Puede sorprender que, entre las clases subalternas, los campesinos, el grupo social considerado más arcaico y más tradicionalista sea el primero en tener una dimensión europea transnacional.
Sé que la política agrícola no enciende las mentes ni hace palpitar los corazones, pero lo sucedido en Europa durante las últimas semanas constituye el mejor manual de ciencia política susceptible de ser estudiado, porque se trata de un tratado de ciencia política real, just in time para el siglo XXI. Y no solo porque lo que hemos presenciado sea una de las raras protestas victoriosas de las últimas décadas, ni siquiera porque quienes han protestado constituyen uno de los estratos más ricos, así como más protegidos y más subvencionados del planeta (y quizá ambas cosas no se hallen desvinculadas). Ni tampoco, porque la victoria consistiera en reafirmar su derecho a envenenar el agua, la tierra y el aire (y tal vez las tres cosas estén conectadas). Y ni tampoco finalmente por la extraordinaria sumisión y munificencia mostrada por los gobiernos nacionales y por la Unión Europea ante las protestas (¿las cuatro cosas están desconectadas?). Las lecciones van mucho más allá de todo ello, pero empecemos por los hechos.
La ronda más reciente de protestas de los agricultores comenzó en Alemania el pasado 18 de diciembre, cuando entre ocho mil y diez mil manifestantes a bordo de tres mil tractores bloquearon la Puerta de Brandemburgo en Berlín: las manifestaciones continuaron después en la capital y se propagaron por toda Alemania durante el mes de enero, cuando los agricultores franceses también se manifestaron, llegando a proclamar el 29 de enero el «sitio de París» mediante el bloqueo de sus autopistas. Protestas similares tuvieron lugar entre enero y febrero en España, Chequia, Rumanía, Italia y Grecia, incluyendo a un total de doce países de la Unión Europea. La protesta alemana había sido desencadenada por el Tribunal Constitucional alemán, verdadero bastión del ordoliberalismo en Alemania, que el 23 de noviembre había prohibido al actual gobierno, dirigido por la denominada coalición «semáforo» (roji-amarilla-verde, es decir, socialdemócrata-liberal-verde), utilizar los fondos especiales destinados a paliar los efectos de la covid-19 de 2021 para equilibrar el presupuesto de 2024. Obligado a buscar otros fondos, el gobierno tuvo que introducir nuevos impuestos y cancelar algunas subvenciones. En concreto, redujo las subvenciones existentes al gasóleo y las desgravaciones fiscales a los vehículos de motor agrícolas.
En toda Europa los campesinos han unido su voz a la de sus colegas polacos, que ya llevan un año protestando contra la importación libre de aranceles de productos agrícolas procedentes de Ucrania
De ahí la protesta de los campesinos, que han añadido muchas otras cuestiones a su cahier de doléances [cuaderno de quejas]: también protestan contra la política de la Unión Europea consistente en excluir de las subvenciones a quienes no dejasen en barbecho el 4 por 100 de sus tierras cada año respecto a lo cual hay que tener en cuenta que se trata solo de un tímido primer paso para dejar descansar la tierra y no tener que alimentarla con abonos nitrogenados que, cuando se liberan al aire, contribuyen trescientas diez veces más que el dióxido de carbono a provocar el efecto invernadero. Hasta la fecha, la UE-27 esparce una media anual de 79 kg de abonos sintéticos por hectárea de acuerdo con la siguiente clasificación: Países Bajos, 98 kg; Dinamarca, 95 kg; Francia, 92 kg; Alemania, 85 kg: todos estos valores situados muy por encima de la media europea. Dejar descansar anualmente el 4 por 100 de la totalidad del suelo no parece un gran sacrificio para evitar agotar su fertilidad por completo, pero sin embargo…
