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La fiesta vigilada: arqueología de la máscara

Fuentes: Rebelión

Cubramos nuestra caretaCon alguna artificial,Que bien vale una pesetaNo enseñar la natural . Enúleo«El Carnaval»  [1]     De acuerdo con la predicción que Roland Barthes expresa y comunica en su ensayo teórico «El grado cero de la escritura», no existe «lenguaje escrito sin ostentación»; por consiguiente, la literatura «debe señalar algo, distinto de su […]

Cubramos nuestra careta
Con alguna artificial,
Que bien vale una peseta
No enseñar la natural .
Enúleo
«El Carnaval»  [1]

 

 

De acuerdo con la predicción que Roland Barthes expresa y comunica en su ensayo teórico «El grado cero de la escritura», no existe «lenguaje escrito sin ostentación»; por consiguiente, la literatura «debe señalar algo, distinto de su contenido y de su forma individual, y que es su propio cerco, aquello precisamente por lo que se impone como Literatura. De ahí un conjunto de signos sin relación con la idea, la lengua o el estilo y destinados a definir en el espesor de todos los modos posibles de expresión, la soledad de un lenguaje ritual». Ello a propósito de que lo literario, al sobrepasar su función de comunicar o expresar, se detiene a «imponer un más allá del lenguaje que es a la vez la Historia y la posición que se tome frente a ella». [2]

Al escribir, entonces, se reconoce el ritual que los signos lingüísticos emplean para llevar a término su representación de los signos de sentido. La situación se prefigura en el tono (palabra no localizable en el ensayo del teórico francés), se convierte en Historia gracias y a partir de desgajar la Historia del árbol anterior de su relato. La escritura es, si nos dejamos arrullar por su tan seductora concepción, una rama que, al erigirse esencia del árbol, lo reproduce mejor que su totalidad. Propuesta como institución a partir de lo que él denomina «el orden sacro de los Signos escritos», la literatura deberá ser capaz de construir su historia a través de ese orden y prescindiendo tanto de la historia de la lengua como de la de los estilos. [3] Un «narcisismo donde la escritura se separa apenas de su función instrumental y solo se mira a sí misma» (en Châteaubriand), un «valor-trabajo» mediante el cual «la forma se hizo el término último de una ‘fabricación'» (en Flaubert), en tanto en Mallarmé se aniquilaba al lenguaje para entregarnos su cadáver en forma de pieza literaria. De inmediato, Barthes va a construir el proceso de negación del sentido, asimilado como un viaje cuyas peripecias describe en esta frase:

«Partiendo de una nada donde el pensamiento parecía erguirse felizmente sobre el decorado de las palabras, la escritura atravesó así todos los estados de una progresiva solidificación: primero objeto de una mirada, luego de un hacer y finalmente de una destrucción, alcanza hoy su último avatar, la ausencia» [4]

Vencidos la lengua y el estilo -antagonistas tiránicos del relato de viaje-, mediante «una realidad formal independiente», es decir una «tercera dimensión de la Forma» con la cual se «une, no sin algún sentido trágico suplementario, el escritor a la sociedad», se enfrentaba a una corriente de marxismo sintáctico que, en efecto, convertía en ecuación de valores de estricta enciclopedia el resultado elemental, y solo elemental, de la lectura. También saldaba cuentas con los niveles de violencia que en la literatura de la Revolución Francesa se remarcan. Las escrituras neutrales, asumidas como de grado cero en su ensayo, permiten «discernir el movimiento mismo de una negación y la imposibilidad de realizarla en una duración, como si la Literatura que tiende desde hace un siglo a transmutar su superficie en una forma sin herencia, solo encontrara la pureza en la ausencia de todo signo, proponiendo en fin el cumplimiento de ese sueño órfico: un escritor sin literatura». [5]

Al no haber Literatura sin «moral del lenguaje», la Historia literaria se define al vencer los estamentos trágicos que de obstáculo sirven al oficio de escritor. Esos obstáculos son, en la visión estructural de Roland Barthes, los signos de sentido cuyo papel se ha asumido por parte de los signos escritos.

