Hay una investigación dentro de mi especialidad que me ha tenido en suspenso, me ha preocupado, más que ocupado, a lo largo de todo el tiempo en que he sido profesora de Literatura. En los años setenta, justo antes de empezar a dar clases, leí un estudio sobre el Poema de Mio Cid (en adelante […]
Hay una investigación dentro de mi especialidad que me ha tenido en suspenso, me ha preocupado, más que ocupado, a lo largo de todo el tiempo en que he sido profesora de Literatura. En los años setenta, justo antes de empezar a dar clases, leí un estudio sobre el Poema de Mio Cid (en adelante PMC) que me deslumbró y me inquietó. Se trata de un trabajo de sólo cien páginas (y digo sólo porque entre los eruditos de temas literarios hay mucha afición a llenar cientos y cientos de páginas para decir muy pocas cosas de interés, o nada) en las que Colin Smith, un hispanista (investigador en literatura e historia española), profesor de Cambridge, daba un vuelco total a las teorías vigentes sobre la fecha de composición y la autoría del PMC. Lo hacía con un rigor extraordinario y con unos planteamientos nuevos respecto al propósito de la obra, su estructura y su sentido. Se traslucía una labor de años sobre el manuscrito, incluyendo el análisis químico de las tintas, y el resultado ponía en evidencia las manipulaciones que había sufrido el documento en manos de los estudiosos. Hasta aquí doy razón del deslumbramiento. ¿Y la inquietud? Pues residía en la autoridad inmensa de quien quedaba desacreditado: don Ramón Menéndez Pidal.
Antes de seguir conviene recordar que Menéndez Pidal es uno de los intelectuales eminentes de la tradición liberal y regeneracionista (la de los que se proponían modernizar España), que participó en organismos relacionados con los principios de la Institución Libre de Enseñanza, fue director del Centro de Estudios Históricos y presidente de la Real Academia Española desde 1925 hasta su muerte en 1968 a los casi cien años, con la interrupción que va desde el final de la guerra civil (1939) hasta 1947. Pasó la guerra en el extranjero y tardó después ocho años en ser readmitido en España a pesar de que durante la República había participado en publicaciones derechistas y manifestaba un fuerte nacionalismo español, pero tenía demasiados amigos comprometidos con la República. (La actitud de Franco en este caso no es nada de extrañar si pensamos en el caso de Cambó, que murió justo antes de poder entrar en España en el mismo año 47 a pesar de haber contribuido a sufragar el «glorioso Levantamiento»; sus compromisos con ciertos catalanistas podían ser también un estorbo para «hacer limpieza»). Tampoco hay que olvidar que Menéndez Pidal inaugura, por decirlo así, la filología científica con la observación de las regularidades fonéticas en la evolución del castellano (Gramática histórica). Con esta información se hacía difícil de creer, tal como dejaba claro Colin Smith, que se hubiera dedicado a retocar con su propia tinta ciertos finales de verso del manuscrito para que el lenguaje quedara más antiguo, como del siglo XII y, aun más sorprendente, que defendiera la existencia de una C (de cien) en la fecha, que en realidad no estaba. En el colofón del manuscrito (llamado explicit) donde dice, modernizado, «lo escribió Per Abat en 1207», leía 1307. De manera que Per Abat tenía que ser un copista del s. XIV de un texto antiguo del s. XII.
Las teorías de Menéndez Pidal aparecían en los libros de texto de bachillerato hasta bien entrados los años noventa: un juglar de San Esteban de Gormaz compuso el primer cantar (El destierro) hacia1120, pocos años después de la muerte del Cid real (1099). En 1140 otro juglar de Medinacelli refundió el anterior y compuso los dos restantes (El cantar de las bodas y La afrenta de Corpes) de carácter más novelesco. Esto situaba el PMC como contemporáneo, o incluso anterior, al gran cantar de gesta francés, La canción de Roldán (en términos traducidos) y explicaba la abundancia de detalles históricos, geográficos, legales, de costumbres, etc. por la proximidad de los hechos narrados a los que ocurrieron en realidad. Lo que llama la atención es que las localidades de los supuestos autores se determinara con pruebas tan endebles como expresiones lingüísticas propias de estos pueblos, pero no exclusivas de los mismos, ni mucho menos.
