Conferencia inaugural del curso sobre filosofía de la paz que se está celebrando en la Universidad Pompeu Fabra, Facultat d’Humanitats, de Barcelona
I
Si se repasa los aurea dicta de la civilización greco-romana, o sea, aquellos dichos y proverbios de los grandes pensadores del mundo clásico occidental que luego han sido repetidos tantas veces a lo largo de la historia, se llegará pronto a la conclusión de que la alabanza o defensa incondicional de la guerra es algo excepcional. Lo que predomina en estas máximas es la crítica y la denuncia de los males que acompañan a la guerra, y, por implicación, la defensa y el elogio de la paz [1] .
Incluso aquellos dicta greco-romanos más conocidos, que a veces han sido aducidos en favor de la inevitabilidad de la guerra o en defensa del belicismo, obligan habitualmente a los exégetas, por su formulación, a introducir distingos y precisiones que acaban quitando hierro a la inicial contundencia de la frase belicista.
Tal es el caso, por ejemplo, del célebre pensamiento atribuido a Heráclito de Éfeso: «La guerra es común a todas las cosas […], el padre y el rey de todas cosas; a unos los muestra como dioses y a otros como hombres, a unos les hace esclavos y a otros libres» [Kirk y Raven, 273; Eggers Lan y Julià, 347]. O también es el caso del no menos célebre dicho romano, cuyo origen no se conoce bien, si vis pacem, para bellum.
Efectivamente: si en el primer caso, como han argumentado con razón la mayoría de los comentaristas de Haráclito, la palabra «guerra» no ha de tomarse en el sentido literal de conflicto bélico sino más bien en el sentido metafórico, heraclitiano, de contraposición u oposición de los contrarios como principio del cambio, de todo cambio, en el segundo (ya sea en la forma en que la idea fue formulada por Cicerón en las Filípicas o en la forma que dio a la frase Vegecio en Epitoma rei militaris) hay implícito un condicional hipotético que es decisivo, a saber: la suposición de que se quiere o se desea la paz; razón por la cual este prepararse para la guerra es sólo el medio que se considera mejor para alcanzar la meta, finalidad u objetivo deseable, que es, obviamente, la paz.
De estos dicta célebres el filósofo o el historiador ha aprendido que las guerras, todas las guerras, son horribles (Virgilio, en la Eneida); que las guerras son «lo odiado por las madres» (Horacio, en las Odas); que la guerra obliga a las leyes a enmudecer (Cicerón); que la guerra supone siempre incerteza o incertidumbre (Tito Livio, Séneca; que las armas, cuando se emplean, no tienen moderación (Séneca), etc.
De ahí se sigue algo que Silio Itálico dejó escrito de la manera más clara posible y que muchos seguramente compartimos: «La paz es la mejor de las cosas que al hombre le ha sido dado conocer; es preferible la sola paz que innumerables triunfos».
Pero también se aprende ahí, en las máximas célebres de la civilización greco-romana, que, siendo como lo es para los seres humanos en general mejor la paz o la ausencia de guerra, no nos conviene tampoco aceptar cualquier paz, aspirar a la paz a cualquier precio, y que hay que guardarse de lo que los otros, los dominadores o los hegemones del momento histórico correspondiente, llaman paz. Pues, como dice Tácito: «Llaman falsamente paz a una miserable servidumbre»; o «Hacen un desierto y lo llaman paz».
Parece que ha sido precisamente la observación de la distancia que hay entre el decir y el hacer, del largo trecho que hay entre dicho y hecho, lo que ha llevado a algunos de los mejores exponentes de esta cultura a establecer al menos tres proposiciones que seguiremos encontrando en la reflexión de los pensadores modernos sobre la guerra y paz.
La primera de estas proposiciones parte de la aceptación de la idea de que, en cualquier caso, hay que estar prevenidos para una hipotética guerra y establece algo así como una conexión necesaria entre guerra, paz y dinero. La formulación de esta proposición clásica está en Tácito: «Ni la paz en las naciones puede mantenerse sin ejército; ni el ejército sin pagas; ni las pagas sin tributos».
La segunda proposición a que me quiero referir aquí y que se ha repetido hasta la saciedad, por activa o por pasiva, siempre que un estado empieza una guerra –como hemos visto, una vez más, en la última, en la guerra de Irak– está ya en el De Officis de Cicerón. Y dice así: «Hay que emprender la guerra de modo que parezca que lo que se busca es la paz».
Y la tercera proposición, aunque menos explícita, se deriva de la idea de que no nos conviene aceptar cualquier paz y menos aquello que, por lo general, los imperios, los dominadores y los opresores suelen llamar «paz». Esta tercera proposición se puede formular así: luchar por la paz es siempre luchar por algo más que la mera paz. Ni qué decir tiene que precisar que haya de ser este algo más que la paz ha sido y sigue siendo uno de los problemas que han de abordar la cultura y la educación para la paz en cada momento histótico.
Con el paso del tiempo y de los siglos las formas de hacer la guerra, la estructura y organización de los ejércitos, la potencia destructiva de las armas y los efectos de las acciones bélicas sobre las poblaciones civiles han cambiado, naturalmente. Y con esos cambios ha ido cambiando también la manera de analizar la relación entre guerra y paz. Pero podría decirse que las ideas básicas, de fondo, sobre guerra y paz que podemos encontrar en los aurea dicta de la civilización greco-romana se han mantenido en lo esencial a lo largo de lo que solemos llamar cultura moderna occidental. Esto es algo que se verá a medida que vayamos entrando en el pensamiento de los autores que abordaremos durante este curso.
II
Respecto del curso que empezamos hoy querría deciros que, siendo el temario que os proponemos un programa muy completo sobre los filósofos de la paz (tal vez, por lo que yo sé, el más completo que se haya ofertado hasta ahora en una universidad catalana), tampoco en este caso están todos los que son, o sea, todos los filósofos o pensadores de los que se puede decir que hayan sido pensadores de la paz.