Además, en toda Europa los campesinos han unido su voz a la de sus colegas polacos, que ya llevan un año protestando contra la importación libre de aranceles de productos agrícolas procedentes de Ucrania (trigo, maíz, colza, aves de corral, huevos): una postura que matiza la solidaridad europea con el pueblo ucraniano. De ahí que la protesta campesina adquiriera inmediatamente un carácter antieuropeo, lo cual resulta paradójico a la vista de las cifras. En efecto, la Unión Europea destina más de un tercio de su presupuesto total (58,3 de 169,5 millardos de euros en 2022) a un grupo social que solo produce el 2,5 por 100 del PIB de la Unión y solo representa el 4 por 100 de los trabajadores europeos (en realidad, mucho menos en los grandes países productores —Francia, Italia, Alemania, España y Países Bajos—, ya que solo en Rumanía reside un tercio de los campesinos europeos). Por ejemplo, en un país como Alemania, los agricultores reciben aproximadamente 7 millardos de euros de Europa y 2,4 millardos del Estado federal alemán. Su protesta es aún más asombrosa, si se tiene en cuenta que el beneficio neto medio de una explotación alemana fue de 115.400 euros en la campaña 2022/2023, lo cual supone un aumento del 45 por 100 respecto al año anterior, cuando ascendió a algo menos de 82.000 euros. Los productores de forrajes para la producción lechera obtuvieron beneficios superiores, superando los 143.000 euros anuales, mientras que los productores de cereales, legumbres y forrajes secos tuvieron un beneficio en torno a los 120.000 euros. ¡Los campesinos protestan tras el año más rentable de su historia!
Desde hace más de sesenta años los campesinos europeos son la clase más protegida de la tierra: exactamente desde 1962, cuando se puso en marcha la Política Agrícola Común (PAC). Si bien en un principio esta protección tuvo un sentido electoral y político (barreras a la importación, exenciones fiscales, subvenciones y, al menos en las primeras décadas, precios garantizados), ya que los campesinos seguían representando el 29 por 100 de la población en Italia y el 17 por 100 en Francia, por poner solo dos ejemplos, hoy en día dedicar un tercio de los recursos de la UE a menos de una vigésima parte de la población parece mucho menos justificado. Y ello sin tener en cuenta la evolución de la PAC, que en un principio se basaba en el fuerte apoyo concedido a los precios, dado que los productos eran recomprados por Bruselas, cuando su precio caía por debajo de un umbral para ser luego revendidos, o simplemente destruidos, por la autoridad central. El método tenía varios defectos, porque estimulaba la sobreproducción, sobre todo de leche, fruta y cereales, la cual no tardó en hacerse realidad.
Durante la década de 1980 se tiraron y destruyeron millones de toneladas de productos agrícolas. Además, como la producción era mayor en las grandes explotaciones, ya fuera por la mayor superficie explotada o por la inversión en tecnología, la PAC favoreció sobre todo a los gigantes del agronegocio, que fueron quienes recibieron más subvenciones y desgravaciones. Pero una vez iniciada la ola neoliberal, la intervención centralizada directa de apoyo a los precios se redujo, delegándose en gran medida su gestión a los distintos Estados miembro, que procedieron en función de sus propios criterios. El resultado de todo ellos fue que las subvenciones, las desgravaciones fiscales y los incentivos se fragmentaron a escala continental en una jungla de medidas locales a modo de una especie de microfeudalismo (o clientelismo) burocrático e informatizado.
La política agrícola europea ha suscitado nuevas críticas procedentes sobre todo de los países no europeos, que se han opuesto a la impenetrabilidad de la «fortaleza Europa», pero paradójicamente también de determinados sectores alemanes volcados en la exportación, que han encontrado en la política agrícola europea un obstáculo para cerrar acuerdos comerciales fuera de Europa. Lo más curioso del asunto es que incluso los países que más se benefician de la política agrícola europea, como sucede con Francia, que recibe 9,4 millardos de euros del presupuesto europeo, pagan en realidad más a las arcas de la UE de lo que perciben en concepto de las políticas agrícolas europeas (el beneficio está en otra parte: en la libre circulación de mercancías y capitales). Así pues, las contribuciones de la UE a la agricultura francesa las pagan en realidad los contribuyentes franceses.
