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La hoja seca

Fuentes: Rebelión

A la muerte de la catedrática Ingrid Galster, autora de «Aguirre o la posteridad arbitraria», leí ante su tumba en el cementerio de Krefeld con un clavel en la mano aquellos versos que un día escribiera Miguel de Unamuno sobre su muerte: […] y me digo: «Tal vez cuando muy pronto /»vengan para anunciarme / […]

A la muerte de la catedrática Ingrid Galster, autora de «Aguirre o la posteridad arbitraria», leí ante su tumba en el cementerio de Krefeld con un clavel en la mano aquellos versos que un día escribiera Miguel de Unamuno sobre su muerte:

[…] y me digo: «Tal vez cuando muy pronto /»vengan para anunciarme / «que me espera la cena, /»encuentren aquí un cuerpo / «pálido y frío /»-la cosa que fui yo, éste que espera-, / «como esos libros silencioso y yerto, / «parada ya la sangre, / «yelándose en las venas, /»el pecho silencioso / «bajo la dulce luz del blando aceite, / «lámpara funeraria.» / Tiemblo de terminar estos renglones / que no parezcan / extraño testamento, / más bien presentimiento misterioso / del allende sombrío, / dictados por el ansia / de vida eterna.

Sí, lector solitario, que así atiendes / la voz de un muerto, / tuyas serán estas palabras mías / que sonarán acaso / desde otra boca, /sobre mi polvo / sin que las oiga yo que soy su fuente. / ¡Cuando yo ya no sea / serás tú, canto mío! / ¡Oye la voz que sale de la tumba / y te dice al oído / este secreto: / Ya no soy yo, hermano!»

Y este mismo mes, en la iglesia de los franciscanos de Bermeo, se entonó un alelluia sonoro una tarde de sábado cálido a la muerte de Kepa San Pedro Layuno. Y desde el altar se predicó que la muerte no termina, que la vida terrenal tiene trastienda celestial. Y en aquella iglesia hubo entre los vivos amenes y silencios largos de quienes sostienen que el final era polvo y ahora ceniza incinerada.

Aunque se hace esperar, noviembre es mes de hojas secas y marrones arrastradas por el suelo, de bellotas caídas, de castañas abiertas y nidos chivateados por matas desnudas; una naturaleza que nos presenta reflexiones viejas de griegos, de panta rei, de tempus fugit, de yo me iré y se quedarán los pájaros cantando…, de muerte como final natural de vida envejecida. Me viene al recuerdo lo escrito por el bilbaíno Javier Marías en su libro «La isla del padre», cuando aquel día de comida familiar sentado a la mesa preguntó su padre, afectado por demencia senil, a sus hijos «si vivía o estaba ya muerto».

Al final somos zarandeados, amasados, masajeados… por las manos y el querer de otros, que van decidiendo por ti en la medida que tú te adentras en el corralillo del final. Por eso, son cada vez más las personas que mirando en vida joven a su viejo acabose escriben papeles, hacen testamento de trato, redactan notas de aviso a médicos y encargos al entorno cercano y leal…, pretenden que su final sea según su querer y no de otra manera, sueñen al final en una vida de trastienda celestial o se sientan simplemente hoja amarronada caída a merced del viento.

Alejándose el hombre de la naturaleza se ha hecho urbano; repara, si puede, su carrocería gastada; en la medida de lo posible aparta de su persona la huella del deterioro y envejecimiento; lucha por su supervivencia prolongada refugiándose en el progreso, en el potingue de colores, en el sol, en el agua…, injertando en él una cierta ilusión de eternidad al tiempo que un «sálvese quien pueda» solitario.

Se cuenta que Charles Darwin aplicó el concepto de lucha por la existencia y la supervivencia al ámbito biológico luego de observar el comportamiento social humano. Analizando el trato de los hombres en sociedad, observando desde el Beagle el proceder de los conquistadores con los nativos, la postura del fuerte sobre el débil, el valor de la traición como factor de supervivencia en casos complicados…. entendió el origen de las especies. En 1839 escribió «Viaje de un naturalista» y, visto lo visto, sólo después, en 1859, pudo escribir «El origen de las especies«. La invasión, conquista, colonización, esclavitud y saqueo de los otros, antes y ahora, se ha basado en que los salvajes, los aborígenes, los otros habitantes de la tierra a conquistar y ocupar, eran obstáculo para el progreso, es decir, brida y freno para los desmanes de los colonos. Se justifica la criminalidad y el desvarío con argumentos adobados en el verdadero dios, apoyados en epítetos de salvajes, incultos, de superioridad racial…; disimulando su usura con argumentos de caridad, humanidad, cultura y progreso.

En nuestros días no sólo hay deforestaciones, matanzas de ballenas, de tiburones…, no sólo se saquean los mares y los océanos desde barcos guerreros y armados, no sólo se contaminan las aguas con residuos nucleares, pesticidas… también se dan grandes matanzas de hombres por hombres, se provocan muertes desde la fuerza y el poder, se saquean pueblos con bendiciones y aplausos de organismos y estados. También hoy se sigue repartiendo la tierra y sus habitantes, al igual que en la Conferencia de Berlín de 1885, como si fuera un pastel. También hoy es verdad lo que dijera Johann Goottfried Herder en 1790, sólo que extendiéndolo más: «¿Podéis nombrar un solo territorio que los europeos hayan pisado sin envilecerse para siempre, ante una humanidad indefensa y confiada, con sus palabras injustas, sus artimañas codiciosas su brutal opresión, sus enfermedades y los regalos fatales que acarrean? Nuestra región de la tierra debiera ser reconocida no como la más sabia, sino la más arrogante, despiadada y sedienta de lucro».

La muerte, como acabose natural de la vida, como huella de la naturaleza, debiera hacernos comportarnos con mesura en nuestro quehacer humano, aligerar nuestro equipaje vital, reconocer la mano del otro y evitar esa muerte provocada por la baba indigna humana. Desterrar la muerte como tarea humana, reconocernos, desde nuestra mortalidad fuente de vida y no de muerte provocada, ser cultivadores y artesanos de fertilidad, de fauna y flora, de dignidad humana despojándonos del exceso de sebo y grasa acumulados.

No dios ni el más allá celestial son los garantes de humanidad en la tierra; somos las personas, los hombres y mujeres de nuestros días, los que debemos arremangarnos en conducir la vida por cauces razonablemente humanos, los que debemos pintar de colores las calles de nuestras ciudades y pueblos y humanizar nuestras relaciones variopintas.

Y poco más, un recuerdo agradecido y una lágrima con una flor sobre cada hoja amarronada del camino en este noviembre, que se anuncia.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.