Lo primero que se ha de tener en cuenta es que el temario y las conferencias que os proponemos sólo incluyen filósofos, pensadores o escritores de lo que la cultura euro-americana suele llamar modernidad: de Kant hasta nuestros días. Faltan incluso algunos precursores de esa modernidad, como Erasmo de Roterdam o Comenio o Vitoria o Suárez o Grocio, por poner algunos ejemplos grandes. Pero esta limitación se puede justificar fácilmente tratándose, como se trata, de un curso trimestral. Pues, como habréis visto, ya lo que hay en el temario es mucho, muchísimo, para un curso que durará tres meses. Y, de todas formas, algo querría decir a continuación sobre el irenismo de Erasmo de Roterdam para cubrir al menos en parte ese hueco entre los siglos XVI y XVIII.
La otra limitación del curso, de la que debemos advertir, es también muy evidente: apenas está representada en el temario la reflexión sobre la paz y la guerra de los pensadores de otras culturas distintas de la euro-americana u occidental. Y hemos de ser conscientes de ello desde el principio. Este otro hueco difícilmente se va a poder cubrir durante el curso. De manera que, si las cosas van bien, habrá que hacerlo otro año.
III
La mayoría de los libros, artículos y ensayos publicados durante estos últimos años sobre los conflictos bélicos que han asolado el mundo después de la segunda guerra mundial y de la «guerra fría», sobre las llamadas «guerras previntivas», sobre la injerencia internacional y de los estados o sobre intervención humanitaria peero también sobre la acción no-violenta, sobre la educación para la paz, la objeción de conciencia y la desobedencia civil, suelen mencionar reiteradamente, en apoyo de sus tesis, a una serie de autores que son precisamente los que vamos a tratar aquí y que fueron, a su vez, representativos de cuatro puntos de vista diferentes sobre la guerra y la paz que conviene conocer.
Autores como Bobbio, Anders, Bastian, Walzer, Ferrajoli, Collon, Münkler, Ramonet o, entre nosotros, De Lucas, Ramón Chornet, Muguerza, Veiga, Fisas, etc., dialogan (o discuten) continuamente con los que podríamos considerar clásicos de estos cuatro puntos de vista. Si consultáis, por ejemplo, a este respecto, el libro de Münkler sobre las guerras del siglo XXI, el ensayo de Brauman sobre la acción humanitaria, el ensayo de Muguerza sobre el derecho de intervención a favor de los derechos humanos o los libros y artículos que han escrito en estos últimos años Chomsky o Samayoa, veréis que ahí aparecen reiteradamente los nombres Kant, Clausewitz, Marx, Gandhi, etc., que son representativos de esos cuatro puntos de vista ético-políticos diferentes, en el tema de la guerra y paz, a los que querría referirme a continuación.
De hecho, al caracterizar las guerras del siglo XXI y diferenciar la naturaleza de estas guerras de las guerras anteriores, Münkler, que es uno de los grandes teóricos actuales, tiene muy en cuenta los puntos de vista de Clausewitz y del marxista Mao; Muguerza y Brauman, por ejemplo, al discutir el derecho de injerencia e intervención humanitaria en defensa de los derechos humanos, tienen muy en cuenta el punto de vista de Kant; Samayoa y otros autores, al oponer a las guerras una acción no-violenta de resolución de conflictos en el plano internacional, se inspiran mayormente en Gandhi y en Luther King, etc.
Aunque estos cuatro puntos de vista a los que aludo y que voy a exponer brevemente no son todos los puntos de vista posibles ante el viejo y siempre nuevo tema de la guerra y la paz, sí que son los más representativos todavía en el mundo actual. Podemos denominarlos así: 1) legalizador; 2) analítico-fenomenológico; 3) clasista-libertador; 4) pacifista radical (o pacifista en sentido propio) [2] .
IV
Antes de entrar en los clásicos de estos cuatro puntos de vista sobre la paz y la guerra querría dedicar unos minutos a Erasmo, primero por lo que he dicho antes, o sea, para cubrir parcialmente el hueco en el temario, pero también por otra razón que diré ahora. Erasmo, que ha sido considerado uno de los padres del irenismo moderno, escribió sobre estas cosas en un momento histórico, los orígenes de la modernidad europea, que presenta cierta semejanza con el nuestro por la superposición en los conflictos del enfrentamiento entre civilizaciones y religiones, el choque entre culturas y los intereses políticos y geoestratégicos.
Como es sabido, Erasmo llegó a tener una grandísima influencia entre los intelectuales reformistas de las primeras décadas del siglo XVI en toda Europa, influencia que se iría debilitando luego, a partir del endurecimiento del conflicto entre católicos y protestantes. Para lo que aquí interesa hay que tener en cuenta una obra suya publicada en 1515 y dirigida contra la guerra, que significativamente tituló Dulce bellum inexpertis («La guerra sólo es atractiva para los que no la conocen»). Dos años más tarde volvería sobre el mismo tema con otra obra titulada Querela Pacis («Lamentaciones de la paz desdeñada y rechazada por el mundo entero») [3] .
En estos escritos, frente al tradicional vis pacem para bellum, Erasmo subraya la importancia que, para vivir en paz, tiene la voluntad, el querer verdaderamente la paz; luego atribuye la responsabilidad principal de las guerras a los intereses privados de los príncipes de la época; lamenta la persistencia y el efecto negativo de esa selva de los tópicos que son los estereotipos construidos sobre las gentes de las distintas naciones europeas modernas; afirma el ecumenismo frente a los particularismos derivados de aquella selva de los tópicos; y da argumentos en favor de la extendida creencia según la cual, en su inmensa mayoría, el pueblo detesta la guerra y exige la paz.
Erasmo no se cansa de repetir que «la guerra es algo tan monstruoso que corresponde a bestias salvajes más que a hombres». Y se pregunta «¿qué profundidades del averno han ideado esta monstruosidad entre nosotros?» para a continuación recordar al príncipe «verdaderamente cristiano» que ha de detestar la guerra «como el pozo negro de toda iniquidad».
