Me cuentan de un médico que trabaja por Brasil. En un dispensario pobre, de una población pobre, de un departamento pobre, parece que el galeno descubrió un remedio casero que todo lo cura, sin necesidad de medicamentos que les enferman sólo de pensar en cómo los pagarán. -Doctor, me duele la garganta. -Eso será que […]
Me cuentan de un médico que trabaja por Brasil. En un dispensario pobre, de una población pobre, de un departamento pobre, parece que el galeno descubrió un remedio casero que todo lo cura, sin necesidad de medicamentos que les enferman sólo de pensar en cómo los pagarán.
-Doctor, me duele la garganta.
-Eso será que usted quiere, pero no puede, contar alto y fuerte las cosas que le apenan, las cosas que le preocupan, las cosas que le indignan.
-Mire doctor, las uñas están quebradizas y deformes.
-Habrá que analizarle. Es claro que le bajaron las defensas, dice el doctor acariciando a su gato.
-Doctorcito, mire que resfriado que tengo.
-Eso será que su alma llora. Su masculinidad mal entendida no le deja llorar por donde debiera y cuando debiera.
-Doctor, me duele la cabeza.
-Eso será que muchas dudas pasan por ahí, y ahí se instalan por demasiado tiempo.
-Doctor, ¿me toma la presión? Creo que está bien alta.
-Mejor dígame, ¿a qué tiene miedo?
-Doctor, las menstruaciones se alargan y me incomodan.
-Mujer, ¿le aprieta el ser mujer?
-Doctor, me arde el estómago.
-Eso será que ahí abajo se le acumula la rabia y no la puede liberar.
Y toda la parroquia del doctor sale con recetas parecidas: cada día consuma dos o tres conversaciones; retire de las comidas la rapidez y las prisas; escuche a su cuerpo cada ocho horas; grite profundamente frente a una injusticia o colectivice sus luchas. Y me llora todas las penas y me ríe sin límites.
Es el terror de las farmacéuticas.
rCR