Bajo esta norma de narcisismo reflejo en la escritura aparece La Habana en La fiesta vigilada, de Antonio José Ponte. [6] Rasgo tal no es en absoluto nuevo en este libro, sino que constituye un tópico ad hoc de narradores que han hecho de las circunstancias de sitio de la isla de Cuba su fórmula arquetípica. El sinflictivismo -la ausencia de conflicto humano interior, desde el ser humano mismo y para el individuo- que produjo la entusiasta corriente que abrazó el realismo socialista, se retraduce en esta tendencia bajo la variante de una dirección político-ideológica de oposición y absoluta culpa del sistema. Es tema que, al estar erizado de las púas extremistas ideológicas, ha quedado sin acercamientos inteligentes y profundos. La escritura de esta obra específica se presenta para hacerse ver como salvada por sí misma, relente de imágenes captadas por un lente neutral. Y en ese empeño, la perspectiva de neutro meridiano sufre un efecto de giro, al pie de cada circunstancia, mientras el lente focaliza a toda costa las marcas traumáticas que la Revolución Cubana ha dejado en la Historia profunda. El testigo, en tanto parte de una parte del juego, define su objetivo antes de asumir el discurso literario. No descubre al andar de la escritura y arrastrando cultura, sino que elige los marcos en exploración y cumple, fiel, las consecuencias ideológicas a las que fuga lo descrito una y otra vez.

La fiesta vigilada comienza cuando la primera persona recibe carta de M., quien lo recuerda con cariño y superioridad y, más tarde, no conseguirá explicarse por qué el narrador se empeña en regresar a Cuba. La conocida anécdota de Maupassant y la torre Eiffel sirve al personaje de justificación. Oportunamente, un hombre culto como este, no conoce, o no recuerda, la anécdota, lo cual permite dos páginas de recordatorio. En la carta, y luego en el encuentro, M. lo llamará «nuestro hombre en La Habana». Parodia y referente. Con estos elementos Antonio José Ponte construye el laberinto minoico de su libro. Como un ortodoxo, disciplinado, obsesivo discípulo de Milan Kundera, urde la peripecia que se esfuerza en contar a través de esa composición que como una novela ha presentado. Su prosa es exquisita, cuidadosa, digna de un escritor que conoce las bases del lenguaje hasta la miniatura. Pero lo literario no se compone solo de discurso, de pulcra redacción, sino además de estructura. El grado cero reclama en sí mismo conquistar la estructura, estructurar en sus normas el discurso que se supone pueda prescindir de las pautas de lengua y de estilo. Por contaminado que surja, lo genérico responde también a un saldo estructural que la escritura misma pondrá en orden. Y en este libro ese saldo responde más al comentario que para suplemento cultural se va instruyendo que al argumento de relato que la estructura novelada le reclama.

No es, entonces, La fiesta vigilada una historia; carece de anécdota continua, de argumento a seguir, aunque se apele a fábulas ligeras y a personajes costurados de modo manierista. Se trata de un suceder de circunstancias comentadas, con lo cual la vuelta de tuerca del modelo que reclama a la literatura un estatuto neutral, transfigura su paso hacia un nivel extremo. Los ecos de El loro de Flaubert, de Julian Barnes, y de otros textos que en tendencia venían a ser el grito de descargo ante una literatura de códigos severos que se saturaba en el campo receptivo, al ser llevados al extremo disenso de esta obra, dan el giro crucial y anteponen al cero de la escritura números exactos de sentido. La petición que invoca a hacer de la literatura su propio campo de significación, sufre en este proceso de escritura un interesado espejismo a la hora de manipular los códigos elementales. Cede, sin ambages, a la llamada a servicio de dos tesis supraliterarias:

1º. Cualquier circunstancia transcurrida a partir del triunfo revolucionario de 1959 en Cuba conduce a reeditar la barbarie en que el país se sumía hasta la fecha anterior e incluso a superarla.