En la Querela Pacis el humanista Erasmo deplora que los príncipes de la época estuvieran creando algo así como un caos generalizado para lograr beneficios territoriales mínimos y afirma sentirse avergonzado de los pretextos que estos príncipes, que se llaman a sí mismo cristianos, inventan para levantar en armas a sus súbditos. Ve en ello crasa hipocresía y usa, para criticarla, una fórmula que dos siglos más tarde el ilustrado Voltaire haría suya: «Primero deciden lo que quieren y después buscan una razón para encubrir su acción».
En otro lugar de la obra Erasmo, que no era precisamente un extremista en asuntos públicos, llega a caracterizar a estos príncipes como criminales malvados que usan su despótico poder para sobornar a personas que luego se dedican a atizar la guerra. Y dice que quienes así actúan no están pensando en las personas como seres humanos, sino que en realidad tratan a los súbditos como bestias del mercado, a las que se puede sacrificar fácilmente.
Erasmo ha defendido la necesidad de hacer un esfuerzo genuino para abordar y suprimir las causas que recurrentemente conducen a la guerra; ha hecho un llamamiento para que, antes de emprender una guerra, se prueben todas las posibles técnicas de arbitraje; y ha sostenido que, en última instancia, si se declara la guerra, hay que tratar al enemigo con moderación y sin crueldad. En opinión de Erasmo, se debe comparar el bien que se pretende conseguir con el daño que se va a hacer en la guerra, pues, con frecuencia, es «mucho mejor dejar estar un mal latente que exacerbarlo con una medicina inexperta». Y si, finalmente, agotados todos los otros posibles medios pacíficos para resolver el problema, el príncipe cristiano cree que hay que ir a la guerra –concluye el humanista– «ésta no debe ser emprendida sin el consentimiento de todo el pueblo».
V
El punto de vista que se suele llama «legalizador» arranca de las consideraciones de Kant en su ensayo sobre la paz perpetua (1795-1796). He aquí los principios básicos del punto de vista kantiano sobre la guerra y la paz:
1º La guerra es un mal inaceptable. La guerra es el mayor de los males que afectan a las sociedades humanas, la fuente de todos los males y de toda corrupción moral. Es la forma extrema del mal general de la naturaleza humana (el egoísmo natural). Pero es un mal del que nadie se puede curar completa e inmediatamente.
2º Teniendo esto en cuenta, la defensa propia es moralmente admisible. Pero cuando se habla de guerra hay que distinguir entre el plano estatal-nacional y el plano internacional.
En principio, está moralmente justificado el que todo ciudadano se prepare para defender a su país de una invasión extranjera. Los ciudadanos deben lealtad política a su propio Estado y a las leyes establecidas. Pero obedecer las leyes del Estado es, para Kant, un imperativo moral no utilitarista: los hombres obedecen las leyes del Estado porque creen que es moralmente correcto hacerlo así, no porque consideren que observar la ley signifique una ventaja personal.
En cambio, la decisión voluntaria de un gobierno de atacar a otro es opuesta al derecho e injusta. Los gobiernos tienen el deber inmediato de inaugurar la paz en la forma de un orden legal embrionario concebido para ser perpetuo, de manera que poco a poco se extienda a todo el globo. La perspectiva debe ser la paz perpetua. Pero la paz perpetua no ha de ser la paz de los cementerios. En esta perspectiva, ni el Imperio ni las poderosas federaciones de Estados tradicionales resuelven el problema de las relaciones internacionales justas. En el primer caso, porque el Imperio conduce a una situación de tiranía en gran escala dentro de la cual no surgen por definición conflictos interestatales. En el segundo caso, el de la federación de estados, porque en la medida en que la federación es lo suficientemente fuerte constituye en realidad un superestado que inevitablemente pasará por encima de los derechos de sus miembros. Y si la federación no es lo suficientemente fuerte las rivalidades entre los miembros que la componen llevarán a la anarquía internacional
3º La concordia se basa en la complementación de consenso y coerción. Pero hay algo así como una asimetría entre el uso de la coerción en el ámbito estatal o nacional y en el plano internacional, a saber: los ciudadanos deben lealtad política a las leyes del propio estado; pero en el plano internacional debe regir el pacto y la no-intervención de un estado en la constitución interna de los otros estados.
La coerción es necesaria, según Kant, como apoyo al consenso o consentimiento voluntario siempre para defender el derecho en el interior de cualquier Estado establecido, pero es absurda, tanto lógica como prácticamente, en el orden internacional: hay, pues, una asimetría fundamental entre establecer y mantener una constitución justa en el interior de un estado (para lo que está justificada la coerción) y establecer y mantener una relación justa entre estados.
4º La aspiración a la paz perpetua tiene exigencias y normas. Los prerrequisitos de la paz perpetua son: a) un pacto preliminar y limitado entre estados en el que b) los estados se dotan de una constitución republicana (representativa), pero c] mantienen su soberanía y, desde ella, d] renuncian a la injerencia bélica en los asuntos de los otros, e] constituyen una asociación federativa o confederación cuyo objetivo primordial es la no-agresión entre los estados firmantes; y e] dan ejemplo, incluso unilateralmente, de comportamiento pacífico.
En el pacto preliminar los estados abjuran de todos los tratados secretos, se comprometen a renunciar a la adquisición de cualquier otro estado mediante herencia, compra u obsequio y declaran formalmente la renuncia a cualquier interferencia en la constitución interna de otro estado así como al recurso al asesinato y la subversión. En la concepción kantiana, que sigue la tradición republicana, los signatarios del tratado preliminar deben dotarse de una constitución representativa de la voluntad popular y su unión o federación, además de libre, debe ser del tipo más simple, o sea, limitada a la repulsa de los actos bélicos o belicistas de los unos ante los otros.
