Entre ciertos sectores de la opinión pública se vienen encendido últimamente algunas alarmas por culpa de los supuestos daños colaterales que habría traído consigo la mecha de la indignación, prendida en nuestro país, como es sabido, a mediados del año pasado, con el doble aliento del descontento general hacia la mala gestión de nuestros políticos […]
Entre ciertos sectores de la opinión pública se vienen encendido últimamente algunas alarmas por culpa de los supuestos daños colaterales que habría traído consigo la mecha de la indignación, prendida en nuestro país, como es sabido, a mediados del año pasado, con el doble aliento del descontento general hacia la mala gestión de nuestros políticos y el impacto noqueador sobre la población de la enésima crisis económica. Quienes tanto se atemorizan postulan que la extramuros considerada «spanish revolution», capaz de acaparar la atención de medio mundo por el evidente ejemplo social de su actitud contestataria frente a la cada vez más evidente humillación de la democracia ante los mercados, sería responsable, a pesar suyo, de haber inoculado especialmente entre los jóvenes una masiva reacción «antipolítica» que les llevaría a posturas radicales como pedir la dimisión en masa de toda la casta política o incluso al extremo pseudogolpista de intentar tomar el congreso hace unos días por la fuerza.
Pero leer así los hechos es sencillamente un disparate. En primer lugar, si algo ha puesto desde el principio sobre el tapete el movimiento 15M y aún intentan mantener sus algo más desinfladas secuelas, es justamente más política, reclamando en la plaza pública el derecho a exigir a los que gobiernan −frente a quienes ven en la política una oportunidad para medrar o enriquecerse− una democracia real que gestione del mejor modo la convivencia, respete las libertades y ponga solución a los verdaderos problemas de la gente. Si algo pidió gran parte de la juventud española (y muchísimos de los no tan jóvenes) bajo el, por cierto, inequívoco signo político de lo asambleario, fue la necesidad de hacer y recibir más y mejor política, una política honesta, responsable y seria, que por ahora parece no tener cabida en las apolilladas reglas del juego que regulan las urnas. Negarlo sería simplemente negar la realidad.
Sería absurdo, pues, acusar de haber contagiado antipoliticismo a quienes deciden salir a la calle y pedir simbólicamente la palabra ante la impotencia de ver destruidos por decreto los derechos adquiridos durante décadas de lucha social, fuese tal protesta un primer grito silencioso o la invitación a rodear pacíficamente el centro neurálgico de la democracia para corporeizar el alcance del malestar y recordarle a nuestros representantes a quiénes se deben y por quiénes trabajan. Si es cierto que el tradicional hastío hacia nuestra clase dirigente se llega a transformar verdaderamente en antipoliticismo no hay duda de que la responsabilidad será siempre de los propios miembros de una casta política mediocre que, salvando loables excepciones, llevan mucho tiempo tirando piedras contra sí mismos, pues no sólo supeditan primero nuestros intereses a los del capital y se revelan después incapaces de gestionar las estafas que el sistema provoca, sino que durante años un número vergonzante de sus miembros viene ensuciado la dignidad de un oficio imprescindible con corrupción, nepotismo, mentiras y desvergüenza, como arroja un simple vistazo a las hemerotecas o a los telediarios, donde el imparable goteo de casos hace sangrar día tras día nuestra democracia.
Durante décadas la sociedad española, aletargada ya de por sí por el espejismo de un bienestar sobre el que nunca ha considerado necesario reflexionar y que ahora ve asustada desplomarse, ha venido resignándose a esta situación por fuerza de la costumbre, dándose incluso la circunstancia de que las dudas sobre la honestidad han servido a muchos candidatos para garantizar su reelección, en un incomprensible acto de masoquismo ciudadano. Ante tal evidencia no sería raro sospechar que quienes tanto recelan del supuesto antipoliticismo de los ciudadanos indignados, en realidad esconden su propio temor justamente a eso, a que los ciudadanos despierten y les pidan más política, una política ética, honesta y verdadera, la que parece tener cada vez menos cabida en nuestro simulacro democrático bipartidista, tan parecido al turnismo decimonónico, al que habría que sacudir de una vez por todas las telarañas y poner frente a la realidad de ese «demos» que le da nombre y lo sostiene, para adaptarlo a los tiempos que corren.
Ya se sabe que, como escribió el poeta mexicano Jorge Cuesta, la palabra «político» nunca puede ser neutral, porque provoca inmediatamente en quien la escucha un juicio moral que invita a pensar en lo más alto o lo más miserable del ser humano, trayendo consigo la admiración o el desprecio. Pero lo que debe quedar claro es que la multitud intergeneracional, espontánea y nada silenciosa que lleva meses llenando las calles con sucesivas convocatorias a través de las redes sociales, la que no admite recortes en investigación ni en excelencia universitaria, la que no tiene inconvenientes en explicar a sus hijos que hoy no asisten a clase por un motivo político, la que se indigna ante la supresión de plantilla y el aumento de la jornada laboral, la que sacrifica su sueldo y hasta su puesto de trabajo para recuperar sus derechos, la que no está dispuesta a tirar por la borda el sistema público de salud, la que no admite que los saltos sin red bursátiles los acabemos pagando los ciudadanos de bien, no corre el riesgo de fomentar el antipoliticismo, al contrario, está empeñada en que la política pueda ser algún día una ocupación digna. No se dejen engañar: nadie harto de los políticos puede estar harto de la política, suele estar más bien cansado de su desprestigio, le gustaría poder limpiar su nombre.
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