En esta sociedad de las vanidades y el espectáculo sin fin, a todos nos gusta atiborrarnos de instantes, fetiches y banalidades de quita y pon. El traje estandarizado de consumidor nos impone un rol ejecutivo: lo queremos aquí y ahora, nuestros deseos e impulsos son órdenes, pagamos por ello. Nuestro nivel de exigencia es altísimo. […]
En esta sociedad de las vanidades y el espectáculo sin fin, a todos nos gusta atiborrarnos de instantes, fetiches y banalidades de quita y pon.
El traje estandarizado de consumidor nos impone un rol ejecutivo: lo queremos aquí y ahora, nuestros deseos e impulsos son órdenes, pagamos por ello.
Nuestro nivel de exigencia es altísimo. Y por cualquier nimiedad montamos en cólera con una dignidad de dioses heridos para que el objeto o servicio adquirido se ajuste a lo prescrito o a lo que nosotros consideramos que debe ser la cosa o la calidad de lo contratado. En tal cuita nos va la vida.
Cada vez que exigimos o reclamamos algo (más cuando no tenemos ninguna razón ni argumento que esgrimir en nuestra defensa) el ego se hincha hasta cotas magníficas. Somos alguien, el que paga, el sacrosanto consumidor.
En las situaciones descritas, jamás reparamos en la cadena de producción ni en la estructura capitalista que hace posible esa cosa sagrada que exigimos con tanta vehemencia gestual y ardor desmedido.
Obviamos la explotación en las maquilas y arrabales industriales de los países pobres y en la precariedad laboral de los trabajadores a los que reclamamos que nuestra cosa comprada sea perfecta.
En el preciso momento de consumir nos confundimos con el prestigio de una marca y cosificamos nuestra existencia misma. Somos esa cosa efímera, tal vez innecesaria y prescindible.
Cuando retornamos a la realidad, la desnudez del día a día, regresamos a la crudeza de la lucha cotidiana: prisioneros del tiempo y de un empleo en precario. O volvemos al paro. O a las rutinas sin sustancia alguna: la repetición de lo consabido.
Entonces, en ese agridulce sabor de la derrota coloreada de consumismo, el silencio se hace guarida y la masa compañera de viaje.
Y espetamos a la conciencia maltrecha: todos hacen lo mismo que yo, estoy dentro de la normalidad. Y callamos. Y la cara del ogro consumidor y voraz se transforma en sujeto dócil y maleable. Y la vida sigue…
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