Para comprender el mecanismo de estas protestas hay que remontarse, sin embargo, a su prototipo más reciente, esto es, a la agitación protagonizada por los campesinos neerlandeses durante los últimos cinco años. Los Países Bajos son el país de la UE que tiene una agricultura y una ganadería más intensivas. En una superficie de solo 42.000 kilómetros cuadrados (una sexta parte de la superficie del Reino Unido), 17,5 millones de bípedos humanos crían 47 millones de pollos, 11,28 millones de cerdos cuadrúpedos (2022) y 3,8 millones de bovinos, además de 660.00 ovejas. A modo de comparación, Francia, con una superficie quince veces mayor, cría el mismo número de cerdos y solo cuatro veces más de ganado vacuno. Un país tan pequeño como los Países Bajos es, por lo tanto, el segundo mayor exportador agrícola del mundo (79 millardos de dólares), por detrás de Estados Unidos (118.000 millones de dólares, que cuenta, sin embargo, con en una superficie doscientas cincuenta veces mayor), situándose por delante de Alemania (79 millardos de dólares y cuya superficie es nueve veces mayor).
No es de extrañar, por lo tanto, que en 2019 el National Institute for Public Health and the Environment neerlandés pusiera el grito en el cielo por los efectos de la ganadería, responsable del 46 por 100 de las emisiones de nitrógeno, cuyos graves e irreversibles daños sobre el suelo solo podrían detenerse reduciendo el número de cabezas de ganado criadas para cuya alimentación los Países Bajos tienen que importar además enormes cantidades de piensos nitrogenados, compuestos nitrogenadas que los propios animales vuelven a producir con sus excrementos. Tanto el movimiento ecologista como el de defensa de los derechos de los animales son fuertes en los Países Bajos, razón por la cual un partido gubernamental propuso una ley para reducir a la mitad el número de cabezas de ganado existentes en el país. La reacción campesina no se hizo esperar y en octubre los tractores avanzaron sobre La Haya y comenzaron casi cuatro años de protestas, a veces violentas y siempre muy visibles, que paralizaron el tráfico de autopistas (y canales). Ya entonces los tractores neerlandeses fueron imitados por los de Berlín, Bruselas y Milán. En 2022 se presentó una nueva ley para reducir el 80 por 100 de las emisiones de nitrógeno en forma de amoniaco y de óxidos de nitrógeno para 2030, que fue retirada más tarde ante la revuelta.
Además, los agricultores de los Países Bajos solo representan el 1,5 por 100 de la población neerlandesa, por lo que el éxito cosechado por el partido BBB (BoerBurger-Beweging), el Movimiento Campesino-Ciudadano, en las elecciones regionales y al Senado celebradas en marzo del año pasado en las que obtuvo respectivamente casi el 20 por 100 de los votos y 15 de los 75 escaños de este, es aún más indicativo. En las elecciones parlamentarias anticipadas del pasado mes de noviembre, sin embargo, el Movimiento Campesino-Ciudadano se desplomó, obteniendo tan solo el 4,65 por 100 de los votos y 7 de los 150 escaños de la Cámara de los diputados, lo cual demuestra lo voluble que es políticamente la opinión pública de uno de los países más alfabetizados del mundo.
Tras sesenta años de Unión Europea bajo diversas formas, los sindicatos siguen negándose obstinadamente a llevar a cabo acciones de lucha a escala continental
El gobierno neerlandés (de la coalición que sea) no suele gustar a muchos de los países de la UE por su actitud de alumno modelo en asuntos fiscales y por ser el abanderado y portavoz de los denominados «Estados frugales», siempre dispuesto a secundar al Banco Central alemán en sus Strafexpeditionen [expediciones sancionadoras] ordoliberales. Pero hay que decir que en la cuestión del nitrógeno, aunque acabó cediendo, el gobierno neerlandés mostró mucha más cintura que los demás gobiernos nacionales europeos e incluso que Bruselas: de hecho, este invierno, ante las amenazadoras columnas de tractores, la Comisión Europea cambió inmediatamente la ordenanza sobre los barbechos y estipuló que en lugar de dejar en barbecho el 4 por 100 de las tierras, los campesinos podrán cultivar ahora plantas que «fijen» el nitrógeno en el suelo, como hacen el cultivo de «lentejas o de guisantes». Al mismo tiempo que, empezando por Alemania, los distintos gobiernos europeos han derogado el impuesto sobre el gasóleo de uso agrícola, mientras se habla de nuevas subvenciones para el sector.
