La elite del poder no parece ser mito ni leyenda, porque se muestra como una realidad práctica que está ahí, trascendiendo al sentido de lo personal, para dirigir de manera efectiva el destino del mundo desde su sede operativa en el 11 de Wall Street, de la ciudad de New York. En ella no cuentan las personas ni se distinguen dirigentes visibles —acaso iconos para que no se pierda de vista a nivel popular el elitismo— todo funciona al compás marcado por el dinero, como única fuerza del momento, siguiendo la doctrina empresarial fiel a la ideología capitalista. Es un todo en el que no es ninguno, donde subsiste una idea dominante que es la elite para operar de forma coordinada a tenor de la ideología capitalista. A partir de aquí, hay que hablar de sucursales estatales de este centro de poder global, que se limitan a seguir el ritmo marcado por la orquesta de New York. Esta minoría dirigente, no identificada, pero que sí puede concretarse en el empresariado visible —que hoy está y mañana puede no estar— es el resultado del triunfo absoluto de la realidad económica en el plano de la existencia colectiva, que ha puesto a su servicio a la sociedad y a la política.
En el caso de la primera, el mundo respira el aire suministrado por el capitalismo en el gran edificio del mercado, al que toda persona está obligada a asistir en virtud de su condición de consumidor. Es el lugar donde el empresariado implementa necesidades para satisfacerlas con dosis de dinero y creencias utilizando el hechizo de la mercancía dispuesta para generar ilusiones personales. Al final impone la doctrina de que allí se encuentra el paraíso. Buscando en su entramado es posible creer encontrar el bienestar. Incluso, siendo fiel y elevando el consumo a consumismo, se puede comprar sin demasiado esfuerzo esa felicidad mental que ha tentado a la humanidad desde los primeros tiempos. Con tales componentes, la evidencia viene a demostrar que, dada su capacidad de atracción, no es posible vivir fuera del cercado establecido para las masas por el mercado dirigido por la elite capitalista.
Del otro lado, la política simplemente juega a seguir ejerciendo su papel de gobierno para mantener el orden del mercado global. En su función, carente de iniciativa en lo sustancial se limita a seguir la dirección marcada por el mandato del dinero a través de sus respectivas sucursales empresariales y organismos internacionales. Aquí los ciudadanos no asumen otro papel que el de electores para que decidan otros por ellos, pero resulta que sus elegidos no gozan de autonomía, porque están sujetos a lo que determina la elite del poder.
Hablando ahora de algunos detalles de lo que sucede con ocasión de la última pandemia, hay que señalar que la elite del poder se ha despachado a su gusto. Primero, ha alentado el terror generalizado; luego, siguiendo el guión preestablecido, ha instrumentado una crisis económica global, ante la que se ha mostrado indemne. Como es habitual, se ha jugado al despiste. En un principio, aliviando de carga a la Bolsa de New York, dando a entender que un simple virus que mata personas —aunque no a los líderes que ya han sido debidamente inmunizados—a ella de alguna manera también pudiera afectarla. Por simple mimetismo económico global el desplome se ha extendido por el mundo para que los creyentes arrojaran lastre y otros más avispados aprovecharan para recoger el producto. Vistos los resultados obtenidos, se cambió de tercio. Súbitamente, como a toque de clarín, las cosas cambian radicalmente —aunque todo siga igual—. Ahora resulta que ya casi no hay pandemia —al menos así se quiere hacer creer a los países ricos—, se ha aliviado la psicosis de las maldades del virus inteligente y los ciudadanos ya pueden gastar, porque no les va a pasar nada. Es tal el poder que se despliega, que ni los malos datos económicos —aunque se disfracen como mejora del empleo— ni los saqueos —vistos como negocio para algunas empresas — ni el descrédito de los gobernantes —abiertamente protegidos por el mercado del capital— ni las manifestaciones contra el abuso de poder —derivadas por intereses mercantiles en contra del racismo, porque vende más— detienen el proceso bursátil al alza. Nada puede parar la marcha del negocio, porque así lo ha decidido la elite y lo defiende contra viento y marea. Su aparato de transmisión —la Bolsa de New York y el consorcio internacional—, cumple fielmente con lo que se le manda. Por el momento se trata de subir las cotizaciones y aliviar tensiones, porque así lo ordena quien controla el flujo del dinero, dispuesto en todo caso a poner en plena producción la máquina de fabricarlo e inyectarlo en masa. Al final, todo está olvidado, las aguas retornan a su cauce y el negocio continúa adelante. Todas las sucursales del Imperio siguen el mismo camino de retorno a la supuesta normalidad. En el plano empresarial, si unos se van, otros vienen a ocupar su lugar con ambiente innovador. A la elite del poder la destrucción no le afecta, puesto que está diseñada para sortear cualquier tragedia.
