El 16 de septiembre de 1980, los habitantes de la provincia iraní de Juzestàn despertaron alarmados. Un súbito oscurecimiento del día, un temblor de tierra perceptible y un rumor subterráneo que avanzaba les hizo pensar en un cataclismo, una extraña combinación de eclipse solar y terremoto, presagio de grandes tragedias e infortunios. Y así fue, […]
El 16 de septiembre de 1980, los habitantes de la provincia iraní de Juzestàn despertaron alarmados. Un súbito oscurecimiento del día, un temblor de tierra perceptible y un rumor subterráneo que avanzaba les hizo pensar en un cataclismo, una extraña combinación de eclipse solar y terremoto, presagio de grandes tragedias e infortunios. Y así fue, solo que no se trataba de un evento natural, sino del avance incontenible de 190 mil soldados iraquíes que estaban invadiendo el país, acompañados por 2 200 tanques y más de 450 aviones de combate.
La guerra entre Irán e Iraq duraría ocho largos años. Lo que los generales de Saddam Hussein diseñaron como una campaña relámpago, al estilo de las ofensivas alemanas de la Segunda Guerra Mundial, terminó en una interminable guerra de posiciones y desgaste, como fue la Primera Guerra Mundial, el uso de artillería de asedio, gases venenosos, tendido de alambradas, y oleadas humanas cargando a la bayoneta, tras desafiar campos minados y el fuego mortal de las ametralladoras enemigas. Solo los gases venenosos, prohibidos en todas las convenciones internacionales, causaron la muerte a más de 50 mil soldados iraníes.
Aún, transcurridos tantos años de aquellos sucesos, pocos expertos pueden precisar las causas verdaderas de un conflicto que resultó ser inextinguible, como las llamas de un pozo petrolero incendiado. Para ponerle fin fracasaron reiterados intentos de la ONU, los No Alineados, la mediación de otros países árabes, y los llamados al diálogo de la opinión pública internacional. Solo cuando se hubo contabilizado la enorme cifra de un millón y medio de muertos de ambos bandos, dos millones de heridos y cuatro millones de desplazados, se logró un alto al fuego y una precaria paz. El mapa de la región no cambió, significativamente, sólo que ambas naciones emergieron del conflicto mucho más debilitadas y vulnerables, y lo esencial: se detuvo el avance de la Revolución iraní de 1979, y su creciente influencia entre las masas desposeídas de la región.
La sangría, el caos, el sufrimiento y la destrucción derivada de una guerra absurda, ahora se sabe a plenitud, sólo sirvieron a los intereses geopolíticos y hegemónicos de Israel y Estados Unidos. Precisamente este último se perfiló como el gran instigador desde las sombras, suministrando apoyo logístico e informaciones de inteligencia a Iraq, y vendiendo armamento a ambas naciones enfrentadas. Una acusadora foto de aquella época, la de un sonriente Donald Rumsfeld estrechando la mano a un no menos sonriente Saddam Hussein, así lo sintetiza. En el caso iraní, a pesar de las prohibiciones expresas y el embargo total, se vendieron armas mediante la noria del Irán-contra.
Ahora ya todo ha quedado establecido con rigurosa precisión y se dispone de un enorme cúmulo de documentos desclasificados que prueban lo que, en su momento se sospechaba, pero nadie podía demostrar: la guerra Irán-Iraq fue instigada y alentada, apoyada, sostenida y exacerbada por los mismos gobiernos que se rasgaban las vestiduras públicas con lacrimógenos llamados a la paz y el diálogo; que aprobaron embargos de armamentos , mientras los violaban jubilosamente bajo cuerda, y que condenaban la tozudez y falta de
voluntad política de las partes enfrentadas, en New York, mientras aseguraban apoyos y respaldo material en Teherán y Bagdad, precisamente, para que no alterasen sus posturas.
Lamentablemente, este modus imperialista, esta versión postmoderna del maquiavelismo romano de «Divide y vencerás», no terminó cuando acabó aquella guerra forzada y sangrienta: muchos conflictos menores en África, Asia, América Latina, incluso, en Europa, esos donde nadie podía hallar una explicación racional para el encono de los contendientes, y contra el que se estrellaban todos los intentos de paz o mediación. En ellos asomaba la acción de los mismos instigadores, buscando los mismos intereses, solo que aún no se han desclasificados los documentos que lo prueban.