Al proponer en términos positivos una federación Kant usa indistintamente los términos «asociación federativa», «confederación» o «congreso permanente de Estados». E insiste en que la finalidad de la misma es estrictamente limitada: la no-agresión mutua permanente entre las potencias firmantes del tratado (o bien un pacto para la defensa común contra la agresión de extraños). Por eso sólo puede haber orden internacional, hablando con propiedad, cuando de manera preliminar algunos gobiernos renuncien libremente al derecho de hacerse la guerra unos a otros. Luego, a medida que los otros gobiernos se dan cuenta de las ventajas derivadas de esta iniciativa (mejora de la economía y mayor seguridad) tratarán de incorporarse al pacto de no agresión mutua. Pero -y ahí está la clave- para que el pacto sea efectivo el orden internacional debe limitarse a la tarea suprema de preservar la paz entre aquellos estados cuyos criterios compartidos les llevaron a firmar un tratado de no agresión. La no-intervención absoluta en los asuntos internos de todo estado signatario es la condición previa esencial de adhesión leal al tratado propuesto.
Se trata, pues, de la inauguración de un proyecto a largo plazo para la instauración de la paz, de un experimento cuyo éxito no puede quedar nunca enteramente garantizado. El orden internacional a escala global sólo puede contemplarse desde una amplia perspectiva histórica. Aunque seguramente este proyecto encontrará muchos obstáculos en la práctica, su éxito dependerá del respeto de lo tratado y del cumplimiento del deber y de la vocación cosmopolitas. La paz, concebida para ser perpetua, no se logra así de golpe; es un bien colectivo que debe extenderse a partir de un ejemplo positivo de no agresión propuesto voluntaria y unilateralmente por alguno o algunos de los estados que comparten ese criterio.
5º La forma en que se concreta la aspiración a la paz perpetua (incluida la declaración unilateral de renuncia a la guerra en caso de conflicto) no es garantía de paz para siempre. En esto, como en tantas otras cosas, no hay garantías. Solo podemos aspirar a actuar como si (como si fuéramos libres de elegir y como si hubiera garantía de paz perpetua).
Kant insiste en que su propuesta de federación o confederación no tiene que ser un estado internacional, esto es, un estado mundial o un único estado implantado internacionalmente; y, por tanto, la constitución de la federación deja a sus miembros tan soberanos como antes. Tampoco hay ninguna garantía segura de que la federación o confederación no se desintegrará o de que no sea hundida por potencias militaristas. En esto, como en tantos otros campos, las inevitables limitaciones del conocimiento humano imposibilitan toda prueba: tanto a favor como en contra. Al hacer esa apuesta, que es la más razonable desde el punto de vista de las relaciones internacionales, estamos ante una antinomia. Y el único modo en que podemos dar sentido a lo poco que sabemos sobre el desarrollo político de la humanidad es actuar como si (como si fuéramos libres de elegir y, en este caso concreto, como si realmente hubiera garantía para la paz perpetua). Tal aspiración es un ideal regulador de la actuación de los gobiernos y de los estados.
6º Sólo el reconocimiento del recurrente y persistente peligro de recaída en la guerra puede sustentar la exigencia de la razón haciendo valer por medios legales los derechos que excluyen el recurso a la misma. Y, como por lo general el hombre aprende por choque, según sugiere la experiencia histórica, las condiciones de posibilidad de una política de paz aumentarán con la conciencia del aumento de la destructividad de las armas
Si ciertas exigencias morales nos impulsan a actuar como si siempre fuéramos libres de elegir correctamente, entonces estamos autorizados a creer que poseemos libertad moral (aunque nunca podamos saber o entender cómo). El hombre es racional e irracional al mismo tiempo. La conciencia que abstractamente tenemos de la injusticia de la guerra y de sus principales causas nunca será garantía suficiente para producir la paz entre las naciones. «La voluntad humana racional es tan admirable en sí como impotente en la práctica», ha escrito Kant. De ahí que sólo a medida que la guerra sea patentemente más destructiva y más costosa se sentirán los hombres impulsados a dar los primeros pasos hacia una paz permanente. Pero tampoco en ese caso hay resolución para siempre del problema, pues siempre cabe la reincidencia en el egoísmo y en la guerra. Sólo el reconocimiento de ese persistente peligro puede sustentar la exigencia de la razón en el sentido de hacer valer los derechos por medios legales que excluyen el recurso a la guerra [4] .
VI
El segundo punto de vista a tener en cuenta es el fenomenológico y analítico del fenómeno «guerra». Este punto de vista arranca de las reflexiones que hizo Karl von Clausewitz [1780-1831], el general filósofo, en su tratado De la guerra, elaborado entre 1808-1830 y publicado en 1833. Tiene como antecedentes la obra de Sun Tzu, El arte de la guerra (siglo V antes de C.) y las consideraciones de Nicolás Maquiavelo, en los inicios de la modernidad europea, sobre el mismo asunto.
Se trata en este caso de pensar la guerra como un fenómeno cognoscible y asumible, que obedece, como tantos otros procesos de la cultura humana, a una lógica y a unas leyes, y no, por tanto, como si se tratara de una irracionalidad que escapa a toda posible teorización. El objetivo de Karl von Clausewitz es pensar la guerra como un proceso controlable precisamente para comprender su lógica interna, conducirla mejor y hacer posibles las metas por las que se ha iniciado o declarado Es supuesto de partida es que si el conocimiento da poder sobre el curso de las cosas, el conocimiento de la guerra también.
Las ideas básicas de Karl von Clausewitz se pueden resumir así:
1º La paz (perpetua o limitada) puede ser un ideal razonable, pero sólo eso. No hay posibilidad de erradicar la guerra del panorama humano. Y, por tanto, sigue valiendo el principio romano clásico: «si quieres la paz prepara la guerra».
