Nazaret Castro (Jaraíz de la Vera, 1980) denuncia los daños colaterales que provocan los gigantes de la distribución en La dictadura de los supermercados (Akal). Licenciada en Periodismo y máster en Economía Social por la UNGS de Buenos Aires, desde hace años investiga el impacto de la producción de alimentos en las poblaciones locales de […]
Nazaret Castro (Jaraíz de la Vera, 1980) denuncia los daños colaterales que provocan los gigantes de la distribución en La dictadura de los supermercados (Akal). Licenciada en Periodismo y máster en Economía Social por la UNGS de Buenos Aires, desde hace años investiga el impacto de la producción de alimentos en las poblaciones locales de Suramérica, África y Asia. En su nuevo libro explica cómo las grandes empresas deciden lo que consumimos, al tiempo que marginan a los pequeños productores y condenan a las tiendas de barrio a la extinción.
¿Somos lo que comemos?
Sí. Comer bien no sólo es un placer, sino una obligación con nosotros mismos. No la cumplimos porque hemos dejado la alimentación en manos de la agroindustria, que no piensa en lo más saludable para el consumidor, sino en lo más rentable para el empresario.
¿Y sabemos lo que comemos?
En absoluto. La industria usa profusamente una serie de ingredientes (aceite de palma, azúcar, grasas y sal) para que los sabores nos resulten atractivos, engañando al olfato y al gusto.
Del camp al plat… ¿Y entremedias?
Hay un larguísimo camino que se hace menos transparente y más difícil de trazar debido a la deslocalización de la producción y a la globalización capitalista. Cada vez nos llegan alimentos desde lugares más lejanos. Por ejemplo, la fruta que comemos recorre una distancia media de seis mil kilómetros.
¡Oferta!
Son una trampa, porque incluyen las externalidades: todos aquellos costes que no constan en los balances de las empresas. O sea, los efectos sociales y ambientales provocados por la industria, que no se consideran como parte de la actividad económica, aunque son consecuencia de ella.
«Si una cadena de ropa o un supermercado es capaz de ofrecer un producto tan barato, es porque alguien ha pagado ese precio»
Si una cadena de ropa o un supermercado es capaz de ofrecer un producto tan barato, es porque alguien ha pagado ese precio: el trabajador que cosió esa prenda en Bangladesh o el medio ambiente sobreexplotado. Quien no lo paga son los márgenes de beneficio de las empresas que venden camisetas a tres euros. Lo barato también es caro.
En este libro, en vez de denunciar los desmanes del sector productivo o de criticar el consumismo desaforado, apunta hacia los de en medio: la gran distribución y sus consecuencias.
Me interesa conectar lo local con lo global. Relaciono lo que cobra una empleada de Zara con la explotación de los trabajadores en origen. Pretendo que el lector se sienta interpelado, pero que también le empiecen a importar los impactos que creamos en otros lugares.
La gran distribución ha cambiado la forma de comprar, pero también ha modificado el urbanismo y el tejido social: los mercados populares con productos locales y las tiendas de barrio son especies amenazadas o en peligro de extinción.
La gran distribución arrasó el pequeño comercio y modificó la forma de la ciudad tal y como la concebíamos.
«Las cifras asustan: un tercio de la comida que se produce actualmente en el mundo se acaba desperdiciando»
Yo me crie en Alcobendas y el cambio que ha sufrido con la llegada de los grandes almacenes es evidente. Eso también nos afecta a nosotros: hemos pasado del trato humano con el tendero al anonimato de la cola del supermercado. Es curioso cómo a veces las empresas usan las filas como un mecanismo de disciplinamiento.
Por ejemplo, si la cola es muy larga y consideras que la cajera pierde el tiempo hablando un minuto con su compañera -algo propio de los seres humanos- te enojas. Y eso nos pasa a todos, lo cual es peligroso, porque nos convierte en máquinas.
Cuando abre un centro comercial, se anuncian los puestos de trabajo que creará, pero no los que se destruyen.
