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La herida abierta de la insurrección

Fuentes: Rebelión

Somos hijos de la noche, dice Santiago López Petit. Somos de una generación que ha nacido y crecido en la oscuridad, sin poder ver el camino que nos llevaría hacia donde necesitábamos ir. Somos huérfanos, somos sombras. No sombras de otros cuerpos, somos sombra de otras sombras. No podemos reconocer caminos que nos lleven hacia […]

Somos hijos de la noche, dice Santiago López Petit. Somos de una generación que ha nacido y crecido en la oscuridad, sin poder ver el camino que nos llevaría hacia donde necesitábamos ir. Somos huérfanos, somos sombras. No sombras de otros cuerpos, somos sombra de otras sombras. No podemos reconocer caminos que nos lleven hacia alguna parte, no tenemos referencias. No tenemos un legado simbólico con el que podamos referenciarnos. Nuestra orfandad nos ha dejado aquí, tanteando quiénes somos y quien es el otro, confundidos, extraviados, sin ningún tipo de esperanza que nos ligue a cierto futuro. Tenemos un dolor difuso, que no podemos localizar. La lógica de capital nos impele a movernos todo el tiempo, a todos –movilización global– sin importar hacia donde, pero nosotros ya no nos podemos mover. Estamos cansados, rotos. López Petit habla de la enfermedad de La Fatiga, que vendría a ser la enfermedad de esta era, de esta etapa en la lógica de reproducción del capital. La fatiga sería una enfermedad que estaría detrás de gran parte los síntomas que hoy nos aquejan socialmente. Se trata de cuerpos exprimidos a los cuales el capital ya no les puede extraer nada más. Se trata de una dis-función, cuerpos desechables. Un error del sistema, algo no esperado, algo que salió mal. Cuerpos que ya no pueden cumplir con los mandatos productivistas ni consumistas.

Estos cuerpos tienen heridas abiertas que no cicatrizan. Están parados, la movilización global con la que el capital empuja a los cuerpos no los puede mover. Viven a mitad de camino entre la vida y la muerte. Algunos, elijen entregarse a diferentes formas de morir. Otros logran erguirse, y se ponen en pie de guerra. Comienzan identificando al enemigo, y se perciben como anomalías. La anomalía aparece cuando podemos frenar la propulsión, desertar, dejar de ser unidades de movilización del régimen (artefactos, entes). Los cuerpos anómalos se reconocen nocturnos, ya no buscan la luz al final del túnel. Están desgarrados, pero saben que la noche en la que nacieron y en la que viven, también sangra. Saben que danzan sobre un precipicio, con un pie adentro del todo y un pie sobre la nada. Están desorientados. Pero no quieren el mapa que se dibujó durante los días de claridad, en los que se creía que había salidas. Porque no hay salidas para los hijos de la noche. No hay un Afuera de la noche. Ellos están dentro de la noche, que ya está abierta, porque se devoró al día. La modernidad en su desarrollo nos trajo ideas reconfortantes respecto a la oscuridad, a la caída del hombre, a la noche. Grandes poetas, grandes filósofos, decían que había que buscar la noche, como lo otro del día, lo que se ocultaba, lo invisible detrás de lo visible. El cristianismo postuló la idea de un comienzo ideal, un paraíso, al que le seguía una caída, pero que al final otra vez se resolvería en un mundo feliz. Los hijos de la noche, en cambio, no se reconocen en un pasado idílico, perdido, ni en un futuro que lo recuperase. El conflicto de los cuerpos no se puede resolver.

Nos sabemos hijos de la noche, pero a la vez la elegimos. Nuestro dolor se trasforma en afirmación. Cuando nos reconocemos como anomalías, queremos luchar en nuestro territorio. Que el enemigo ingrese y se pierda en él. No hay ningún tipo de día que queramos comprar. Nos impusieron la noche y llegamos a apropiarnos de ella. Lo único que nos falta es reconocernos en la oscuridad.

El anómalo escapa a la norma, pero sin ser del todo anormal. El anormal es una figura en la que se puede referenciar simbólicamente el aparato de producción de la normalidad. El capital nombra a los cuerpos que deben producir, le asigna un espacio y una temporalidad, y todos los cuerpos se ajustan a esa norma. El anómalo no puede, es un desecho que produce el capital cuando señala los cuerpos que deben cargárselo a sus espaldas. Pero a la vez el anómalo es una disfunción, una dislocación. No forma parte de una enfermedad como las que pudieron existir en el siglo XIX, porque no contagia ni mata. Es por eso que el capital, o el Estado, no los recluye, ni los recluta. Parecería que fueran inofensivos. La movilización empuja a los cuerpos a moverse sin sentido, indefinidamente. El anómalo se descubre preso del sinsentido que toda esta movilización comporta. Descubre un goce en la quietud, un renacer. Es escurridizo, se desplaza en direcciones que la lógica cinética del capital no puede prever. La luz del régimen no alcanza a identificarlo, a denunciarlo. Es una sombra evanescente.

