En palabras de los profesores Suárez Cortina y La Parra López, autores del libro Anticlericalismo español contemporáneo, a nuestro juicio uno de los mejores estudios sobre la cuestión realizados en España, el anticlericalismo es simplemente la lucha contra el clericalismo, un fenómeno que se desarrolla más en aquellos países donde el predominio y la influencia […]
En palabras de los profesores Suárez Cortina y La Parra López, autores del libro Anticlericalismo español contemporáneo, a nuestro juicio uno de los mejores estudios sobre la cuestión realizados en España, el anticlericalismo es simplemente la lucha contra el clericalismo, un fenómeno que se desarrolla más en aquellos países donde el predominio y la influencia del clero es más significativo en aspectos mundanos de la vida, adquiriendo, también en esos países, connotaciones extremas que han desembocado a veces en episodios violentos. Sin embargo, no es la violencia una característica consustancial al anticlericalismo, todo lo contrario. Normalmente, los anticlericales han sido personas de una enorme formación humanística, incluso cristiana, hasta el punto que en muchos de ellos el gesto anticlerical nacía de un rechazo frontal a la tergiversación y manipulación que la Iglesia católica había hecho de la doctrina cristiana primigenia en beneficio de su jerarquía y de las clases dominantes más retardatarias, aunque la verdadera razón de ser del anticlericalismo hay que inscribirla necesariamente en el proceso de secularización, racionalización y modernización de la sociedad que entre nosotros comienza en el siglo XIX.
Anticlericales españoles ilustres fueron Moratín, Blanco White, Goya, Pérez Galdós, Clarín, Giner de los Ríos, Nicolás Salmerón, Pi y Margall, el Dr. Rico, Antonio Machado, Verdes Montenegro, Eugenio Noel, Blasco Ibáñez, Pío Baroja, Pérez de Ayala, Marcelino Domingo, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Augusto Barcia, Roberto Castrovido, Odón y Demófilo de Buen, Manuel Azaña y, en definitiva, buena parte de los intelectuales españoles de los dos últimos siglos. Pero fue quizá Manuel Azaña, en el célebre discurso parlamentario en defensa del artículo 26 de la Constitución de 1931, quien mejor ha sabido definir las esencias del anticlericalismo español. Fue en aquella alocución cuando Azaña dijo que «España había dejado de ser católica», frase manipulada hasta la extenuación por el franquismo y sus seguidores actuales. Empero, nunca como en aquella ocasión, político alguno tuvo palabras más encomiásticas para la Iglesia católica española, para aquella Iglesia que durante unos siglos se confundió con el propio Estado, con la producción intelectual, con el ser de España, pero que al terciar el siglo XX se había convertido en una auténtica rémora para el progreso social de España, unida e identificada como estaba a los sectores más reaccionarios del país. Se quiso entonces -con mala fortuna, es evidente- aplicar a España las leyes laicistas que estaban en vigor en Francia desde 1905. Se trataba únicamente de que los creyentes sufragasen los gastos de la Iglesia, de que los clérigos se dedicasen exclusivamente a su «oficio» y no a moldear y controlar las mentes de los niños, de que el Estado no otorgase privilegios ni tratos de favor a confesión religiosa de ningún tipo. Nada más.
Hoy, después de cuarenta años de nacional-catolicismo criminal, unas semanas después de que las distintas administraciones se hayan gastado más de cincuenta millones de euros en la visita a España del Jefe del Estado Vaticano, mientras la insignia educativa de Gobiernos autonómicos derechistas como el valenciano, el madrileño, el catalán o el manchego sigue siendo dar miles de millones a los colegios católicos en detrimento de los estatales dentro de un ataque sin precedentes al sistema educativo público que, so escusas económicas insostenibles, pretenden desamortizar a favor de las órdenes religiosas; abrumados por la implicación política de la Iglesia católica española, que sigue unida a las facciones más ultramontanas de la sociedad española y empeñada en la desestabilización política y reaccionaria del país que promueve su partido -el popular- y medios propios y afines como la COPE o El Mundo, que continúa atada a lo mundano tanto como cualquier buscador de fortuna, somos muchos los españoles que nos sentimos anticlericales, que reclamamos el derecho a ser anticlericales, que exigimos al Estado -hace casi un lustro, el 1 de enero de 2007 se cumplió el plazo pactado hace ya años para que la Iglesia se autofinanciase- que suprima el presupuesto destinado al clero, que deje de subvencionar colegios confesionales, racistas y clasistas y dedique ese presupuesto a armar una enseñanza pública de calidad y laica, que, en fin, ya está bien, rompa cualquier tipo de amarras -salvo las diplomáticas- con una institución privada que debe ser sostenida sólo y exclusivamente por sus «socios» pagando por los servicios que de ella reciban.
España, todas las tierras de España, tienen un problema gravísimo con la Iglesia católica. Desde el siglo de las luces, esa institución se ha negado a cualquier tipo de progreso, ha influido en los poderes públicos para expulsar de nuestras universidades a los profesores e investigadores más valiosos, negó la teoría de la evolución y obligó a que todo el país la negara, impidió que Pérez Galdós obtuviese el premio Nobel de literatura, se opuso y se opone a los derechos civiles más esenciales, sobre todo aquellos que afectan a las mujeres, a la condición sexual de las personas y a la igualdad de todos ante la ley, ya que no paga impuesto alguno por el inmenso patrimonio que posee; en su locura por el dominio de las conciencias estuvo en el origen de la guerra civil de 1936 y amparó la terrible represión franquista. Lejos de mostrar arrepentimiento o de haber recapacitado sobre su lugar en el mundo de los vivos, hoy la Iglesia católica española recibe más de un billón de pesetas de las distintas Administraciones y, de acuerdo con su brazo político, pretende hacerse con el monopolio de la educación en España, lo que sin duda sería una catástrofe para un país que debe gran parte de su atraso, de su mala educación, de su amoralidad, de sus corruptelas, de sus chanchullos y de su fatalismo al dominio que sobre las conciencias han ejercido desde la noche de los tiempos quienes obedecen al Papa Santo de Roma y buscan, muy por encima del interés general, el de su empresa.
No hay en estas palabras -enseguida alguien saldrá hablando de odio, de rencor, de guerracivilismo y otras patrañas- la más mínima animadversión hacia la Iglesia romana, todo lo contrario, hay en ellas un anhelo regeneracionista que enlaza directamente con las palabras de los teólogos Jon Sobrino, Miret Magdalena y Hans Küng: La Iglesia católica sólo será ella misma cuando vuelva los ojos al Evangelio y no dependa económicamente más que de sus feligreses; también, como no, el deseo de que el Estado español sea totalmente laico, lo que nunca entrará en contradicción con el hecho de que los españoles puedan ser o creer en lo que quieran o apetezcan.
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