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La espalda del «progreso»

Fuentes: Rebelión

Si uno hiciese una hermenéutica comparada entre el Gulliver de Jonathan Switf y el Robinson Crusoe de Daniel Dafoe , podría caer rápidamente en la cuenta de que en tal comparación late la eterna lucha entre los optimistas irreductibles y los pesimistas disidentes de esa idea tan meliflua y viscosa llamada «progreso». Yo soy de […]

Si uno hiciese una hermenéutica comparada entre el Gulliver de Jonathan Switf y el Robinson Crusoe de Daniel Dafoe , podría caer rápidamente en la cuenta de que en tal comparación late la eterna lucha entre los optimistas irreductibles y los pesimistas disidentes de esa idea tan meliflua y viscosa llamada «progreso». Yo soy de los que opino, acompañando al inefable Gilbert Keith Chesterton, que el ser optimista o pesimista no es nunca un factor a tener en cuenta a la hora de aceptar la insoportable certeza de las verdades que mandan al traste nuestras ingenuas ilusiones. Además, esto del optimismo y del pesimismo es una cuestión que no va más allá de la mera moda; si en su tiempo aquello de la angustia y el pesimismo existencial Sartriano era casi una obligación laica para revolucionarios, hoy día, por lo visto, el pesimismo ha pasado a ser casi un crimen intelectual y hasta cotidiano en un mundo inundado de sonrisas profidén y filosofías de supermercado.

-!Ay, caro amigo!, !tiene usted el deber constitucional de ser feliz!, !y si no lo es, por favor, disimúlelo!.

Por si fuera poco, en nuestro ecosistema cultural se ha llegado también al incomprensible consenso semántico de que el pesimista es un necesariamente un infeliz nato, como si la capacidad de ser o no ser feliz estuviese directamenre relacionada con el ser o no ser pesimista u optimista por la marcha del mundo y nuestras expectativas de futuro. Esta curiosa manía por la felicidad obligada no parece ser un hábito contemporáneo. Supongo que siempre hubo y habrá hombres que no saben diferenciar la línea que separa la verdad del deseo. El siempre genial Brecht se dio también cuenta de la incompatibilidad existente entre eso tan difuso y momentáneo llamado felicidad y el pensamiento crítico:

Ya sé que sólo agrada quien es feliz

es hermoso su rostro / su voz se escucha

con gusto

Pues sí, habría que hacer una especie de génesis histórica del optimista en occidente, y ya puestos, también sería interesante hacer lo mismo con el eterno pesimista. Una vez hecha esta comparativa, podríamos hacer el esfuerzo de ver como soportan sus respectivas teorías la necesaria contrastación con los hechos -y perdonen por ponerme tan científico-. Yo, que no simpatizo mucho con la filosofía de la neutralidad -más bien me causa verdadero asco- opto por dicir que cierto optimismo -tan de moda hoy en día- no es más que una estética de la indiferencia, mientras que el intolerable pesimismo de los que nos negamos a compartir la omnipotente visión economicista y tecnológica del progreso consiste en ese incómodo pero realista compromiso de los que se guardan muy mucho del triunfalismo, abordando la realidad desnuda, sin maquillajes; creo que es precisamente esta actitud la que nos inmuniza contra cualquier tipo de triunfalismo.

El triunfalismo suele apestar casi siempre, sobre todo cuando es consecuencia de una realidad abordada desde un solo prisma, que no es sino la raíz psicológica de las filosofías y los sistemas de pensamiento omnicomprensivos y totalitarios. La tan atávica necesidad de querer que nuestros mapas mentales se correspondan plenamente con la realidad. La tan atávica necesidad de acomodar las verdades a nuestros deseos. En el fondo es una inconsciente huída de la ambiguedad y de la relatividad del punto de vista

Hablemos de realidades : aproximadamente tres cuartos del planeta pensante y sintiente se encuentran en la más honda miseria, y no hablamos sólo de la cuestión pecuniaria, ni de rentas per cápita, ni de indicadores macroeconómicos, no. La periferia de muchas ciudades de la aldea global, alejadas de su centro neurálgico, convertido en imperio del consumo, presentan realidades no muy alejadas de las que Charles Dickens narró en el Londres de su época. La lucha por la vida, los salarios de mera subsistencia, la búsqueda de esperanza en el mercado clandestino de las drogas, la pésima financiación y abandono de los servicios públicos, el aumento de la prostitución marginal y del alcoholismo… y el surgimento de una red global de crimen organizado y narcotráfico -el narco-terrorismo-, son motivos más que suficientes que empujan la huída del tejido industrial hacia zonas catalogadas burocráticamente como «no conflictivas». Así se anula cualquier tipo de esperanza en las periferias, en la llamada espalda del «progreso» liberal-capitalista. Las raíces sociales y económicas del conflicto. Las causas y responsabilidades del surgimiento de cada vez más archipiélagos de miseria, no importan. Allí donde hay miseria y conflicto hay estigma moral. Un estigma que esconde el más pútrido e hipócrita de los clasismos. Ese clasismo que sentencia que los miserables tienen culpa de su miseria.