2º. Son las prescripciones de Fidel Castro -llamado «primer mandatario», «líder de la Revolución cubana» en sus apariciones en el texto, es decir, debidamente desmitificado- las que conducen al caos de barbarie social, a la ruina de la nueva nación.

Dos tópicos de plano ajustados a la folclorística política con que el juicio global archiva al socialismo y, específicamente, al caso cubano.

Ponte ha asumido la actitud de tantos antropólogos convencionales que observan, selectiva y superiormente, al otro para detectar no su diferencia, sino su diferencia exótica, aquella que lo colocaría en un estanco inferior, exterminable, del proceso civilizatorio. Como el consenso occidental ha ido cediendo a la presión por asimilar en la normalidad global -posible en el espacio planetario, en el declamatorio proceder de las declaraciones, pero llamado a aculturarse en la propia geografía- las diferencias étnicas, culturales, subculturales, etcétera, se ha estrechado el diapasón de la otredad denostable y se han concentrado las lecciones en el marco político, aniquilando a la izquierda por discriminación tajante. Para configurar su visión antropológica, y dejar asentado el programa de sentido, Ponte se enfrasca en un ejercicio arqueológico que excava solo en los terrenos tópicos y que se permite viajar hacia los órdenes superficiales de esos tópicos. Al parecer, en virtud del resultado de «viajar», «conversar en otra lengua, observar cómo atardece en las antípodas», de acuerdo con lo que el personaje B. le aconsejara antes de las prescripciones de M. -en el tiempo real, aunque luego en el dato presentado por la redacción-. Ni B. ni su esposa, siberiana «pálida, rubia y de ojos azules» soportaban la vida habanera, con su calor, sus ruidos, su chusmería, [7] es decir, la alteridad rescatada de la antropología convencional con que se suele describir La Habana, mucho más que el país, dicho sea de paso. No obstante, el personaje aparece en función de conceder al autor algo de tesis, algo de llamada secreta, aunque referida, al condescendiente lector:

«los primeros cuentos publicados por B. narraban episodios de cubanos en tierras rusas. / En la Unión Soviética había hallado el exotismo o extrañamiento necesario que provocaba escritura. […] / Existía en esos cuentos un protagonista que era siempre B., alguien que se adentraba como extranjero en Rusia. Admitía en ocasiones ser cubano y en otras ocasiones no se le achacaba procedencia. El dinero, cómo hacerlo y cómo derrocharlo, aparecía inevitablemente en esas pequeñas historias. Y se presentaban percances sentimentales con mujeres autóctonas, mujeres para las que (sospechamos) el protagonista hiciera tantas millas de viaje. / Sin embargo, de los móviles que empujaban a ese sempiterno personaje (a B. lo movía todavía un tercero: la fama), el sexo resultaba más bien pálido comparado con las apariencias monetarias.» [8]

El lector está llamado a saber, o a sospechar, qué ha movido al autor en referencia con su protagonista, qué lo distingue y lo hace superior ante todos y cada uno de los antagonistas furtivos que a lo largo del texto tendrán su déjà vu. Ya lo va a expresar el propio B. al presentar, sin haberlo leído y sin conocer la mayor parte de las obras que analiza, su «libro de ensayos acerca de viejos escritores cubanos», del cual elogia «lo narrativo, el arranque de novela con que empezaba el único de mis textos que le era familiar». El autor califica de amable este gesto de B., pues, en contraste con las costumbres del personaje, reacio a «frecuentar obra de amigos, coterráneos, contemporáneos», lo enaltece ese acto de coqueteo hipócrita tanto con los lectores como consigo mismo. [9]