Tampoco se informa de las diferencias entre los puestos de trabajo que se crean y los que se destruyen. En todo caso, implica una proletarización: muchos de los empleos que se destruyen correspondían a emprendedores, con cierta autonomía, mientras que los que se crean son absolutamente dependientes de una empresa. Eso también implica un cambio en la estructura de poder.
En paralelo, el pequeño comerciante que logra sobrevivir cae en la trampa de la autoexplotación: con la liberalización de horarios, para competir con las grandes superficies, debe abrir todos los días y a todas horas.
Y tú, como consumidor, piensas: «Con el horario laboral que tengo, si no abren hasta las diez o un domingo, no puedo ir a comprar». En cambio, quizás tendríamos que preguntarnos: ¿por qué tenemos horarios de trabajo tan esclavos?
En las estanterías de los supermercados abundan los colores, los formatos, las marcas… Usted sostiene que esa sensación de libertad de elección no es tal, porque casi todos los productos pertenecen a unas pocas empresas.
Por una parte, muchas de esas marcas pertenecen al mismo grupo empresarial. Por otra, hay una homogeneización de los ingredientes utilizados. Como el consumidor compra productos con distinto nombre y embalaje, tiene la falsa ilusión de que su alimentación resulta más diversa de lo que realmente es.
También plantea que el oligopolio de los distribuidores ahoga a los productores.
Si bien la gran distribución moderna fue posible gracias a innovaciones en la producción, hoy determina lo que se produce.
«El problema no es el azúcar o el aceite de palma, sino el modelo de alimentación: debemos consumir alimentos frescos y no ultraprocesados»
El oligopsonio [pocos demandantes controlan el precio y la cantidad de un producto en el mercado] y el oligopolio de la distribución [que controla la oferta] funcionan de manera sinérgica. El gran distribuidor elige lo que se va a vender y fija unas condiciones (precios, pagos, devoluciones, promociones…) que expulsan del mercado a los pequeños productores.
Hace cuatro años, usted ya advertía en el libro Amarga dulzura, escrito junto a Laura Villadiego, de los daños colaterales que provoca la industria azucarera en las poblaciones locales.
Ingerimos entre el 75 y el 80% del azúcar a través de los alimentos procesados. Pero el problema no es el azúcar o el aceite de palma en sí, sino el modelo de alimentación: debemos consumir alimentos frescos en lugar de ultraprocesados. Además del impacto en la salud, hay otras huellas: el cultivo de caña ha desertificado grandes territorios en Cuba o en el noreste de Brasil.
«¿Qué comeremos si todo es caña y palma?», se preguntaba un campesino durante una entrevista incluida en Amarga dulzura. Desde entonces, el aceite de palma simboliza el cambio de los hábitos alimenticios, pero también las prácticas salvajes de la industria agroalimentaria.
Ahora está de moda hablar del aceite de palma, pero aunque lo cambien por otro la situación seguirá siendo terrible. Insisto: el problema reside en el monocultivo, sea la caña o la soja.
En el libro Carro de Combate, defiende que consumir supone un acto político. ¿Comer ecológico, justo y sostenible es comer caro?
Sí y no. Yo me he acostumbrado a ir menos al supermercado y más a la tiendecita y a la verdulería del barrio, donde compro sólo lo que necesito.
«No es fácil dirigir el dedo acusador hacia uno mismo, pero nos beneficiamos de una situación privilegiada»
Puedo adquirir productos más caros, pero al reducir el número de artículos, gasto menos. Lo mismo sucede con el textil, donde hay otros mecanismos para frenar el consumo, desde intercambiar prendas con amigas hasta comprar ropa de segunda mano.
Las frutas deben ser bonitas, uniformes, brillantes… Y los alimentos que sobran, aun no habiendo caducado, van directamente de las estanterías al contenedor de la basura.
Las cifras asustan: un tercio de la comida que se produce en el mundo se acaba desperdiciando.
