Y por allí apareció, sí, Felipe sexto el breve. Allí estaba, en la quintuagésimo séptima gala de los Premios Fernández Latorre, referencia inexcusable y punto de encuentro de toda la pléyade de aspirantes a gallegos ilustres – que no ilustrados – del Reino de Galicia. O, al menos, de lo que queda de él. He […]
Y por allí apareció, sí, Felipe sexto el breve. Allí estaba, en la quintuagésimo séptima gala de los Premios Fernández Latorre, referencia inexcusable y punto de encuentro de toda la pléyade de aspirantes a gallegos ilustres – que no ilustrados – del Reino de Galicia. O, al menos, de lo que queda de él.
He escrito en alguna ocasión que no encuentro gran diferencia entre el Vaticano y una empresa de marketing, pero no sabía que la monarquía española fuese tanto o más sagaz que la Santa sede en su política de relaciones públicas. A Santiago Rey le emociona la perenne eternidad de la monarquía reforzada con la indiscutible unidad una y trina de la españolidad y catolicidad
Los pobres tenemos nuestras contradicciones, nuestros deseos encontrados, por supuesto. Los ricos, si cabe, aún más, porque tienen intereses que conservar. Por resolver está, de todos modos, el misterio de cómo Santiago Rey puede mezclar en un mismo recipiente la promoción del diálogo y del pacto con su sensibilitas ideológica. La única respuesta que alcanzo a intuir es que dentro de la condición humana puede darse la posibilidad de creer en el veneno y su antídoto al mismo tiempo.
A Felipe sexto el breve, por supuesto, le cae bien el señor Santiago Rey. Éste, además, sabe perfectamente que, mientras La voz de Galicia se conjugue en su primera del singular, que coincide con su primera del plural y que tiene a la civilizatio monárquica, panhispana, católica, occidental fea y sentimental como horizonte, la pax social y la rentabilidad de su negocio está más que garantizada en el Reino de España.
Faltaba un tercero en discordia: Darío Villanueva, director de la muy real y poco laica Academia española de la lengua, quien regaló a los asistentes una emocionante defensa del periodismo impreso. Con qué contenido y cómo, era lo de menos. La cuestión era hacer una loa del periodismo impreso porque sí, porque lo que el santo varón escribe en un papel debe ir a misa, y santas pascuas, y porque más allá de la realidad que se representa en un papel firmado por un santo varón no hay más experiencia ni más conciencia posible.
Claro, yo, en mi cándida ingenuidad, siempre he considerado que un filólogo digno de tal nombre debe someter a crítica la retórica y el lenguaje periodístico y narrativo. Desmenuzarlo, desmigar la chicha que contiene, por aquello de que quien tiene el monopolio de la palabra, oral y escrita, tiene el inmenso poder de representar la realidad del momento. Y no sólo eso, también el inmenso poder de reconstruir a su gusto la memoria colectiva de un pueblo, que no es poco.
Pero, en fin, resulta que no, resulta que Darío Villanueva estaba allí para poner en valor el negocio de su amigo Santiago Rey. Todo ello encubierto, eso sí, con una vehemente defensa de la capacidad taumatúrgica del lenguaje – que no de la crítica filológica – para crear y recrear el mundo, así como del periodista como demiurgo, médium e incluso chamán inapelable para la misma tarea. Si no fuese porque ya he vivido en carne viva el teatro de la política y el periodismo realmente existente desde la trastienda podría incluso llegar a enternecerme con sus palabras.
La cuestión es que monsieur Darío Villanueva podría haber dicho algo sobre la ideología, el discurso y la política totalitaria que no pocos de los allí presentes en la gala visten con mucho disimulo y recato. Una ideología supremacista que, como tal, es excluyente, belicista, asesina, racista, sexista, homófoba, linguicida, ecocida e islamófoba. Una ideología que no es más que el universalismo usamericano que las élites económicas y políticas de la Unión Europea han interiorizado ya hace décadas tratando de disimularla un poco en sus propios contextos nacionales.