La anomalía no es anormalidad ni tampoco locura. Muchos de los movimientos de vanguardia del siglo XX, en su intento de salir de las cárceles de la Razón occidental postulaban a la locura como un refugio, una puerta hacia otro mundo. Pero el anómalo sabe que la locura es demasiado peligrosa, y no podría sobrevivir si se entregara a ella. Tiene que hacer grandes esfuerzos para no caer en la locura. Es su compañera, es su aliada, la que mejor lo conoce en su intimidad, lo más genuino que tiene, pero sabe que la tiene que tener controlada. Para desenvolverse socialmente la tiene que camuflar, o enseñarle a hablar. Para eso es necesario manejar el sentido común, algo que le resulta opresivo, pero a la vez le permite sobrevivir, y defenderse. El anómalo se siente salvaje, no cabe en este mundo, le cuesta mucho comprender el sentido que en él impera. Pero con ese mismo sentido tiene que hacer un trabajo de artesano para luchar contra este mundo con sus propias armas, esto es, armas robadas al enemigo. Pero también ocurre que hay quienes no pueden más en esta guerra de sentidos, cuando por fin se impone el sentido común, invadiendo el cuerpo del anómalo, que por eso deja de encontrarle el sentido a la vida. Cuando el sentido común penetra su cuerpo de manera violenta y total, se rompe el pacto que el anómalo tenía con él, y deja de reconocerlo. Entonces los reflectores semánticos del régimen lo alumbran, el anómalo queda expuesto, su incoherencia está en carne viva, no sabe qué hacer ni qué decir en los diferentes espacios de la vida social. Entre su interior y su exterior se desencadena también la guerra. Entonces la incoherencia duele como un cuchillo, duelen las miradas del Otro. Se necesita mucho coraje para dar esta batalla. Algunos prefieren liberar el mundo interior, expandir el cuerpo, autoafirmarse semánticamente, imponer los códigos y toda la incoherencia frente a los sentidos que viene de afuera. Y así comienza la travesía hacia la locura. Otros se repliegan sobre sí mismos, se ocultan, buscan los lugares más oscuros, se reprimen. En toda esta guerra hay un choque entre un adentro y un afuera.

Hay guerra entre la locura y la razón. Entre la conciencia y el inconsciente. Pero cuando optamos por convertirnos en anómalos, nos ubicamos en una zona fronteriza. El anómalo viaja hacia adentro y hacia afuera, nos acompaña en el viaje interior, hacia el sinsentido. Nos protege cuando salimos al mundo a luchar para conseguir los alimentos para ingerir dentro de nuestra selva. El anómalo sabe que no podemos sobrevivir solos en este mundo, que no pertenecemos en él, que nacimos arrojados al mundo, huérfanos. Camuflado, trafica lo más preciado que tenemos, nuestros más profundos deseos. Avanza nombrando el mundo, descubriéndolo, para que esos deseos lo colonicen. El anómalo, el que ya no le pide nada a Dios, el que no pide nada prestado, el que agarra, se sirve solo, roba lo que es suyo.

En el fondo de esta historia hay dolor, desesperación. Hay un grito que se oculta en la garganta de la noche. Ya no podemos nombrar ese dolor. No existen palabras para ello. Cada vez hay menos espacios sociales en los que se le pueda poner palabras. El anómalo no tiene libreto, no quiere actuar, no sabe cómo hacerlo. Lo persiguen los diagnósticos de la psiquiatría y sus medicamentos. Puede resultar desesperante esta situación de no poder ser clasificados. Sería tranquilizador aceptar que un medico nos diga: “sos depresivo, sos bi-polar, sos anoréxico, sos esquizo-afectivo-“, etc, etc. Entonces sabremos que ya no somos temidos. Es que no soportamos nuestra singularidad, que suele ser estigmatizada como locura. Pero el anómalo se resiste, asume el dolor, y sabe que en su dolor grita de desesperación el mundo. Comprende que no cabe en este mundo, en esta realidad que lo produjo y no lo tolera, por eso lo persigue son sus reflectores, que él ya no necesita. En el cuerpo del anómalo sangra el mundo. El anómalo sangra la herida del mundo. En su cuerpo se abre la grieta de La Realidad. Herida y cicatriz de la noche, dice López Petit.

Pero el anómalo tiene fuego dentro suyo. Es el fuego que alumbra su noche. Su dolor se expandió por su cuerpo hasta confundirse con él, es por eso que casi ya no siente dolor. O el dolor que tiene se trasforma en potencia: fuerza de dolor, le llama López Petit. Desde ahí los anómalos pueden enarbolar su resistencia. Porque hay un peligro latente que representan estos cuerpos. Si se generalizara esta “patología”, la movilización global se vería interrumpida, se paralizaría la producción, un nihilismo disruptivo y destituyente se extendería por el régimen como un reguero de pólvora. Una desafiliación política, un escepticismo destituyente. Tal vez el consumo y la producción se paralizarían. Es por eso que hay tantos dispositivos terapéuticos del régimen para evitar esta anomalía. Y es por eso también que la resistencia vendrá de la mano de una estrategia por no sanar, por soportar la herida, hasta que podamos vincular los cuerpos sufrientes, colectivizar el malestar y politizarlo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.