Los números han conseguido llenar ese vacío que nos dejó hace siglos el oráculo de Delfos. A cambio, eso sí, han perdido la transcendencia mística que fascinaba a Pitágoras. Hoy no aspiramos a conocer con ellos los grandes misterios de la existencia, nos contentamos con saber, por ejemplo, que las mujeres más infieles de España […]
Los números han conseguido llenar ese vacío que nos dejó hace siglos el oráculo de Delfos. A cambio, eso sí, han perdido la transcendencia mística que fascinaba a Pitágoras. Hoy no aspiramos a conocer con ellos los grandes misterios de la existencia, nos contentamos con saber, por ejemplo, que las mujeres más infieles de España residen en el barcelonés barrio de Sants-Monjuïc. Allí representan el 44% de quienes acuden a los servicios de un portal de internet especializado en gestionar encuentros clandestinos para aspirantes a adúlteros, frente a una media nacional que sitúa a las mujeres en el 33% de los clientes de esta moderna ciberCelestina
Las cifras nos permiten así adentrarnos sin peligro por los lubricados espacios del deseo. Pero también nos asoman de forma aséptica a los abismos más negros del horror. Con ellas descubrimos que el suicidio de los soldados norteamericanos se disparó un 80% entre 2004 y 2008. Y que buena parte de las víctimas, entre el 25 y el 50%, se correspondían con veteranos excombatientes de Iraq o Afganistán. El algoritmo porcentual nos evita en este caso el desagradable olor dulzón de la muerte, esa viscosidad de la sangre impregnando el polvo, el penetrante zumbido de las moscas sobre la sonrisa desencajada de los difuntos, todas esas imperecederas impresiones que el pasado sábado se apoderaron del joven recluta norteamericano que decidió ametrallar a decenas de personas en la olvidada localidad de Panjwai.
En cualquier caso, más allá del placer o la muerte, los números prefieren aguardarnos en los rincones más cómodos de la rutina. Allí juegan con el cambio perpetuo, como si la realidad se asemejara a un gran bombo de lotería del que se precipitan pequeñas bolitas impregnadas con guarismos que predicen nuestra vida. La posibilidad de tener un techo que nos cobije dependerá, de este modo, de que la bolita que el azar nos otorgue en suerte nos conduzca hasta la posible reducción de precios que pueda traer la caída de un 26,3% en las compras de inmuebles, o por el contrario la inercia de las rotaciones del bombo nos empuje bajo el influjo fatal del incremento del 14,2% de los desahucios.
Reducir la vida a números, en cualquier caso, nos reconforta al evitarnos transitar las movedizas arenas del idioma. La cifra se nos presenta de hecho provista de una frialdad aritmética, como un ente ajeno a las perversiones y prejuicios sociales. Por ello, nadie propondrá guías políticamente correctas para su uso, ni será necesario que ningún docto miembro de la Real Academia de las Ciencias Exactas recurra a las chuscas ridiculizaciones de un gracioso de bar para justificar las discriminaciones que ocultan los cálculos porcentuales.
No sorprende en consecuencia que el debate político se prefiera derivar hacia el limbo paradisiaco de las sumas y, sobre todo, de las restas. De este modo, las deliberaciones de los consejos de ministros nos descubren con indiscutible exactitud que la suma de los sacrificios que se le exigen a los españoles equivale, paradójicamente, al resultado de dos restas: la que dejará sin trabajo a 630.000 personas este año y la que recortará el gasto público en 37.900 millones de euros. Esfuerzos que no se verán recompensados por la esperanza de una futura felicidad. Porque gracias a la algebráica geografía de los números, ya podemos saber que nuestro dolor de hoy solo tiene como objetivo rebajar el déficit del 8,5 al 5,8%. Un titánico esfuerzo que, como nos adelante el ministro de Economía Luis de Guindos, nos permitirá afrontar 2013 con la tranquilidad de saber que no habrá incertidumbres: seguiremos sufriendo con la mirada fija en un 3%.
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