Comparemos la reacción gubernamental a la protesta campesina con la reacción al levantamiento de los gilets jaunes [chalecos amarillos] en Francia (noviembre de 2018-marzo de 2019). Al fin y al cabo, el detonante de la protesta fue el mismo: el rechazo a cargar con los costes de la reconversión ecológica, esto es, respectivamente el rechazo al sobreprecio impuesto sobre el combustible vía la supresión de las desgravaciones fiscales disfrutadas por los campesinos y el aumento de la presión fiscal impuesta a los gilets jaunes. Por otro lado, las manifestaciones de los campesinos nunca han contado con más de unas cuantas decenas de miles de participantes y en total durante los dos últimos meses el número de manifestantes implicados no ha superado los cien mil. Por el contrario, de acuerdo con el propio Ministerio del Interior francés, en la primera jornada de acción de los gilets jaunes convocada el 17 de noviembre de 2018 participaron 287.710 manifestantes en toda Francia (así que en realidad fueron muchos más). Y según un artículo de Le Monde Diplomatique, un total de al menos tres millones de personas participaron en el movimiento durante los cuatro meses referidos.
La represión policial contra los gilets jaunes fue extremadamente violenta: 2.500 manifestantes y 1.800 agentes resultaron heridos en los enfrentamientos. Desde el 17 de noviembre de 2018, de acuerdo con el informe publicado por el Ministerio de Justicia francés, citado por Mediapart, una media de 1.800 personas fueron detenidas cada semana durante 18 semanas, siendo arrestadas un total de 8.645 personas fueron arrestadas y condenadas otras 2000, el 40 por 100 de ellas a penas de privación de libertad. En comparación, en el caso de los campesinos he podido constatar la evidencia de 91 detenciones el pasado 31 de enero y 6 detenciones en la Feria Agrícola inaugurada el 24 de febrero, en la cual 8 policías resultaron heridos leves. Durante el «sitio de París» se utilizaron muy pocos cañones de agua. Una indulgencia bondadosa de la policía imitada por la suavidad de las reacciones de las diferentes policías europeas, sea la alemana, la italiana, la española o la griega.
Y aquí constatamos una diferencia decisiva entre los gilets jaunes y los tractoristas. La dimensión europea. Puede sorprender que, entre las clases subalternas, el grupo social considerado más arcaico y más tradicionalista sea el primero en tener una dimensión europea transnacional. Pensándolo bien, solo el movimiento estudiantil de la década de 1960 tuvo una dimensión verdaderamente internacionalista y se extendió por todas las capitales del continente europeo. Esto hace pensar que la libre circulación de capitales y personas en la Unión Europea no ha producido la libre circulación de los movimientos, salvo para los campesinos. Tras sesenta años de Unión Europea bajo diversas formas, los sindicatos siguen negándose obstinadamente a llevar a cabo acciones de lucha a escala continental, aunque debe indicarse que no sienten absolutamente ninguna presión de sus bases en este sentido. Tras décadas de vigencia del programa Erasmus, todavía no hemos visto un nuevo movimiento estudiantil de dimensiones europeas.