El complejo entramado global de transnacionales petrolíferas, industria armamentística, empresas de telecomunicaciones y periodismo afín, por supuesto, sólo tiene ojos para los fragmentos de realidad en los que están puestos sus propios intereses financieros. Leyendo recientemente una autobiografía del fotógrafo francés Cartier Bresson dejé de creer de forma definitiva en eso que llaman «objetividad informativa» -para ser más cautos, debiéramos empezar a utilizar la palabra veracidad-; dice Bresson que el fotógrafo no fotografía la realidad, el fotógrafo escoge la realidad que quiere fotografiar, su propia selección de fotografías son la proyección de su poética, de su ejecución, de su «yo» artístico, de su mirada. Antes de fotografiar el objeto, el sujeto escoge el marco o el objeto a fotografiar : es esa misma elección la que da testigo de la intencionalidad y del propósito del fotógrafo.

Lo mismo ocurre, pues, con el lobby global de la comunicación realmente existente, fusionado con el lobby industrial armamentístico y de hidrocarburos : lo que el espacio mediático-político presenta como objetividad, representa, como diría Bresson, su subjetividad, su intencionalidad; al igual que el fotógrafo, que busca provocar determinado efecto en el futuro observador de la foto, así buscan los artistas de la des-información global provocar confusión y miedo a escala interplanetaria, pagados, como no, por los consejos de administración del mercado de la guerra. No hay nada más rentable que subvencionar el miedo, el miedo divide y paraliza, y por lo tanto, la imagen cotidiana y acrítica que apela a la emoción a través de la impúdica masturbación del horror «by tv» sigue siendo terriblemente eficiente en lo que se refiere a embotar la capacidad de preguntar, de reflexionar, de buscar causas, efectos y, sobre todo, responsables directos.

Y de falsas concepciones sobre el «realismo» realmente existente, pasemos a falsas concepciones sobre el «pesimismo» realmente existente.

Hablaba al principio del artículo del optimismo como estética de la indiferencia, pero también el pesimismo puede convertirse en otra estética, y más perjudicial todavía que la triunfalista estética del optimismo ultra-liberal, pues hace pésimo favor al ejercicio de la crítica, convirtiéndola en un simple cliché en el que la negación de lo dado se ahoga en la ausencia de propuestas positivas : en el nombre de un pesimismo que se dice «realista», puede acabar cayéndose, finalmente, en la misma conclusión que la desidia y el cinismo neoconservador del fin de la historia.

Hoy por hoy quisiera ser «pesimista» con el tiempo que me ha tocado vivir, tomándome con precaución aquella fórmula Gramsciana del pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad, pues también dudo de que sea suficiente, a efectos prácticos, el mero entusiasmo u optimismo, y dudo también de que la voluntad, por sí sola, sea una buena guía para construir alternativas. Nos balanceamos siempre entre la realidad y el deseo, pero un realismo crudo puede conducir tranquilamente al cinismo de los que consideran que la pulsión ética del «deber ser» es mera cháchara o propaganda -lo es, si no va acompañada de la construcción de programas alternativos concretos que aborden soluciones concretas para males radicalse concretos : es la totalidad sistémica lo que hay que aspirar a cambiar, partiendo, eso sí, de las partes que la conforman- y nos lleva de nuevo al callejón sin salida de la realpolitik, con su hipócrita celebración de la democracia realmente existente. Por supuesto, la crítica agria tampoco ayuda en demasía, ya que sólo inflama la vena moral, y de nada sirve sin el «realismo» que invita a analizar las condiciones de posibilidad para superar el sistema dado.

¿Optimismo, pesimismo?, ¿desde cuando a las verdades les ha importado ser o no ser una cosa o la otra?. Es comprensible, entonces, que a ciertas sensibilidades y ricas individualidades que piensan desde la izquierda anti-sistémica, y que se toman en serio aquello de tratar de no engañarse a uno mismo -o intentarlo, al menos- suela etiquetárselas de agrias, de apocalípticas, incluso, o de poco amables y generosas, como si las verdades tuviesen que vestirse con los corsés semánticos de un lenguaje que procura agradar a todos, por aquello de no levantar ampollas en las pieles sensibles, y por aquello de no hacer visibles los hechos que ponen en duda sus autosuficientes conclusiones.

Quizás, a los «optimistas» de hoy en día, habría que responderles con los versos de Brecht. Aquellos en los que se disculpaba por no querer sacrificar la verdad en aras de la amabilidad :

Desgraciadamente, nosotros, que queríamos

preparar el camino para la amabilidad

no pudimos ser amables, pero vosotros

cuando lleguen los tiempos en los que

el hombre sea amigo del hombre

pensad en nosotros, con indulgencia.