2º Es una utopía considerar que con el aumento de la civilización descenderá el carácter destructivo de las guerras. Toda consideración histórica muestra lo contrario: a mayor progreso civilizatorio mayor destructividad de las armas bélicas.
3ª Siendo esto así, lo mejor es conocer analíticamente las causas de las guerras y técnicamente la táctica y la estrategia militares.
4ª La guerra no es un acto aislado, independiente, es la continuación de la política por otros medios. Tiene que haber por tanto un conocimiento tendencialmente científico de la guerra, como lo hay de la política.
5º La guerra no es sólo violencia y voluntad (de poder), sino también, como todo hecho humano, manifestación de la inteligencia y de la razón.
6º Siendo como es la guerra inevitable, los más interesados en el conocimiento de su naturaleza serán los débiles, los países amenazados y en, general, todos aquellos que se encuentran en una situación defensiva.
Von Clausewitz ni siquiera toma en consideración la posibilidad de erradicar la guerra del panorama humano. La guerra es, para él, la continuación de la política por otros medios y cuando los objetivos militares son manifiestamente inalcanzables, la guerra acaba en diplomacia. La cuestión ética, hablando con propiedad, no se plantea. De la guerra es una obra de estrategia, una obra analítica.
¿Equivale esto a cinismo? En cierto sentido, sí: en el sentido en que entonces empezaba a hablarse de «cinismo científico». Que equivale a análisis, a descripción anatómica. Por comodidad analítica se hace abstracción de otros planos (en este caso, precisamente, de la cuestión ética) que no sean el estratégico, el de las correlaciones de fuerzas. Desde el punto de vista metodológico, Von Clausewitz prolonga las consideraciones del renacentista Maquiavelo sobre la guerra y la política, enlaza con los padres fundadores de la economía (la entonces llamada «economía política» o «economía nacional») y con la obra de los padres fundadores de la sociología.
A la hora de comparar De la guerra con La paz perpetua kantiana hay que tener en cuenta el cambio de época. Estamos ahora en la primera quiebra del proyecto moral ilustrado. La experiencia de las guerras revolucionarias (en Francia) y de las guerras napoleónicas (señaladamente, los fracasos de Napoleón en España y Rusia) era demasiado apremiante como para seguir proponiendo el objetivo kantiano. Von Clausewitz no podía compartir ya, entre 1808-1830, el optimismo histórico relativo de los ilustrados. Para entender esto rápidamente basta con pensar en Goya, en cómo el ilustrado Goya se va volviendo negro después de Los fusilamientos de la Moncloa. «El sueño de la razón produce monstruos», se titula uno de sus grabados más conocidos. Contemplando en qué había dado el sueño de la razón ilustrada se comprende que Von Clausewitz haya considerado que se equivocaban aquellos teóricos del siglo XVIII que habían sugerido que, con el progreso de la civilización, la guerra podría hacerse cada vez menos brutal y sangrienta. Él insistió en lo contrario: en que cuanto más graves fueran los motivos, más considerables las ganancias, más vitales los problemas y mayor el grado de participación popular en las contiendas, más sangrienta y destructiva sería la guerra resultante.
No se hace la guerra por la guerra misma, dirá Von Clausewitz, sino buscando objetivos que son ajenos a ella, objetivos fundamentalmente políticos (en un sentido amplio). Saberlo, conocer las leyes por las que se rige la guerra, analizar las estrategias militares, en su combinación con los intereses políticos, es sano y da poder, o puede darlo, con independencia del lado en que se esté o del estrato social al que se pertenezca. También en esto la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Y al porquero de Agamenón, que protesta, Von Clausewitz le dice otra verdad parecida a la de Maquiavelo, una verdad que no es sólo verdad para el Príncipe, para que el que manda:
El aspirante a conquistador siempre es un amante de la paz (como Bonaparte pretendió siempre serlo). Y siempre se presentará así a sí mismo. Le gustaría entrar en nuestro Estado y ocuparlo sin oposición. Con el fin de evitar que lo haga, debemos aceptar comprometernos en una guerra y prepararnos para ella. En otras palabras: son los débiles, o aquellos que estarán a la defensiva, los que necesitan estar armados, para no ser tomados [invadidos, sometidos] en un ataque por sorpresa.
Esa es la razón de que, con el tiempo, De la guerra haya influido igualmente en las academias militares, en el alto mando de todos los ejércitos, y en los revolucionarios que intentaban cambiar el mundo en favor de los abajo (en Marx, en Engels, en Lenin, en Ernesto Guevara).
De acuerdo con este punto de vista analítico, la guerra es un acto de violencia que se desencadena para obligar al adversario a cumplir nuestra voluntad. En su sustancia, la guerra es la generalización o difusión colectiva del duelo entre dos contendientes, cada uno de los cuales trata de derribar al adversario de forma tal que sea incapaz de posterior resistencia. La guerra es el sumo acto de violencia colectiva. Pero la violencia no excluye, tampoco en este caso, la inteligencia; de manera que, en la guerra, quien use la fuerza con inteligencia obtendrá ventaja sobre quien se quede sin más en el uso de la fuerza bruta. Puesto que el objetivo último de la guerra es la dominación del adversario, la preocupación principal del profesional de la misma, del estratega, será siempre destruir o desarmar al enemigo (o amenazar con hacerlo).
Pero hay también otro plano. Y es que la guerra es un acto político, un instrumento político, una continuación de la política por otros medios; por eso la política se entrelaza con la acción total de la guerra y debe ejercer una influencia continua sobre ella, sobre su desarrollo. En este sentido, lo más importante para el estratega militar y/o para el hombre de estado es comprender desde el principio el tipo de guerra en que interviene, no confundirse en esto, saber establecer la diferencia, porque de eso dependerán sus movimientos. La guerra es una de las manifestaciones del espíritu del ser humano. Más allá de los daños que provoca y de los sentimientos de horror que siempre ha suscitado y suscitará, la es una creación libre del espíritu en la que entran violencia (o fuerza), cálculo de probabilidades (o azar) e intención política. Lo que importa analíticamente es saber subordinar racionalmente los dos primeros factores a este último [5] .