El conflicto inicial depende entonces de resolver el problema de las limitaciones narrativas con un espíritu testimonial cuyo soporte de credibilidad descansa sobre la habilidad de redacción para el discurso en sí, para sus objetivos de tipo supraliterario. Aunque personaje que enuncia circunstancias, que glosa apostillas literarias acerca de tópicos anclados en la literatura misma, en sus siempre infinitas posibilidades para especular, esa primera persona que intenta componer la narración reconoce en varios incidentes la alternancia entre el sujeto que enuncia y la persona viva que al autor corresponde. Un arquetipo ilusorio del plano receptivo une, por ejercicio contiguo de interpretación, al autor de relatos con sus personajes, algo que la teoría desmiente con pródigos estudios. En este caso, en cambio, el autor necesita conjurarse en función de personaje, de lo contrario el operativo fabular no desencadenaría los tópicos de recepción folclorística que su norma debiera confirmar. Se suceden así las pistas y evidencias que lo identifican, la reproducción de textos publicados con su nombre y hasta la sonora adivinanza lingüística que dice:

«mi apellido paterno significa puente en portugués y en ese idioma es palabra de género femenino: a ponte. Lo cual venía a coincidir con la inicial de mi nombre». [10]

Suyas son las cursivas de la cita que, aunque de requerimiento editorial, revelan el ejercicio expreso de identificación. Por otra parte, para llamar apenas dos ejemplos de acceso digital, reproducidos bajo el título de «Dos de espías» por La Habana elegante, el fragmento acerca de los relatos de fantasmas y espías, con Edith Warton, Le Carré y Graham Greene como hilos conductores, que ocupa el espacio entre las páginas 34 y 40 del libro, había aparecido en el número 39 de Letras Libres en diciembre de 2004. Y en marzo de 2005, en el número 43 de esa publicación, se incluyó una versión limitada del final del libro. Por tanto, sus posibilidades de autor apuntan más a comentar historias que a narrarlas. Si la persona que refiere el personaje B. ha elogiado la impronta narrativa de un ensayo suyo, se debe a que es verdad que los amigos se conocen en las presentaciones de libros, que su fidelidad se expresa a través de la renuncia al análisis crítico, algo con lo que el autor no se muestra recíproco.

Así, desde el punto de vista de la capacidad genérica de la escritura, La fiesta vigilada es la composición de un bachiller aventajado. Pero el autor asume el riesgo, o la necesidad vital, y pergeña una cadena de breves comentarios que, en tanto lo van documentando en función de sufrido personaje, aspiran a adquirir ciudadanía de novela; novela en vía crucis de proponer al autor como juez de severo testimonio.

Angustiosa sucesión de mascaradas: comentarios ensayísticos que asumen la máscara de una novela; novela que asume la máscara del testimonio; testimonio que asume la máscara del juicio de valor ante la historia; visión histórica que va a asumir la máscara de una fantasmagoría kafkiana elemental; reproducción kafkiana que de realismo socialista comentado se enmascara. Carrera relevo del disfraz, encarnada en un mismo corredor. Comentarista de carreras de velocidad que baja de repente a la pista para inmiscuirse en los eventos de fondo. Bachiller en relato. Juez de folclorística política. Máscara de sí mismo a la hora de alzarse en el estrado.

Otros autores, luego de haberse montado en la necesidad de cierto grado cero para la escritura y usurpar enseguida esos preceptos para servir a un sentimiento ideológico concreto, asumen en directo su actitud, condicionan el texto al germen de la circunstancia narrada. Es decir, en tanto sobrevive un precepto de valoración civilizatoria que convierte a la política en suplemento demodé, las conclusiones políticas se dan por contigüidad aritmética, por síndrome de antonomasia, y libremente y sin cuestionamientos se asientan, sin peligro de ser llamadas a explicarse en sus contradicciones. A. J. Ponte, tal vez intentando conseguir desmarcarse del amplio pelotón, donde codazos, empujones y trampas de dibujo animado son práctica común, se atiene en su libro a este baile de máscaras, a esta fiesta de disfraces que es en efecto la literatura e intenta rescatar la consecuencia neutral de mirar lo literario en su interior, a través de los signos que expresen sus síntomas vitales. No salva la trampa, -tampoco funge una intención de fondo-, sino que supedita su escritura a conclusiones supraliterarias, a algunas tesis que puedan abonarle su proyecto de comulgar con la ficción siquiera en penitencia. Angustia poiésica que el autor ha hecho explícita en frases como «la ficción me resulta una tierra extranjera», «la ficción no transcurre en la lengua que escribo», «La ficción ocurre en ninguna parte». [11]

