gratuitas (primero, los Beatles y compañía, después esos mismos salseros, acusados de «robarse» la música cubana) y de agresiones seudoculturales (como las de José Feliciano y sus canciones carcelarias, entre otros horrores olvidados). Me sentí satisfecho porque en lugar de a Paulo Coelho o Dan Brown, pudimos leer a García Márquez, a Vargas Llosa y a Antonio Machado (por culpa de Serrat), y en vez de fanatizarnos con Shakira o Paulina Rubio, tuvimos el privilegio de oír a Ana Belén y a Tina Turner, cuando cantaba, con Ike, «Proud Mary».

La memoria, ya se sabe, es selectiva, para los buenos y para los malos recuerdos. Pero su alimento es solo uno: la realidad vivida, los placeres y dolores consumidos, las experiencias que nos han tocado. No me queda más remedio, entonces, que sentir un poco de pena por la generación del reggeatón, con acceso a tanta información, incluida la cultural, pero que está creando sus futuras nostalgias con las canciones de Daddy Yankee y Don Omar, con el baile del perreo y los videoclips de Shakira, y que nunca entenderán del todo que el mundo alguna vez se dividió entre los fans de Lennon y los de McCarthy, que un poeta de la generación del 98 español escribió las mejores letras de canciones que jamás escuchamos y que unos locos en Nueva York se impusieron hacer salsa con conciencia para buscar América y lograron que otro loco en Santo Domingo se pusiera a clamar, a ritmo de merengue, para que lloviera café. (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Leonardo Padura Fuentes, escritor y periodista cubano. Sus novelas han sido traducidas a una decena de idiomas y su más reciente obra, La neblina del ayer, ha ganado el Premio Hammett a la mejor novela policial en español del 2005.