Si para Kant la antinomia principal a la que hemos de enfrentarnos cuando hablamos de guerra y paz es la que se produce entre teoría (moral) y práctica (política), para Von Clausewitz el conflicto principal se da entre meta militar y objetivo político. Al abordar este conflicto, Clausewitz oscila entre la subordinación de la política a la meta militar (que es siempre la destrucción o neutralización del enemigo) y el dar la primacía a las consideraciones políticas que han llevado a la declaración de la guerra. Y busca la conciliación de ambas cosas.
VII
El tercero de los puntos de vista al que querría hacer referencia aquí se podría denominar clasista y/o libertador o emancipador. Arranca de las consideraciones de Marx y Engels sobre la lucha de clases en Europa entre 1840 y 1880 y pasa luego, ya en estos autores pero sobre todo en otros que se consideraron seguidores suyos (V. I. Lenin, L. Trotski, Mao Tse Tung, Giap, Kwame Nkrumah, Ernesto Guevara, etc.), a la reflexión sobre la guerra y la paz priorizando la interrelación entre lucha de clases y liberación nacional de los pueblos coloniales o semicoloniales. El planteamiento de partida de este otro punto de vista se inspira teóricamente en la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo (Fenomenología del Espíritu) y se puede resumir así:
1º La historia de la humanidad, al menos por lo que sabemos de sus manifestaciones escritas, ha sido siempre la historia de la lucha, más o menos abierta o declarada, entre clases sociales. Las guerras civiles suelen ser la desembocadura de la lucha entre las clases cuando ésta se hace abierta. Existe un vínculo histórico entre guerras civiles y revoluciones destinadas a invertir el signo social de la hegemonía existente en los estados. Pero ni todas las guerras son «civiles» ni todas las guerras son consecuencia de la lucha entre las clases.
2ª Entre derechos iguales (o formalmente declarados como iguales, lo que es el caso en el mundo europeo desde el siglo XIX) siempre acaba decidiendo la violencia. Por eso se puede decir que la violencia es la comadrona de la historia. Ocurre a veces que la historia avanza o progresa por su lado malo. Y las guerras son parte de ese lado malo. Pero no siempre es así. Para decidir sobre esto hay que atenerse al análisis histórico. Hay distintos tipos de violencia, y por eso el análisis tiene que distinguir entre violencia individual, violencia estatal o social y guerras propiamente dichas. Cuando se dice que la violencia es la comadrona de la historia conviene precisar: lo es en aquellas sociedades que están preñadas ya de lo nuevo, que llevan en su seno un nuevo mundo; si no hay preñez el discurso teórico y la discusión sobre la violencia social salen sobrando. Y, en todo caso, el reconocimiento del papel de la violencia en la historia no incluye, para esta concepción, la justificación de la violencia individual con fines políticos, ni lo que se suele llamar «terrorismo» individual, ni la justificación de la pena de muerte, ni tampoco la justificación en abstracto de las guerras.
3º Hay guerras y guerras. En esto, a la hora de juzgar, debemos atenernos al análisis concreto de la situación concreta. Pero ese análisis no es neutro, tiene punto de vista. Y lo declara explícitamente. Precisamente por eso (y no porque las otras concepciones no lo sean) puede considerarse clasista y/o populista. Desde ese punto de vista se admite que hay guerras justas (en el sentido de aceptables) y guerras injustas (a las que habría que oponerse). Son justas y, por tanto, justificables, aquellas que se hacen para liberar a las clases sociales explotadas y a los pueblos oprimidos por otros pueblos. Lo criterios de decisión sobre esto son dos: la priorización de los intereses y expectativas socioeconómicas de los de abajo, de las clases subalternas, y la valoración de la finalidad sociopolítica de las luchas de los pueblos oprimidos, bien sea por el colonialismo, bien por la nación titular del estado en el caso de sociedades multinacionales.
4ª En la época contemporánea, que ha sido en Europa una época señalada por revoluciones sociopolíticas (desde 1789 hasta 1939), la guerra civil es la continuación de la lucha de clases en la sociedad dividida; y la «guerra de todo el pueblo» o la guerra de guerrillas para la liberación nacional-popular es la continuación de la guerra civil en un ámbito internacional en el que dominan el imperialismo y el colonialismo. Esta valoración conduce al punto de vista clasista (no siempre en su versión populista) a considerar como guerras «premodernas» todas (o casi todas) las que paralelamente se libran por motivos primordialmente religiosos o étnicos.
5ª En términos generales la guerra es un mal. Y lo es señaladamente, y casi siempre, para los de abajo, que ven impulsados a ella por la resistencia de los de arriba a ceder parte de sus privilegios o por la tendencia de éstos a juntar ampliación de beneficios y expansión territorial. Pero el mal que representa la guerra, en las condiciones históricas generadas por el capitalismo, sólo podrá ser resuelto cuando haya sido zanjado de manera satisfactoria el problema económico-social, o sea, en una sociedad sin clases, en una sociedad de iguales. Y esto en el plano mundial, o por lo menos en un ámbito que comprenda a las naciones-estado más avanzadas desde el punto de vista tecno-científico e industrial. Mientras tanto, Clausewitz sigue teniendo razón en cierto sentido: son los débiles quienes más necesitan saber sobre el fenómeno guerra y actuar en consecuencia [6] .
Lo dicho hasta aquí obliga a añadir dos precisiones.
Primera: está claro que el punto de vista legalizador, de origen kantiano, es «pacifista» en cuanto a su finalidad, pues aspira nada menos que a «la paz perpetua»; pero en la medida en que admite la defensa armada y el ejército tradicional en caso de agresión exterior y teniendo en cuenta las declaraciones de Kant en otros escritos suyos (como, por ejemplo, en la Crítica del juicio), habría que concluir calificando esta forma de pacifismo legalizador como pacifismo «accidental» en el sentido que ha dado a ese concepto J. Rawls.