Por otra parte, y dicho a propósito de la cita anterior, los lectores de esta edición de La fiesta vigilada quedan sin la posibilidad de saber que su autor fue de quienes ocupó puesto en los catálogos de ediciones mantenidas gracias a la capacidad de resistencia de la revolución, como Letras Cubanas, Vigía y Reina del Mar. Además del infructuoso relato «Corazón de skitalietz», por Ediciones Vigía apareció la bella edición de Un seguidor de Montaigne mira La Habana, luego de haber publicado la modesta plaquette de 32 páginas con 19 poemas por la colección El Papel Literario, reconocidos ambos con el Premio de la Crítica, que financia, como se sabe, entidades del estado cubano. De inmediato, con el poemario Asiento en las ruinas, en el que incluye los textos de la plaquette premiada, va a obtener de los jurados del premio Pinos Nuevos un cupo de inédito para quedar en la nómina de premiados en un año en el que fue necesario reducir la cuota en amplio número. Mascarada del poeta dos veces reconocido con el Premio de la Crítica que decide mostrarse como inédito. A pesar de haber sido mimado por ese soporte de legitimación literaria que son los concursos, de haber entrado voluntariamente a una organización legal que agrupa a artistas y escritores con una obra socialmente reconocida -la UNEAC-, Ponte juega al expediente de ostracismo. Como la vedette que llora la lástima de su soledad ante el público que la aclama, se funge en radical y heroico ante extranjeros y jóvenes. Así presentado, parece mejor asimilable al arquetipo folclórico de discriminación con que se archiva a la Cuba de crisis.

De entre la serie de tesis que van superpoblando las viñetas del libro, dos se especializan en calzar ese sentido último del dato que el texto nos irá conformando:

1º. Es inevitable el envejecimiento de la narración convencional, de espías y de fantasmas como ejemplos modales, que ha de llamar a una escritura otra (la suya, sospechamos, inducidos por tantas banderillas de testimonio judicial) capaz de sustituirlas como espectro de lo real ante el acto de lectura.

2º. En tanto autor, cuyo apellido apunta, él es el puente único-posible para reconocer, en interpretación, las ruinas públicas de la isla sumergida en sus continuas carencias.

Fantasmas. Y ruinas.

Principios válidos que, luego de naufragar en su intento narrativo, en su espíritu poético evitan desarrollarse hacia dentro, se niegan a ver el país para sí mismo. Se cumple, eso sí, con esa arqueología desechable que nos convierte en comodines exóticos de la civilización, elemento de auxilio al maestro que se presenta a la convocatoria por la cátedra fija y explica en recónditas usuras lo aprendido. Su gravedad convoca a graves consecuencias, a lo que el campesino nuestro aún llama curas de caballo.

Otra tesis tópica -v. g. – se asienta en el recorrido de la página 70 a la 90. En ella se ensaya establecer como una antonomasia contigua el giro aritmético revolución + prostitución y se maniobra, también interesadamente, con las actitudes de Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sastre en relación con el proceso revolucionario cubano. La ironía con que el autor intenta rematar el lance -Simone discriminada por los anfitriones y por el propio Sartre en relación con las habitaciones en que pernoctan; y la frase última: «Luego de sufrir estrabismo, Sartre moriría ciego»-, al carecer de la sutileza que hace a lo irónico pertinente, linda con un patetismo que el habla común calificaría como de pataleo, o de perreta.