Hay que reconocer la originalidad del nuevo método para provocar crisis dirigidas a mantener vigente el valor del poder económico frente a cualquier otro. Los conflictos bélicos ya estaban demasiado vistos y las quiebras sonadas dañaban la imagen del sistema, por contra, lo del virus moderno parece ser económicamente aséptico y útil. En cuanto a sus efectos, de cara a las masas ha desmontado sus intentos de protagonismo. Sin rechistar han asumido que los políticos las encierren en sus casas. Unos, teniendo la oportunidad de ahorrar y, otros, para que subsistan con cargo del presupuesto estatal. Los primeros no son problema en cuanto a su estado provisional de ahorradores porque para aliviarles está el consumismo, al que tras el encierro se dará vía libre, y a los otros les queda disfrutar de la generosidad de las políticas sociales. En ambos casos la factura la pagarán los habituales, mientras que los beneficios reales serán para las empresas capitalistas. Por consiguiente, el riesgo de unas masas con poder económico y político real se ha desvanecido, porque lo que servía de referencia, es decir, la riqueza acumulada, se quedará por el camino de retorno afectada por los efectos la crisis. Como resultado, políticamente las masas van a estar mucho más controladas y económicamente el totalitarismo capitalista irá por buen camino.
Aprovechando la ocasión, los políticos han incrementado su trozo del pastel. Su poder se ha reafirmado, ya no se habla de gobernar, sino abiertamente de mandar. Personalmente el virus les ha tratado bien, porque les ha respetado —probablemente porque en su caso el fabricante ya tenía previstos los remedios—. De otro lado, no temen responsabilidades por su gestión al haber cumplido fielmente los mandatos de sus superiores internacionales; de ahí que no quepan querellas ciudadanas al estar debidamente blindados. Ahora, respondiendo al toque del clarín, se apresuran a reflotar el barco que hace aguas, pero como si ya no le pasara nada. Con el mando fortalecido, las leyes se multiplican y el espacio de los derechos y libertades ciudadanas se ha encogido de tal forma que la canción queda en la letra porque se ha prescindido de la música. Para colaborar en la cadena de transmisión de lo de mandar, resulta que casi mandan todos, mercaderes, servidores públicos, empleados, voluntarios, una mayoría está dispuesta a ordenar a los demás y practicar como policía ciudadana. De esta manera a cada paso alguien viene a decir a las personas comunes lo que tienen que hacer o no hacer. Al final resulta que la libertad individual, eso de tratar de ser uno mismo, ha quedado diluida por efecto de los mandatos y la fuerza de la masa del rebaño.
Queda por hacer una pequeña referencia a los afectados, a los perdedores de la crisis de la pandemia. Como resulta evidente, las víctimas siempre son esas personas anónimas desaparecidas también anónimamente —a las que se cree que basta con rendir homenajes para lavar conciencias, si es que existen— y esas otras que quedan para sufrir las consecuencias. En cuanto a estas últimas, si nos atenemos al aspecto económico, que es el leitmotiv de la crisis generada, cabe distinguir a los pudientes comunes de los desheredados. Los primeros, aquellos que un día se llamó clase media, hoy nutrida de empleados estatales fundamentalmente, tras meses de asueto han acumulado cierto nivel de riqueza que están ansiosos por gastar, y lo van a hacer para satisfacción de las empresas; lo que les quede se lo comerán los impuestos y la inflación. Todo arreglado, porque así se garantiza su dependencia del sistema y la viabilidad del mismo. Respecto a los otros, han sido condenados a ser fieles consumidores dependientes de las ayudas estatales y se ha garantizado su mayor fidelidad al sistema a través de la renta vital y la parte que toca de la economía sumergida. Unos por un lado y otros por otro, cada cual a su manera, se han consolidado políticamente como estómagos agradecidos, dispuestos a votar la continuidad de una democracia representativa que no les representa.
Sin entrar en otros efectos colaterales derivados de la pandemia, los sustancial es que la elite del poder es más fuerte. Esta vez utilizando métodos efectivos que alguien podría calificar de racionales y acaso más civilizados que las guerras o las expropiaciones. El hecho es que dinero como mecanismo de dominación sigue bajo control de la elite del poder económico. La política se ha hecho más sumisa al sistema y ha ganado en protagonismo, solemnidad y capacidad de mando ante los súbditos. En cuanto a las masas, de momento, no rechistan significativamente, pero lo harán. Por otra parte, hay cierto alivio en el peso demográfico para dejar más espacio existencial y la vida continúa con mayores muestras de fidelidad a la doctrina capitalista. En términos generales, parece que se pretende comenzar una nueva era en la que de alguna forma todo va a ser telemático, para mayor negocio de las empresas capitalistas que monopolizan internet. Desde el tratamiento de los datos de cualquier actividad que realice el ser humano habrá un mayor y efectivo control de la ciudadanía por parte de sus respectivos gobernantes económicos y políticos. He aquí un panorama, que se asemeja al totalitarismo, acorde con los tiempos que corren.