Segunda: el punto de vista clasista y/o populista (representado por Marx, Engels, Lenin, Mao, Giap, Guevara, etc.) es también pacifista «accidental» o circunstancial en el siguiente sentido: valora positivamente la paz entre las naciones y defiende en su ideario la crítica de las armas, pero al mismo tiempo sostiene que la paz no será posible mientras haya clases, estados e imperios, puesto que generan ejércitos permanentes, de donde concluye que, mientras tanto, los de abajo deben armarse o crear ejércitos populares; así que, hablando con propiedad, se trata en este caso de un punto de vista «antimilitarista», no pacifista en sentido estricto.
VIII
El cuarto concepto a considerar es precisamente el punto de vista pacifista estricto o radical. Aunque tiene algunos antecedentes individuales en la época premoderna e ilustres representantes en la modernidad, se suele decir que, en la época contemporánea, este punto de vista arranca de las consideraciones de Bertha von Suttner en su influyente Abajo las armas [1889] y de los escritos de León Tolstoi en su vejez (hacia 1890) sobre la no-violencia, encuentra su desarrollo pleno en la obra de Mahatma Gandhi y tiene prolongaciones posteriores en autores como el escritor Romain Rolland, la fundadora del Women´s Peace Party, Jane Addams, el científico Albert Einstein y el filósofo Bertrand Russell durante la primera guerra mundial, en el editor Carl von Ossietzky durante los años treinta y en el defensor de los derechos civiles de los negros Martin Luther King durante los años de la guerra fría.
Aunque con algunas diferencias de nota entre los autores mentados (en las que no vamos a entrar aquí), este pacifismo se opone a la guerra por razones éticas o de principio, o sea, con independencia de las consideraciones que haya que hacer sobre las causas o motivos concretos de las mismas. Bertha von Suttner fue Premio Nobel de la Paz en 1905; León Tolstoi fue propuesto para el Premio el año 1900, pero no le fue concedido y él mismo propuso a un grupo religioso ruso que practicaba la objeción de conciencia; la norteamericana Jane Addams fue Premio Nobel de la Paz en 1931 y ella misma, con Einstein y Russell, propuso a Von Ossietzky en 1935.
El pacifismo de Tólstoi y de Gandhi se puede calificar de «radical» no sólo en el sentido de que se opone a toda guerra y denuncia la existencia de todos los ejércitos, sino también en el sentido de que va directamente a la crítica de la raíz de las guerras, a saber: la persistencia de la violencia organizada en nuestras sociedades. Ni la moral convencional (que es calificada de hipócrita), ni el derecho institucionalizado, ni los tratados internacionales, ni el conocimiento analítico de las leyes de la guerra, ni la esperanza en una sociedad sin clases en la que hayan desaparecido los ejércitos son, desde este punto de vista, razones suficientes para garantizar la paz, porque, mientras tanto, debido a la educación adquirida, los hombres siguen respondiendo a la guerra con la guerra y a la violencia con la violencia. De manera que todavía en todos esos casos se acaba justificando el dicho romano: «Si quieres la paz prepara la guerra».
El pacifismo radical parte, pues, de un principio ético-religioso: la extensión generalizada del mandamiento que reza «no matarás». Esto no quiere decir que el pacifismo radical se funde en el miedo de las personas a la muerte violenta (que es, por lo demás, natural y ampliamente compartido) sino en la decisión, personal e intransferible, de no matar en ninguna circunstancia. Alternativamente, el pacifismo radical postula una adecuación drástica de los medios a los fines propuestos. Esta adecuación implica, en primer lugar, no resistir a la violencia organizada con la violencia organizada y, por tanto, renunciar a oponer otro ejército a los ejércitos ya existentes.
Pero, para este punto de vista, la no-violencia o la renuncia a resistir violentamente al mal, no equivale a pasividad individual o social, a dejar hacer sin más a las fuerzas de la guerra. Al contrario: implica resistencia activa, pero civil, de las poblaciones a la violencia y a la guerra. Y esto lo concreta en la defensa de la objeción de conciencia, de la insumisión frente al Estado, de la desobediencia civil, de la huelga pacífica de masas, de la huelga de hambre, de las concentraciones y manifestaciones pacíficas como medios alternativos. Tales medios son los que corresponden más adecuadamente a la meta o fin propuesto, que es siempre la disolución de los ejércitos regulares o permanentes o, en su caso, la sustitución de los mismos por otras formas de defensa y, sobre todo, por la educación permanente de la ciudadanía para la paz.
Aunque siempre fue socialmente minoritario, este punto de vista ha alcanzado cierto eco en nuestras sociedades al menos en tres momentos: durante la fase de liberación de la India del Imperio Británico por el éxito que en ella tuvo la estrategia gandhiana; en los años de la primera guerra mundial (1914-1919) por la incorporación al pacifismo de personalidades europeas muy relevantes y, después de la segunda guerra mundial, en la fase de la «guerra fría» en que el mundo estuvo al borde de un conflicto nuclear (1962, 1980-1987). La argumentación de los autores más representativos de este punto de vista pacifista radical se puede resumir así:
1º En el mundo moderno el Estado se convierte en el «poder desnudo», en un poder autoritario que determina las conciencias de los individuos y trata de escapar a cualquier posibilidad de control social. La sociedad civil queda entonces indefensa y sus miembros sometidos al adoctrinamiento de los Estados. La guerra es precisamente una consecuencia del funcionamiento sin control de las máquinas burocráticas estatales y, en ese sentido, es la culminación de la iniquidad. Desde el punto de vista moral -dirá el viejo Tolstoi candidato a Premio Nobel de la Paz- la organización estatal es incluso peor que una banda de asaltantes o bandidos porque ni siquiera tiene, como aquélla, límites internos derivados de la admisión de un mismo código ético (por primitivo que éste sea).