Es excluyente, porque no existe capitalismo incluyente, ni lingüística, ni cultural, ni socialmente hablando. Es belicista, porque no existe capitalismo que no necesite de la guerra como perpetuación de la política mercantil por otros medios. Es asesina, porque en las guerras hay víctimas. Es racista y sexista, porque en las mismas raíces del capitalismo occidental, durante el Renacimiento y con la consolidación del mundo moderno, la acumulación económica se ha basado en el comercio de esclavos y en la explotación de la mujer, así como en su recíproca consideración de sujetos sin derecho a tener, ni vida, ni derechos. Es homófobo, porque las opciones sexuales y reproductivas entre las clases dominantes – excepciones haylas – siguen perpetuando el canon tradicional y patriarcal de familia institucionalizado por las tres gandes religiones de occidente. Es linguicida, porque la expansión de las lenguas y culturas dominantes avanza en detrimento de la pérdida y extinción de los cientos de miles que no se consideran útiles ni rentables
Pero en fin, allí estaba Darío Villanueva para hacer una religiosa loa de la palabra y el lenguaje en tiempos que exigen a los medios de comunicación, ante todo, mucha didáctica científica y mucha pragmática política. Una ponderación aristotélica de analítica racional, científica, como guía de la toma política de decisiones.
No importa, al parecer, a Darío Villanueva, que la propiedad y las patentes de las tecnologías de la comunicación, en su formato digital, así como la propiedad y las patentes de las rotativas clásicas, en su formato impreso, sigan siendo grandes oligopolios. No importa, por supuesto, a Darío Villanueva, el hecho de que las patentes tradicionales de las rotativas nunca hayan sido propiedad del demos y sí de las grandes familias que, ante la disyuntiva de escoger entre rentabilidad contable o veracidad informativa, escogen casi siempre, consecuentes con su realismo económico, lo primero.
Darío Villanueva, al fin y al cabo, vive en el mismo reino celestial en el que viven muchos de los abogados, políticos y empresarios allí presentes. Ese reino celestial de la palabra sin cuerpo, sin materia, sin sangre, sin tierra, sin historia, sin gente, sin aire ni pulmones. Es decir: sin alma. Ese reino celestial de la norma por la norma misma y la legalidad por la legalidad misma, sin referencia a su contenido o a su legitimidad moral entre el demos. Ese reino celestial de las cifras y los porcentajes contables en el que viven la mayor parte de los políticos profesionales, empresarios y consejos de administración, observando a vista de pájaro, con indiferencia de depredador, la existencia real de las paupérrimas micro-economías domésticas que ellos mismos precarizan recíprocamente con tasas impositivas altas y salarios paupérrimos.
Allí, sí, en el quintuagésimo séptimo aniversario de los premios Fernández Latorre, estaba reunida, en petit comité, pero en plena auto-exhibición pública, la Galicia celestial. Tan celestial y tan galáctica que los cuerpos, las conciencias, las memorias y las manos de los conciudadanos que llevan los alimentos a sus platos parecía no importarles demasiado.
Si Sancho resucitase de entre las letras es muy probable que hubiese puesto los pies en la tierra a Felipe sexto y a Santiago Rey mientras Darío Villanueva le recitaba ante toda la Galicia galáctica: la misma que se presenta como llave, puerta y antemural de la civilizatio cristiana, europea y occidental por Dios y Norteamérica escogida para llevar la democracia, el desarrollo e tutti quanti al resto de la galaxia aún incógnita. Pero no, Sancho no resucitó de entre las letras de Darío Villanueva, porque Sancho sólo hay uno: la Galicia galáctica se limitó a levantarse, tiesa y tensa como el mástil de una vela, a la llegada de Felipe sexto el breve, y la ovación fue tan, tan grande que pudimos escuchar los ecos en todo el Reino de Galicia.
Y como Sancho no resucitó, nadie pudo decir a los asistentes que, puesto que las lenguas son instrumentos de unión y no de separación, convendría empezar a informar verazmente sobre la situación de esa lengua llamada gallego, de su relación y vínculo histórico-cultural con esa otra lengua llamada Portugués y de su potencialidad para hacer negocios allende los mares de occidente. Y como Sancho no resucitó, nadie pudo decir a los asistentes que, puesto que todos se sentían muy orgullosos del azaroso hecho de ser gallegos, la Voz de Galicia debería imprimirse en lo sucesivo, también, en gallego. Y como Sancho, en fin, no resucitó, nadie pudo preguntar a Santiago Rey si las ansiedades sufridas en la construcción de la gran Galicia – sic – y en la defensa de la gran España – sic – tendrían algún día en cuenta los deseos y las voces de sus pequeñas familias. Y como Sancho, en fin, no resucitó de entre las letras de Santiago Rey, no pudo preguntarle si realmente creía que la gran empresa globalizada del periodismo y sus profesionales tenían realmente la búsqueda y difusión del conocimiento y de la verdad como motivo profundo de su actividad periodística.
Sucede, al fin y al cabo, con las novelas, lo mismo que sucede con las biblias, las poesías, los ensayos, las composiciones musicales y las vidas de sus autores: que se interpretan y se usan para decorar refinadamente de civismo lo que no es sino clasismo, idiotez y conformismo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.