Colin Smith se opone a estas teorías. De entrada presenta los datos que se conocen sobre Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid histórico, y distingue claramente lo que son datos históricos de lo que es el poema. Por ejemplo, el autor del poema convierte los distintos destierros y rifirrafes entre el rey Alfonso VI y Rodrigo Díaz en un solo conflicto, con gran sentido estético. También suprime el hecho de que el desterrado emprendiera la conquista de Valencia con permiso del rey moro de Zaragoza a cuyo servicio se encontraba (a pesar de que lo delata su apodo; cid significa ‘señor’ o ‘jefe’ en árabe), introduce elementos de los llamados novelescos desde el primer cantar (la niña de nueve años que va a hablar ella sola con las huestes del Cid, guerreros armados, para decirles que no les pueden ofrecer alojo en Burgos debido a las amenazas del rey: «perderemos los ojos de las caras…»; el engaño al matrimonio judío: el héroe castellano pide al matrimonio de prestamistas una cantidad módica de dinero a cambio de que le guarden un cofre lleno de riquezas, en realidad lleno de pedruscos del camino, con la condición de que no lo abran hasta pasado un año, etc.). Es cierto que muchos de los nombres geográficos son verídicos y señalan, más o menos, las zonas de los hechos reales, pero esto responde a una estética realista basada en datos que se conocían. Por otra parte, algunos datos históricos, así como muchos detalles legales, de costumbres, etc. pertenecían o eran sólo posibles a principios del siglo XIII, en correspondencia con la fecha consignada en el manuscrito, si se leía correctamente, 1207. Por ejemplo el reino de Navarra, citado así en el texto, se llamaba reino de Pamplona en 1140. Que Menéndez Pidal subordinara su teoría a un enfoque historicista y dejara de señalar las incongruencias históricas con las fechas que él daba resulta decepcionante.
Según Smith, el autor es Per Abat, pues su nombre está consignado como el que escribió el libro junto a una fecha que se ha demostrado que encaja con todo. No es la fecha de copia, sino de composición. Para defender que el PMC es de un autor único,y culto, Smith se basa en la unidad de estilo y en la de estructura. El poema empieza con un primer plano del héroe llorando en un momento bajo, bajísimo,en el que va volviendo la cabeza para ver su casa abandonada y fijarse en lo que no hay: puertas sin candados y perchas sin mantos, ni pieles. Sale desterrado, sin honra y sin bienes. Empieza así:
«De los sos ojos tan fuertemiente llorando»
Y acaba con el verso:
«Los reyes d’España sos parientes son»
Se trata de una recuperación de la honra y de un ascenso social a través de hechos perfectamente pautados y bien distribuidos. Una serie de pequeños hitos acaban en un punto culminante. En el Cantar del destierro, una serie de victorias contra pequeños pueblos musulmanes culmina con la victoria sobre un rey cristiano, Ramón Berenguer. La conquista de Valencia en el Cantar de las bodas culmina con la visita en persona del rey Alfonso, su perdón y su apadrinamiento de los condes de Carrión como maridos de las hijas del Cid. El poema podría acabar aquí, pero para que el rey sea un gran antagonista es necesario que siga. Las fechorías de los condes en el tercer cantar culminan con la afrenta de Corpes, el maltrato a sus esposas. El rey ha quedado en falta respecto al Cid por apadrinar a semejantes cobardes (la situación ha dado la vuelta) y el héroe está en condiciones de exigir una reparación a un nivel más alto (las mujeres, por supuesto, ganan o pierden la honra a través de sus padres o maridos, no son sujetos jurídicos). Solicita la convocación de unas Cortes en Toledo. Así que el Cid recupera la honra delante de todos los reyes de España (la España cristiana) y sus hijas son pedidas en matrimonio por hijos herederos de los reyes de Navarra y Aragón. [Éste último dato es verídico. El Cid se hizo muy rico por la única vía entonces posible: el pillaje que suponía la guerra. Y, según parece, este personaje histórico nunca perdió una batalla].