Todavía más asombroso resulta que la clase social más arcaica sea la única que consiga defender hoy sus intereses colectivos de forma tan combativa. Una cohesión de clase que se ha perpetuado a lo largo del último siglo: en 1907, en el Languedoc y el Rosellón, los campesinos se rebelaron contra las importaciones de vino, protagonizando concentraciones de hasta 600.000 manifestantes en las calles, hasta que fueron sangrientamente reprimidos cuando el ejército mató a siete de ellos, a pesar de que todo un destacamento se había amotinado en solidaridad con los manifestantes. Ahondando someramente en la historia de Francia verificamos que en 1933 los campesinos invadieron por primera vez una prefectura, que entre 1957 y 1967 libraron la «guerra de la alcachofa», que en 1961 estallaba la conocida como la «guerra de las patatas» y que de nuevo en 1976 se produjeron encuentros con arma de fuego y barricadas, saldados con dos civiles y un policía muertos. De forma menos sangrienta, constatamos que en 1972 rebaños enteros de ovejas Larzac invadieron el Campo de Marte de París y el baile de los oficiales de caballería fue interrumpido por un enjambre de abejas; que en 1982 la ministra de Agricultura Edith Cresson fue bloqueada por los manifestantes y tuvo que huir en helicóptero; que en 1990 los Campos Elíseos fueron cubiertos de granos de trigo, mientras que el despacho de la ministra de Agricultura fue saqueado en 1999 y el presidente francés François Hollande fue agredido en el Salón de la Agricultura de 2016.
En una paradoja que haría revolverse a Marx en su tumba, podría decirse que en el siglo XXI son los campesinos, y no los obreros, la única «clase para sí» verdaderamente internacionalista en la práctica, quizá precisamente porque son chovinistas como posición ideológica. Los gilets jaunes eran una coalición social, expresión de lo que el geógrafo Christophe Guilly ha denominado La France péripherique (2015), mientras que los campesinos representan lo que podría llamarse la Europa profunda.
Existe un abismo entre ambos conceptos y es que, a diferencia de lo «profundo», lo «periférico» no remite a la identidad. Recuerdo que en una verdulería de Grecia una señora griega preguntó al dependiente para tranquilizarse: « Pero estas patatas, ¿son griegas?». Existe la extraña idea de que si una fruta o una planta procede de tu tierra, entonces es más genuina o está menos adulterada. Nadie sabe por qué, pero incluso la señora polaca se sentiría más cómoda, si la patata fuera polaca. No resulta meramente casual que la primera ministra italiana Georgia Meloni lleve a cabo su ofensiva identitaria nacionalista precisamente sobre los alimentos. La tierra es probablemente el concepto más conservador jamás elaborado.
Los gilets jaunes no protestaron como propietarios, los tractoristas sí. La indulgencia hacia ellos expresa mostrada por el capital evidencia empatía por una protesta propietaria
Esta constatación nos da una pista para desentrañar al menos algunos de los muchos misterios planteados por la protesta protagonizada por los campesinos europeos durante estos últimos meses. Como si, en lugar de la famosa alianza entre obreros y campesinos propuesta por Lenin, estuviéramos asistiendo a un nuevo bloque histórico. Con los tractores, las cosechadoras y el resto de la maquinaria incorporada a las tareas agrícolas, la revolución tecnológica ha barrido a las masas campesinas a las que se refería Lenin. Los campesinos de hoy, al menos los que han estado protestando en Europa durante los últimos meses, son pequeños terratenientes y no ciertamente jornaleros, los cuales son a menudo inmigrantes e incluso más a menudo todavía migrantes ilegales, que trabajan en los campos de los primeros. Se trata de un grupo similar a los camioneros autónomos, cada uno dueño de su propio camión comprado con el sudor de su frente, esto es, pequeños capitalistas que se explotan a sí mismos, tan bien descritos por el sociólogo italiano Sergio Bologna (uno no puede evitar recordar a los camioneros autónomos chilenos, que tanto contribuyeron a la caída de Salvador Allende).