¿El consumidor debe sentirse culpable?
Culpable no, pero sí responsable.
¿Qué puede hacer?
Informarse. No hay que obsesionarse con ser absolutamente coherente, porque puede ser muy frustrante.
«En el precio de algunos productos no están incluidos los gastos en salud que le acarrea al Estado la mala alimentación»
El cambio en la mentalidad se produce cuando empiezas a entender qué hay detrás de lo que consumes. Y, poco a poco, debemos buscar salidas. Por ejemplo, puedes contribuir al crecimiento de cooperativas, a que surjan nuevas lógicas y a que regrese la cultura de reparar.
No sólo hay que innovar, sino también que recuperar. Son primeros pasos que sirven para presionar a las instituciones para que se produzcan grandes modificaciones legales.
«Como sostiene Christian Jacquiau, el consumidor paga tres veces: en caja, en forma de subsidios agrícolas pagados con sus impuestos, y con las necesarias compensaciones a los excluidos de este sistema que cada vez expulsa a más gente».
Él plantea: esto parece muy barato, pero en realidad nos está saliendo caro. En el precio de algunos productos, por ejemplo, no están incluidos los gastos en salud que le acarrea a un Estado la mala alimentación de la sociedad.
¿El modelo futuro de la gran distribución será Amazon? ¿O deberíamos hablar del presente?
Me temo que sí. Se ha dado otro paso adelante: primero, del tendero al cajero; y ahora, del cajero al clic.
¿Vivir en Sao Paulo y en Buenos Aires ha graduado su mirada?
Vivir en América Latina alimentó mi interés por entender los engranajes globales. Allí todavía perviven estructuras heredadas de la colonización, similares a las que distribuyen las riquezas a nivel mundial. Eso me lo ha enseñado vivir allí: desde Europa no hubiera llegado a entenderlas, porque no es fácil dirigir el dedo acusador hacia uno mismo. Debemos ser conscientes de que, aunque algunos no colaboremos con ellas, nos estamos beneficiando de nuestra situación de privilegio.
Allí, el shopping se ha convertido en un espacio de esparcimiento lujoso y seguro.
En Argentina, no tanto, pero en Brasil y Colombia es así. ¿Por qué en Medellín, la ciudad de la eterna primavera, la gente disfruta de su tiempo de ocio en un centro comercial? «Porque te puedes traer a los niños y no te van a asaltar», te responderán. También habría que añadir, entre otros factores, que son ciudades hechas para los coches.
¿Aboga por el decrecimiento?
Sí, aunque el término, además de polémico, tal vez no sea el más adecuado. El decrecimiento en América Latina no hizo fortuna, pues el concepto no se entiende en países con capas de población que no han alcanzado niveles óptimos de consumo. Comparto que el crecimiento económico no debe guiar nuestras economías, porque nos lleva al ecocidio. Sin embargo, creo que unas actividades económicas deberían crecer, como el sector de los cuidados, y otras, no.
Usted señala un síntoma que, a su juicio, revela la enfermedad de la gran distribución moderna: Escocia envía su bacalao a China, que lo filetea para mandarlo de vuelta a Escocia.
Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes señalan en el libro En la espiral de la energía que la economía capitalista ha sido subsidiada por los combustibles fósiles.
«La economía capitalista ha sido subsidiada por el petróleo, que es ridículamente barato»
Todo esta locura es posible porque, en menos de dos siglos, hemos dilapidado un compuesto orgánico que necesitó millones de años para formarse. A pesar de las subidas de precios, el petróleo es ridículamente barato, sobre todo si se piensa en términos ecológicos.
Eso ha propiciado que, dentro de la lógica del sistema, sea más rentable recorrer cuatro veces la esquina del mundo que fabricar un determinado producto en tu país, que sería lo lógico. Un absurdo que se explica por el precio del petróleo, que es demasiado bajo.
Fuente: http://www.publico.es/economia/distribucion-alimentos-dictadura-supermercados.html