También difieren ambos estudiosos en la interpretación del propósito, o significación ideológica. Lo que para el erudito español es el gran poema de la Reconquista, de la cristiandad contra los musulmanes, para el hispanista inglés es el poema nacional de Castilla, a través de este héroe que se hace a sí mismo. De hecho, la guerra no aparece como una Guerra Santa, es un medio para ganarse la vida. Cuando el Cid recibe a su mujer y a sus hijas dice estar muy contento porque ellas «afarto verán por los ojos como se gana el pan». Y, por lo que se refiere a cuestiones nacionales, los leoneses aparecen como cortesanos soberbios y cobardes. Los catalanes, como personajes bien vestidos y calzados, en comparación con las botas rústicas de los castellanos, y más bien ridículos con ese rey dispuesto a mantener una huelga de hambre cuando se ve vencido y a la que renuncia ante la promesa hecha por el Cid de liberarlo si le concede el placer de verlo comer. Promesa que cumple. Los judíos son engañados y los musulmanes hostigados y vencidos (en este caso hay excepciones, pues aparecen algunos moros amigos). Sólo los castellanos, víctimas de una traición inicial, poseen las virtudes viriles propias de la épica: valentía, responsabilidad, esfuerzo, ánimo frente a la adversidad, lealtad, religiosidad, que encarna, sobre todo, el héroe. No es de extrañar que esta obra siga levantando tanta expectación, ya sea entre americanos, rusos, e incluso catalanes, a pesar de ser tan nacionalista castellana, y aun en época de pujanza de los valores femeninos. Es de una gran belleza y sus valores son viriles, pero no machistas. Sobre todo, si comparamos este poema con otros poemas europeos, en los que domina la desmesura, podemos apreciar hasta qué punto la virtud máxima del cantar de gesta castellano es la mesura, el tomar decisiones con prudencia. Sólo en los treinta años, en los que de vez en cuando me he asomado a esta discusión, se habrán publicado más de cien obras entre ediciones y estudios sobre el PMC.
Ni Pidal, ni Smith, surgen de la nada. El primero sigue la tradición romántica de Gastón París. Los cantares de gesta son construcciones populares que pasan por muchas manos y van tomando forma en sucesivas versiones. Manifiestan así el auténtico espíritu de un pueblo. El segundo sigue la llamada corriente individualista de Bédier, que defiende los cantares de gesta como obras individuales de un poeta, cuyo nombre a menudo no se ha conservado, y admitiendo que cada juglar y cada copista, por despiste o por comodidad en la interpretación, introduce pequeños cambios. Por eso Smith califica con benevolencia en alguna ocasión a Pidal de último juglar. Pero hasta sus ediciones más recientes mantiene la disensión con los retoques pidalianos. Las razones por las que Pidal los hizo no parecen ser otras que por dogmatismo y vanidad (Smith no usa términos tan duros; son míos): para que el manuscrito se adaptara a sus teorías. Y todo ello sustentado por un nacionalismo profundo: España contaba con un gran cantar, no tan regular métricamente como el de los franceses (aunque él se molestó en regularizar bastantes fragmentos), pero tan o más antiguo que el de ellos y con un valor histórico muy superior. Smith no ha sido el primero, ni el último en defender lo que defiende, pero lo ha hecho con un rigor, una coherencia y un enfoque global tan adecuados que merece un lugar importante dentro del hispanismo. Lugar que se le ha negado por poner en evidencia a un gran valor patrio. Evidencia que no estaba tan oculta pues el mismo Pidal admitió en algún momento que había anticuado el texto como si fuera lo más natural. El señor Pidal era propietario del manuscrito. Lo tuvo en su casa durante muchos años -¡qué menos que darle un toquecito de vez en cuando!- hasta que la Fundación March se lo compró en 1960 y ésta lo donó al Estado español. Ahora reposa en la Biblioteca Nacional (Madrid).