Incluso más que un sustento nutricional, los campesinos proporcionan al capitalismo global un apoyo ideológico. En su abstracta dimensión financiera, el capitalismo global necesita elementos que anclen su consenso en el suelo, al menos el indispensable para gobernar las formas estatales nacionales. No necesitan tanto los votos de ese 2 por 100 de la población, ni la aportación económica de ese 2 por 100 del PIB, como la «comunidad imaginada» (Benedict Anderson), que se crea en torno a la patata, la uva o el espárrago blanco. Cuando un representante de los campesinos neerlandeses afirmó en 2019 «Si pronto deja de haber agricultores, no digáis “wir haben es nicht gewußt”» (dicho en alemán [no lo hemos sabido])», no temía ciertamente el ridículo al comparar su situación con el Holocausto, pero la propia enormidad de su frase nos hace darnos cuenta de hasta dónde puede llegar la furia identitaria, que inviste la propia figura del «campesino del tercer milenio».
No se trata, pues, de una alianza de clases: los pequeños propietarios agrarios no tienen intereses convergentes con el gran capital financiero, todo lo contrario, porque este los comparte con las grandes redes de distribución y las grandes corporaciones agroalimentarias (de las que es accionista, por cierto), cuyos beneficios van en detrimento de la inmensa mayoría de los «tractoristas», que son estrangulados vía endeudamiento por estos tres grupos. Decir que los pequeños propietarios agrícolas están aliados con los grandes conglomerados agroindustriales es como pensar que las pequeñas carpinterías tienen los mismos intereses que Ikea, lo cual explica por qué la clase de los pequeños propietarios agrícolas, que es por término medio la más protegida y una de las más acomodadas, experimenta dificultades y tiene motivos para protestar. Las dificultades y las penurias experimentadas por los campesinos neerlandeses, por remitirnos únicamente a este ejemplo, se deben precisamente al vigente modelo económico de explotación hiperintensiva e integración vertical, que liga entre sí a la industria petrolera, a la industria química, a la industria de producción de maquinaria agrícola y a la gran distribución, el cual ha convertido a los Países Bajos en el segundo exportador agrícola del mundo.
Para el orden neoliberal los campesinos son a la sociedad lo que los fundamentalistas religiosos son a la ideología: ambos son restos del pasado, pero elementos indispensables de cohesión identitaria
Pero por empobrecidos que estén o por minúsculos que sean, los campesinos de hoy en día son todos pequeños propietarios. La ideología de la propiedad comienza con la propiedad de la tierra y en ella se materializa con mayor fuerza. Los gilets jaunes no protestaron como propietarios, los tractoristas sí. La indulgencia hacia ellos expresa mostrada por el capital evidencia empatía por una protesta propietaria, la mostrada por una parte de la población deriva del hecho de que se trata de una protesta identitaria, lo cual define un doble campo de atracción. El abandono de toda reivindicación ambientalista por parte de los gobiernos (y también la idea de hacer pagar la reconversión medioambiental a los consumidores finales de los combustibles fósiles) traduce en términos de conflicto la escala de la relevancia ideológica del concepto de propiedad sobre el concepto de medio ambiente.
En mi libro Dominio (2022) planteé el problema: el neoliberalismo es una ideología totalmente individualista, atea, amoral, basada en la negación de toda tradición, en la idea del ser humano como una tabula rasa conductual; entonces, ¿por qué se alía el neoliberalismo constantemente con el fundamentalismo religioso, con el integrismo, que en cambio es una ideología comunitaria, tradicionalista, moralista? La respuesta ya la proporcionaron los ordoliberales alemanes, cuando afirmaron que a la competencia no puede pedírsele más de lo que es capaz de dar: la competencia es un principio divisor que rompe la sociedad y, por lo tanto, necesita de otros componentes que, en cambio, mantienen unido el tejido social. Para el orden neoliberal los campesinos son a la sociedad lo que los fundamentalistas religiosos son a la ideología: ambos son restos del pasado, pero elementos indispensables de cohesión identitaria. En la era de la inteligencia artificial, nos harán luchar por la patata europea con denominación de origen.
Sidecar. Artículo original: L’Europe profonde publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Stathis Kouvelakis, «La insurgencia francesa», NLR 116/117, y Didier Fassin y Anne-Claire Defossez, «¿Un movimiento improbable?», NLR 115.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/sidecar/europa-profunda-movilizacion-agricultura