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La Iglesia ¿eterna e inmutable?

Fuentes: La Jornada

En 1864, el papa Pío IX publica Syllabus complectens praecipuos nostrae aetatis errores (Listado recopilatorio de los principales errores de nuestro tiempo), conocido simplemente como el Syllabus. Es un categórico documento magisterial que condenaba los valores de la modernidad; por ejemplo, la libertad de pensamiento, la democracia, la tolerancia, la separación entre la Iglesia y […]

En 1864, el papa Pío IX publica Syllabus complectens praecipuos nostrae aetatis errores (Listado recopilatorio de los principales errores de nuestro tiempo), conocido simplemente como el Syllabus. Es un categórico documento magisterial que condenaba los valores de la modernidad; por ejemplo, la libertad de pensamiento, la democracia, la tolerancia, la separación entre la Iglesia y el Estado. Podemos leer en sus proposiciones de la 75 a la 80 que la católica debe ser la religión de Estado, y condena la libertad de culto, de pensamiento, de imprenta y de conciencia. Apuntala la noción que afirma que el pontífice romano no puede conciliarse con el progreso, el liberalismo y la cultura moderna. Tan sólo un siglo después, en el Concilio Vaticano segundo, todas estas condenas cambian dramáticamente al grado que no expresan sólo una apertura y aceptación de ciertos valores modernos, sino que hay una opción preferencial por la democracia y la construcción del sistema social que ello implica. Sin embargo, podemos ver cómo muchas de estas reminiscencias perduran en el fondo de discursos ultraconservadores de algunos actores religiosos, a pesar de revestirlos con ropajes aparentemente plausibles, ahí están.

El asquito que le provocan los matrimonios gays al gobernador católico de Jalisco, Emilio González Márquez, es buen ejemplo. Quien quiera ver que las posturas de la Iglesia son inamovibles porque son determinadas por Dios o la elaboración de una normatividad doctrinal perene, se equivoca históricamente, ya que tenemos miles de ejemplos a lo largo de toda la historia del cristianismo, en general, y de la Iglesia católica, en particular, que señalan lo contrario. En México, por ejemplo, hasta la década de 1950 era mal visto en los ambientes católicos la aceptación de la Revolución y mucho menos exaltar las causas y desarrollo de la contienda armada de 1910. Luis Calderón Vega, presidente de los universitarios católicos (UNEC 1941-1942), padre del actual presidente de la República, Felipe Calderón, se quejaba en su libro Cuba 88, de cómo la jerarquía quería imponer a los universitarios católicos visiones clericalistas de la historia. Calderón Vega años después, afirmó: Tal vez no hayamos calado la trascendencia de esta característica, es decir, el cabal y maduro entendimiento de la Revolución mexicana de la UNEC, porque […] en el nivel religioso reclamaban nuestro afán en otras direcciones (en Don Ramón Martínez Silva, Jus, 1974, p. 156). En la actualidad, estos matices tienen poca relevancia en la propia cultura católica, que también busca apropiarse de la gesta revolucionaria cuando tan sólo hace 60 años, la repudiaba absolutamente.

La gran virtud del cristianismo ha sido su capacidad para adaptarse y convivir con diferentes configuraciones civilizatorias y diversos contextos culturales en las más apartadas regiones del planeta. Siendo una religión monoteísta, su apertura a la cultura romana se refleja en la asunción de fiestas y fechas, en la institución de culto a los santos más cercanos al politeísmo antiguo que al ascetismo de los esenios y otras sectas judías precristianas.

En plena euforia posconciliar, el papa Paulo VI, en la carta apostólica Octogesima adveniens, publicada en 1971, se abre generosamente a la libertad y a las lecturas locales de la Iglesia, expresando: Frente a situaciones tan diversas, nos es difícil pronunciar una palabra única como también proponer una solución con valor universal. No es éste nuestro propósito ni tampoco nuestra misión. Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación propia de su país, esclarecerla mediante la luz de la palabra inalterable del Evangelio, deducir principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción según las enseñanzas sociales de la Iglesia. Esta audacia jamás prosperó en la vida de las iglesias, los teólogos u obispos que se aventuraron fueron reprimidos y separados; los obispos hasta la fecha se atreven muy poco a opinar posturas que no salgan de la versión oficial del magisterio. Sí, la curia romana desde el pontificado de Juan Pablo II se asume como el intelectual orgánico de la Iglesia, cancelando la producción y construcción de acentos desde las experiencias de base.

Si la Iglesia mantuviera congelado e inamovible su pensamiento y corpus doctrinal, muy fácilmente quedaría rebasada por la historia. La Iglesia mueve, a veces de manera lenta, sus ideas. Silenciosamente va desechando aquello que le estorba y poco a poco va apropiándose de aquellos principios que la van fortaleciendo. Por ejemplo, el concepto de libertad religiosa, hoy una reivindicación central, hasta poco después del concilio era una aberración. Si duda usted de mi afirmación, preguntemos la opinión a los grupos lefebvristas que consideraron este cambio como una herejía que contravenía la tradición escolástica de la Iglesia. El mismo Juan Pablo II, tan carismático como controlador centralista, llega afirmar que la Iglesia está en permanente cambio. En su encíclica Centesimus annus, 1991, al afirmar que «el Señor que ‘es como el amo de casa que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas’ (Mt. 13:52). Este tesoro es la gran corriente de la tradición de la Iglesia, que contiene las ‘cosas viejas’, recibidas y transmitidas desde siempre, y que permite descubrir las ‘cosas nuevas’, en medio de las cuales transcurre la vida de la Iglesia y del mundo. […] Es superfluo subrayar que la consideración atenta del curso de los acontecimientos, para discernir las nuevas exigencias de la evangelización, forma parte del deber de los pastores. Tal examen sin embargo no pretende dar juicios definitivos, ya que de por sí no atañe al ámbito específico del magisterio».

La velocidad de los cambios, formas y prácticas de las sociedades contemporáneas, chocan con la oposición que promueve la Iglesia. Las sociedades democráticas amplían el marco de las libertades, estilos de vida y pensamientos plurales de los ciudadanos, como los matrimonios homosexuales; replanteamientos sobre la ciencia, la vida y la muerte que despedazan el consenso moral tradicional. La velocidad cultural de las sociedades líquidas de Zigmunt Bauman pone a prueba la disfunción y lentitud de muchas religiones. Qué dirán los historiadores del siglo XXII, ¿prevalecerá la identidad dura de la Iglesia sobre los valores?, o éstos cambiarán, como parece señalarnos la lectura desapasionada de la historia de la propia Iglesia.

Fuente:http://www.jornada.unam.mx/2010/10/13/index.php?section=opinion&article=029a2pol