Con el cuento del fin de las ideologías y de que las ideologías eran asuntos exclusivos de fanáticos, buena parte de la población del planeta ha terminado militando en la ideología de la estupidez. Sé que esto parece un mal trabalenguas (lo siento); cierto es que me puede generar antipatías (no soy candidato a nada). […]
Con el cuento del fin de las ideologías y de que las ideologías eran asuntos exclusivos de fanáticos, buena parte de la población del planeta ha terminado militando en la ideología de la estupidez. Sé que esto parece un mal trabalenguas (lo siento); cierto es que me puede generar antipatías (no soy candidato a nada). Ya escucho la voz metálica de un zombie: ¡Éste se cree el menos estúpido de todos! Y yo le respondo que se equivoca, pues, yo también me asumo estúpido. Y zombie (el otro día no sabía muy bien para qué me había despertado). No tiene sentido negarlo, en este día a día de estupideces, hasta los más críticos tenemos que simplificar los contenidos. Y aquí me tienen repitiendo hasta el cansancio la palabra estúpido. Menos mal que los estúpidos nunca nos hastiamos de la estupidez.
Hace poco un amigo (también estúpido) me decía que de tanto repetir eso de que «formamos parte de un tiempo estúpido» nos estamos resignando a la idea, perdón, a la realidad. No olvidemos que, según los estúpidos que más generan opinión, ya no existen ideas (lo que impediría la sustentabilidad de ideología alguna).
No obstante, a diferencia de muchos estúpidos (debe ser porque no genero opinión), yo creo que la estupidez (aunque muchos de sus militantes no lo sepan) es una ideología. Caminamos sin saber hacia dónde vamos porque simplemente queremos andar así, a la deriva, rápido, a paso disperso, sin objetivo claro, furtivamente a la deriva; en ese mismo ritmo orgullosamente atropellado despreciamos el verbo (y subestimamos la inteligencia) por un asunto de felicidad, ¿quién desea complicarse la vida?; y, en la privacidad del hogar, nos observamos la pinta (y evadimos los ojos) frente al espejo para no empantanar el presente perfecto. Después de todo, para un estúpido, la memoria podría ser el enemigo más íntimo y peligroso. Por esas (y otras muchas) razones afirmo que la estupidez es la ideología más discreta (invisible y económica) de todas las que el ser humano ha (hemos) practicado. Lo que ocurre, creo, es que aún no se ha estudiado académicamente la estupidez como una ideología.
Lo respiro: socialmente, cada vez más, es aburrido hablar de filosofía o de literatura seria. ¿Literatura seria? Pues sí, la cosa está llegando al punto de que clasificamos la literatura en dos grandes (por lo del volumen de publicaciones) bloques: la seria y la entretenida. Mal (?) trabajo hizo Franz Kafka (y sus maestros y sus discípulos) que no pudo dejar una literatura entretenida a los ciudadanos del siglo XXI; buena labor (¡bravo por ti, muchacho!) la del señor Dan Brown (y sus maestros y sus discípulos) que amenizan la fiesta (por no llamarle biblioteca) de este aún naciente nuevo milenio (¿ya despertamos?). Y así, segundo a segundo, vamos relativizándolo absolutamente todo, menos la estupidez (mis saludos a la BBC por la estúpida entrevista que le realizó al ultraderechista Nick Griffin).
No voy a escribir más; dejo este artículo a medio camino antes de que los señores del Premio Nobel (mis respetos a Camus, maestros y discípulos del autor de «La peste«) fijen su atención en mi candidatura gracias a semejante bodrio de artículo.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.