En nuestro continente acabamos de ver el accionar de esta misma maquinaria, y hemos estado al borde de ver enfrentadas a dos naciones hermanas, en un conflicto atizado por terceros y que solo beneficiaba a intereses foráneos. El restablecimiento de las relaciones económicas y diplomáticas entre Colombia y Venezuela, ese abrazo de los mandatarios de los dos países en la hacienda de San Pedro Alejandrino, en Santa Martha, bajo la última mirada de Bolívar, significó mucho más que el triunfo del sentido común y la razón. Por primera vez dos naciones unidas han conjurado y echado por tierra el casi infalible método imperialista de enfrentarlas para desangrarlas y controlarlas. En ello radica la importancia histórica de ese abrazo entre Chávez y Santos; ese es el aporte esencial de esta paz entre Colombia y Venezuela.
La maquinaria imperialista de los enfrentamientos forzados utilizó en este caso todo el arsenal disponible para lograr sus objetivos, desde ubicar bases militares norteamericanas en territorio colombiano, una clara provocación para que Venezuela elevase su disposición combativa y aumentase sus gastos militares, hasta movilizar su imperio mediático para acusar a este país de ser un santuario para los guerrilleros de las FARC. Pero en el arte de estos avezados azuzadores de camorra, tanto vale lo que se dice, como lo que se calla. Se silenció, por ejemplo, que el Estado colombiano solo controla el 35% de su territorio, por lo tanto, es absurdo que exija a un país vecino que controle miles de kilómetros de frontera común ubicada en un terreno selvático y remoto, de imprecisos límites, donde ante su fracaso de ejercer las inalienables funciones de gobierno que le competen, campean por su respeto, no solo guerrilleros de izquierda, sino también paramilitares de extrema derecha y narcotraficantes.
Recuerdo una de las críticas formuladas al clan neoconservador de George W. Bush por alguien como Zbigniew Brzesinsky, de irreprochable historial anticomunista, hoy activo consejero de Obama y destacada figura del Centro de Estudios Estratégicos Internacionales, de Washington, el mismo tanque pensante que ha promovido las teorías del Soft and Smart Power, tan repetidas hasta el cansancio por una decepcionantemente poco imaginativa Hillary Clinton. Aquel artífice de las estrategias finales de Reagan contra la URSS y el campo socialista, e infatigable organizador de la lucha de los guerrilleros afganos contra el ejército soviético, fustigó a esos novatos aprendices de brujos que habían llevado a su país al pantano de la guerra en Afganistán e Iraq diciéndoles que eran tan torpes que no habían entendido nada del manual para el funcionamiento de la maquinaria de los enfrentamientos que se les legó, y que en vez de atacar y ocupar países, de lo que se trataba era de enfrentarlos entre ellos, citando el caso de Iran-Iraq y Colombia-Venezuela.
Como decimos en Cuba: «A confesión de partes, relevo de pruebas».
Tampoco hacía falta que Brezesinsky nos lo dijera, bastaba estudiar un poco de Historia contemporánea, con ojo sagaz, y recordar aquello que la propia Maquinaria de los enfrentamientos fraticidas, convertida en Maquinaria de los Olvidos Convenientes, busca que olvidemos, entre banalidades de estrellas y famosos, goles y propaganda de Ferraris y dentífricos.
La pregunta a formular es la misma que se han hecho en sus novelas, desde siempre, Agatha Christie o George Simenon: ¿a quién conviene y beneficia un crimen? Porque criminal es enfrentar a hermanos para que el atizador se alce con el botín sangriento de entre las ruinas y el dolor humano.
No, ni colombianos, ni venezolanos tuvieron aquel amanecer trágico y premonitorio de los habitantes de la provincia iraní de Juzestán, un 16 de septiembre de 1980 que aún los persigue. Quien se ha quedado desvelado, en el insomnio febril de su avaricia frustrada, es el imperio atizador.