Un chiste popular, que en su versión racista emplea a un negro y en su versión psicosocial a un burócrata, hace que un entusiasta despedidor de duelos acuse al imperialismo de la muerte de un hombre que ha sido atropellado por un Ford, pues, como se sabe -explica- el Ford es un auto imperialista. En su versión culta, Ponte despide el duelo de la Revolución Cubana, sin atenerse a ser premonitorio, sino acumulando culpas, fustigando en las llagas con el placer añadido del sádico al que por fin le conceden su venganza. El trauma en el que debiera debatirse la persona sucumbe al ejercicio de guerra cultural. No se desmarca, sino que reacciona. He escrito ya -y lo seguiré haciendo hasta que no me demuestre lo contrario, o hasta que una de esas bombas de tiempo me extermine- que esa guerra se gana con la paz, no con más guerra. Por tanto, un libro de tesis como este deberá ser valorado no por su nivel narrativo de escolar, sino por el sustrato de sus juicios, por la fantasmagoría en que deviene un testimonio que parte de la realidad y que, en el condicionado ejercicio de sus objetivos, se reconvierte en agresión, en desprecio del otro, en uso espurio de la crítica social que tanta falta hace, del racismo y los tópicos políticos, y en abono de discriminación cultural de los que, a pesar de haber sido más críticos que él mismo (en cuentos, novelas, ensayos e incluso en poesía y debates orales), quedaríamos relegados solo por no compartir sus conclusiones.

Lo literario conserva, a pesar del efecto depredador del mercadeo, de la indiscriminada falta de balance profundo, su meridiano cero, su norma desde sí. De ahí que, al disfrazarse de autor, el personaje de La fiesta vigilada sea un fantasma que, partiendo de lo real, como ante Hamlet, emprende una fantasmagoría, mascarada del ensayista que fabula para vender sus tesis como edictos. De ahí, además, que los detalles clínicos de la abundante arqueología se construyan en ruinas, pues, como inspector de ruinas, o ruinólogo, según se considera, no toma las medidas necesarias y se contamina. Como su personaje M., quien necesita nombrar a un abogado para poder desquitarse una paliza, Ponte, autor no personaje, encarga a la literatura esa defensa. A pesar de las mañas, la literatura se niega a ceder sus reglas interiores y, burlando el mentís que ni autor ni personaje consiguen rescatar, revela dónde está en resultado la justicia.


[1] Guarachas cubanas antiguas , Compilación de Antón Arrufat, La Habana, 1963 (según la edición de 1882)

[2] Roland Barthes: El grado cero de la escritura seguido de Nuevos Ensayos Críticos, Siglo XXI editores, 1973; Traducción: Nicolás Rosa; pp. 9-89; Cf. p. 11

[3] Op. Cit., p. 12. «Este orden sacro de los Signos escritos propone la Literatura como una institución y evidentemente tiende a abstraerla de la Historia, pues ningún cerco se funda sin una idea de perennidad; pero allí donde se la rechaza, la historia actúa más claramente; por lo que es posible formular una historia del lenguaje literario que no sea ni la historia de la lengua, ni la de los estilos, sino solamente la historia de los Signos de la Literatura, y se puede descontar que esta historia formal manifieste a su modo, que no es el menos claro, su unión con la Historia profunda», escribe Roland Barthes.

[4] Op. Cit., pp. 14-15

[5] Op. Cit., p. 15

[6] Editorial Anagrama, Barcelona, 2007

[7] Op. Cit. p. 17.

[8] Op. Cit. pp. 17-18

[9] Op. Cit. pp. 22-23.

[10] Op. Cit. p. 158.

[11] Corazón de skitalietz, Reina del Mar Editores, Cienfuegos, 1998, pp. VII-VIII. Las citas corresponden a la introducción al relato, llamada «Epílogo» por el autor.