A todo eso, yo iba esperando que hubiera un cataclismo desmitificador. En un país más puritano se hubiera bajado a don Menéndez Pidal de su pedestal (con perdón por el ripio). Espera inútil. Algunos se alineaban discretamente con Smith; otros, con Pidal. Lo más frecuente era que los distintos estudiosos pasaran como sobre ascuas por las manipulaciones pidalianas, ni hablaban de ellas. Muchos seguían usando la edición de Pidal, dedicándole su trabajo, invocando su memoria, pero al mismo tiempo iban aceptando casi todos los planteamientos de Smith. El caso más paradigmático es el de Montaner, una edición de la editorial Crítica, auspiciada y prologada por Francisco Rico, que en su versión para especialistas es de las de cientos de páginas. Pretende sentar cátedra sobre el estado de la cuestión y reconoce las dos figuras aquí tratadas como las más representativas. La dedicatoria y los respetos son para Pidal. En cambio defiende que la fecha de composición es de principios del siglo trece, que el autor es único y culto, que se trata de una obra literaria con referencias históricas y no de un documento de valor histórico con elementos novelescos. En lo único en lo que está totalmente en desacuerdo con las ideas de Smith es en que el autor sea Per Abat. Para él, es un copista. A mí, modestamente, me parece que si se admite que una parte de la frase «lo escribió Per Abat en 1207» es muy posiblemente la fecha de composición, hacen falta argumentos y pruebas muy contundentes para admitir que la otra mitad de la frase no se refiera a quien compuso la obra. Lo que hay que demostrar es aquello que no parece evidente. Y esto, a mi entender, no se consigue. Es cierto que no ha aparecido una prueba contundente como la del caso de La Celestina: se encontraron unos legajos de un juicio por cuestiones de judaísmo en el que el acusado declara ser el suegro de Fernando de Rojas, famoso autor de La Celestina. Así que era cierto lo que ponía en los versos acrósticos que abren la obra (el nombre del autor se puede leer usando la primera letra de cada verso). Y los eruditos se quedaron compuestos y sin más especulaciones que hacer al respecto. Volviendo a la edición de Montaner, llama la atención que Smith quede desacreditado cuando se han aceptado más o menos la mayoría de sus propuestas, pues sólo destaca el punto de Per Abat como autor, diciendo que ya casi nadie apoya su tesis, ni él mismo. Esta afirmación me extraña. Más bien me consta lo contrario.
Lo que me consta es que del trabajo de Colin Smith, la editorial Cátedra ha hecho veinte ediciones en esos treinta y pico años, frente a una, dos o tres ediciones existentes de cada uno de los otros autores que han presentado el PMC. Desde luego, este erudito no ha conseguido ser marqués, como Menéndez Pidal, ni creo que le importara lo más mínimo, pero sí ha conseguido que los profesores de las universidades confiaran en él, que los estudiantes lo estudiaran. (Ha aparecido una revista sobre cuestiones de literatura española, dirigida a profesores de instituto, llamada Per Abat). El trabajo que tanto me admiró, supongo que ha admirado a mucha gente. Seguir aferrado a las ideas de Pidal o invocar su figura como ejemplo intelectual a seguir por aquello de que «rescató el hispanismo de las manos extranjeras en las que hasta entonces había estado» me parece de un nacionalismo rancio. Y es triste que la aceptación de hecho que manifiesta el consumo de la obra de Smith no se haya traducido en un reconocimiento oficial. La idea me quedó confirmada esta pasada primavera en mi último trimestre como profesora de instituto. Formaba parte yo de un tribunal de acceso a cátedra y tuve ocasión de examinar a una aspirante, especialista en el PMC, en su datación precisamente. Emocionada y llena de respeto por alguien que había trabajado seriamente sobre algo que me interesaba, le pregunté qué opinaba sobre las dataciones de Colin Smith y Pidal. Ella, muy inteligentemente, no se decantó por ninguno y salió por la tangente. Después hablé en privado con ella y me dio a entender que mi pregunta tocaba un terreno minado y que por si las moscas era yo pidalista había contestado como lo hizo. Me contó además que a ella le encargaron recibir y acompañar a Colin Smith en una estancia que hizo en Barcelona, un año antes de su muerte. Se lo encargaron a ella, que ni siquiera estaba en la Universidad. Además tuvo dificultades para encontrar aulas para las conferencias. Había resistencias.
Por mi parte, cuando me sentí un poco segura como para explicar este asunto, según lo entendía, ya no existía, prácticamente, la literatura en los programas, y menos podía entretenerse uno con el PMC, ese poema que habla de hombres y de Castilla, y menos con temas eruditos como la datación. Así que agradezco esta oportunidad de clase magistral (¡qué lejos queda esta palabra!) para rendir mi pequeño homenaje a esa especie de brigadista internacional del hispanismo que se metió a lidiar en las aguas turbulentas de un país, que no aprecia demasiado la inteligencia ni la verdad, con la honestidad intelectual como arma arrojadiza.
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Mercé Romaní es Catedrática de Literatura Española del IES Puig Castellar de Santa Coloma de Gramenet (Barcelona) y profesora-tutora de la UNED.