Es evidente, desde que andamos sobre dos pies, que la epopeya de los seres humanos sobre el planeta consiste en una larga, intolerable procesión de tres pasos adelante y dos atrás, donde cada avance resulta penalizado por un retroceso y cada descubrimiento por un linchamiento, una hoguera o una paliza.
En los tiempos oscuros, si alguien pretendía salirse del tiesto, emerger aunque sólo fuese un momento de la caverna para ir a ver mundo, cruzar el mar, inventar la rueda, frotar dos palitroques e inaugurar el fuego, nunca faltaban los retrógrados, los inmovilistas, los carcas y los sacerdotes que lo desanimaban mediante una buena ración de hostias y lo metían otra vez a rastras en la caverna. Dan lo mismo chamanes, rabinos, monjes budistas, obispos católicos, patriarcas ortodoxos, imanes o pastores protestantes: las sotanas de todo tiempo y lugar siempre han sido alérgicas al progreso.
En concreto hay un concepto repugnante y terriblemente erróneo en la médula de cualquier religión: la idea de que sufrir purifica, una equivocación emparentada con la intuición de que el aprendizaje está ligado ineludiblemente a alguna especie de dolor. Se trata de un principio que en la cultura occidental alcanza su máxima expresión con el martirio de Jesucristo en la cruz, un calvario que vino precedido por golpes, latigazos, escupitajos, humillaciones y toda clase de escarnios, por no hablar de la pobreza voluntaria, la humildad, el amor y la compasión a todas las criaturas. Sin embargo, no hay más que ver cómo viven y cómo han vivido la inmensa mayoría de los papas, obispos, señores feudales y millonarios para comprender que para estos talibanes de la moral la vida y la muerte de Jesucristo nunca fueron otra cosa más que una exitosa campaña de marketing con dos milenios de antigüedad que marcha viento en popa.
En El ojo de Alá, uno de sus relatos magistrales, Rudyard Kipling cuenta la historia de un viejo copista medieval capaz de dibujar ilustraciones maravillosas en los pergaminos gracias a la ayuda de un instrumento óptico descubierto por unos físicos musulmanes: un instrumento que, merced a la furia vigilante del abad del monasterio, se considera obra del diablo y acaba roto a bastonazos. Por la misma regla de tres, Miguel Servet, descubridor de la circulación menor de la sangre, fue quemado vivo en la hoguera en Ginebra, y Giordano Bruno, un astrónomo defensor de la teoría copernicana, sufrió el mismo trato en Roma. ¿Cuántos científicos no decidieron callarse ante semejante amenaza, cuántos Galileos habría de los que no conservamos un papel y de los que ni siquiera sospechamos el nombre? En el siglo XIX el primer cirujano que se atrevió a descerrajar un útero en busca de un tumor, sin asepsia y sin anestesia, lo hizo, en primer lugar, porque la mujer estaba acostumbrada a los dolores del parto, y en segundo lugar, porque ni la iglesia ni la autoridad pertinente estaban al tanto. No resulta demasiado descabellado imaginar que, de no ser por el ancla reaccionaria de la religión y los poderes que la alientan, hace tiempo que ya habríamos descubierto un remedio contra el cáncer y colonizado otros planetas.
Cualquier signo de progreso, ya sea el transplante de corazón, el verso libre o la declaración de los Derechos Humanos, se encontrará delante, inevitablemente, con un montón de australopithecus agitando un crucifijo y una sotana. Ocurrió con la ley del divorcio, con la ley del aborto, con la ley del matrimonio igualitario, cataclismos jurídicos que iban a acabar con la civilización occidental y que fueron aprovechados de inmediato por los australophitecus para cambiar de pareja, ahorrarse el viaje a Londres de las hijas y salir del armario por la puerta grande con boda, tarta de nata e invitados homófobos a juego. Luego, como buenos australophitecus, son muy de darse golpes en el pecho y proclamar que gracias a ellos disfrutamos de estos y otros grandes avances sociales.
Ya pueden decir misa todo lo que quieran, que los retrógrados de Vox y del PP serán de los primeros en disponer de la posibilidad de una muerte dulce e indolora, sin el rigor católico de una agonía que no se le impone a un perro ni a un gato, aunque también podrán prescindir de ella y disfrutar a su gusto de una muerte como Dios manda. Porque otra de las cabezonerías incólumes de la caverna es la resistencia a comprender que un derecho no es una obligación, igual que aquel pobre hombre de 1981, que cuando le preguntaron qué opinaba de la ley de divorcio recién aprobada, respondió: «Pero por qué voy a divorciarme, si yo quiero mucho a mi mujer». La ultraderecha únicamente permite la eutanasia en el caso de fusilar a 26 millones de hijoputas, un proyecto de ley del aborto masivo con efectos retroactivos del que la santa iglesia católica aún no ha dicho ni pío. Todavía recuerdo aquel debate en que me tropecé con el mismo dilema de Kipling bajo la forma de un cura sandunguero, el cual, ante mis argumentos a favor de la cirugía estética -labios leporinos, reconstrucciones faciales, tetas de relumbrón- replicaba que uno tenía que conformarse con lo que Dios le dio. Le pregunté por qué diablos llevaba gafas.
Fuente: https://blogs.publico.es/davidtorres/2020/12/21/la-eutanasia-y-las-gafas/