2º La causa directa y principal de las guerras en el mundo moderno es el fomento institucionalizado de los nacionalismos y de los patriotismos por los Estados que contagian a las gentes una especie de enfermedad psíquica. Esto choca con todas las tradiciones éticas heredadas, disuelve los principios de las religiones y hace naufragar el proyecto moral ilustrado que, en cierto modo, era la secularización de aquellos principios. Se mantienen las palabras propias de estas tradiciones pero se pierde sustancialmente su concepto.
3ª No hay salida diplomática ni legalizadora para situaciones así. En ellas lo único que le queda a la persona es la afirmación de la conciencia individual y de la responsabilidad personal frente al Estado. En esto el pacifismo radical contemporáneo, además de anti-estatalista es anti-autoritario y, más precisamente, liberal-libertario. Ha nacido, como el socialismo, de la conciencia de las contradicciones prácticas del liberalismo histórico europeo. Y no por casualidad ha nacido en los márgenes de la cultura colonialista e imperialista europea (en ese extremo de Europa que es Rusia y en dos de las extensiones del colonialismo europeo, Sudáfrica y la India).
4º Es una ilusión pensar que las armas pueden ser combatidas con las armas para aspirar a la paz. En esto el pacifista radical se aleja de las principales ideologías políticas modernas. Se aleja tanto del punto de vista maquiaveliano o neomaquiaveliano como de la tradición socialista, y lo hace porque encuentra, también en ellas, una contradicción básica entre medios y fines. Para salvar la contradicción entre medios y fines hay que atenerse a la objeción de conciencia a las armas y a la desobediencia civil a las leyes establecidas. Ahora bien, la no-violencia y la resistencia pacífica son medios adecuados al fin no sólo por razones morales o de principio, sino también por razones políticas, pues la paz siempre ha significado y significará algo más que la paz, y este algo más que la paz obliga a pergeñar desde el presente la pedagogía alternativa al belicismo y el militarismo.
5º Al llegar a este punto el pacifismo radical sugiere que lo que se necesita para hacer frente a la violencia y a la guerra es un cambio de la mentalidad individual y colectiva, una ampliación y generalización del «no matarás» al prójimo lejano. Y para fundamentar esta nueva pedagogía de la paz se vuelve o bien hacia los márgenes del cristianismo (Thoreau en la cultura norteamericana, Tolstoi en la cultura rusa) o bien hacia determinados conceptos de culturas orientales menos expansionistas que la europea (la satyagraha o «fuerza de la verdad», recuperada por Gandhi).
6ª El ser humano no-violento que practica la satyagraha, la objeción o la insumisión se niega a obedecer las leyes que el foro de su conciencia le dice que son injustas y entiende por tales aquellas que entran en conflicto con el bien común. Practica, sin embargo, un individualismo moderado, limitado o positivo, puesto que no opone sin más su propia conciencia a toda legislación estatal, sino que afirma, como en el caso del imperativo kantiano, un criterio de carácter general: una ley concreta y determinada será «injusta» si, y solo si, viola el principio de bien público para el que ha estado promulgada. Lo que es el caso, precisamente, para la mayoría de las leyes y normas que tienen que ver con la guerra, las armas y el servicio militar [7] .
También en este caso se impone la precisión. Tolstoi apreció mucho la intención pacifista de Bertha von Suttner pero criticó su «occidentalismo». El ascenso del fascismo y del nacional-socialismo en los años de entreguerras y, sobre todo, la consolidación del poder nazi a partir de 1933 obligó a los pacifistas radicales a matizar su oposición de principio a las guerras. Einstein y Russell pasaron en esos años a defender un tipo de antibelicismo práctico que no incluía ya en todos los casos la objeción de conciencia, discutieron opiniones de Gandhi sobre la estrategia a seguir contra Mussolini y Hitler y volvieron a defender un pacifismo de corte más radical después de Hiroshima y Nagasaki. Jane Addams se sintió siempre bastante vinculada al pacifismo «legalizador» del presidente norteamericano Wilson y Carl von Ossietzky vinculó muy estrechamente su pacifismo a la lucha por la democracia en Alemania.
[1] Cf. Aurea dicta. Dichos y proverbios del mundo clásico, selección de E. Valentí y traducción de N. Galí, Crítica, Barcelona, 1987.
[2] La clasificación procede de W. B. Gallie, Filósofos de la paz y de la guerra, Fondo de Cultura Económica, México, 1980.
[3] Erasmo, Querela pacis, en Obras escogidas, Editorial Aguilar, Madrid, 1964
[4] I. Kant, Hacia la paz perpetua, Biblioteca Nueva, Clásicos del pensamiento, Madrid, 1999.
[5] Carl von Clausewitz, De la guerra, Labor, Barcelona, 1984, y La Esfera de los Libros, Madrid, 2005. Para la contextualización J. Fernández Vega, Carl von Clausewitz. Guerra, política, filosofía, Editorial Almagesto, Buenos Aires, 1993.
[6] K. Marx, La guerra civil a França, Edicions 62, Barcelona, 1970; F. Engels, Escritos militares, Equipo Editorial, San Sebastián, 1968; V.Lenin, El imperialismo fase superior del capitalismo, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú (varias reimpresiones); Ernesto Che Guevara, Escritos revolucionarios (antología), Los libros de la catarata, Madrid, 1998.
[7] L. Tolstoi, Sobre le poder y la vida buena, Los libros de la catarata, Madrid, 1999; M. Gandhi, Autobiografía. Mis experiencias con la verdad, Eyras, Madrid, 1977; M. Gandhi, Política de la noviolencia (antología), edición de R. Campos Palarea, Los libros de la catarata, Madrid, 2008; A. Einstein, Mis ideas y opiniones, A. Bosch, Barcelona, 1981; Martin Luther King, Un sueño de igualdad, edición de Joan Gomis, Los libros de la catarata, Madrid, 2001.