A principio de los años 90 a veces nos ocurría que encontrábamos por la calle un hombre completamente loco que hablaba solo y luego resultaba que estaba cuerdo y hablaba a través de un teléfono móvil. Hoy, al contrario, nos hemos acostumbrado de tal modo a que todo el mundo tenga un celular y lo […]
A principio de los años 90 a veces nos ocurría que encontrábamos por la calle un hombre completamente loco que hablaba solo y luego resultaba que estaba cuerdo y hablaba a través de un teléfono móvil. Hoy, al contrario, nos hemos acostumbrado de tal modo a que todo el mundo tenga un celular y lo utilice en los espacios públicos -la calle, el restaurante, el autobús- que los locos y sus monólogos delirantes pasan completamente desapercibidos: se diría que están hablando por un teléfono móvil.
Hace poco, en el bar de una estación de tren, me llamó la atención un hombre de unos cuarenta años que, en la mesa vecina, mantenía una acalorada y trágica conversación a través del teléfono. Hablaba con su secretaria, que le daba muy malas noticias. Los bancos le habían negado una nueva línea de crédito, las empresas deudoras no pagaban, la auditoría había descubierto la doble contabilidad y, para colmo, su esposa lo había abandonado por un cliente rico. Nuestro hombre repetía en voz alta esta sucesión de catástrofes alternando la desesperación resignada -una mano en la frente calva, un suspiro- con repentinos cornetazos de resistencia colérica: agitaba un dedo agresivo y se golpeaba el pecho mientras gritaba órdenes a las que su secretaria, al otro lado, oponía una nueva desgracia que inhabilitaba toda respuesta. Al terminar la conversación, el hombre dejó el móvil, como un cangrejo muerto, sobre el tablero, se bebió de un trago el resto de la cerveza y se derrumbó.
Por razones que no hace al caso relatar -una combinación de retrasos y azares empáticos- acabamos sentados a la misma mesa. En resumen: nuestro hombre, que se llamaba Alfredo Expósito, no había mantenido ninguna conversación; no tenía secretaria y su móvil era de juguete. Alfredo estaba loco y se hacía pasar por un empresario ocupadísimo. Estaba tan solo y al mismo tiempo tan en este mundo que acudía con su móvil falso a los lugares públicos para que lo tomaran por lo que no era. Alfredo fingía ser un hombre de negocios, sí, pero lo más extraño es que fingía ser un hombre de negocios… fracasado. Podía haber citado cifras astronómicas de beneficios financieros, operaciones redondas y gloriosas, encuentros con magnates y estrellas de las pasarelas, pero no: iba a parques, bares y estaciones a escenificar en voz alta la ruina de su empresa y el desbaratamiento de su vida. Unas veces era el mercado de divisas y otras veces la fábrica textil, unas veces la malversación de un contable y otras la anticipación de un rival financiero, unas veces su mujer lo abandonada por un triunfador y otras se suicidaba tras perder la casa y el Alfa Romeo, pero lo que no cambiaba era el resultado: de manera invariable Alfredo mantenía por su celular de juguete la última conversación de un fracasado.
¿Por que Alfredo Expósito se hacía pasar por un empresario fracasado? ¿La locura no es más libre que la cordura? ¿No elige siempre ser Napoleón en lugar de uno de sus soldados? No. La locura describe también, y nos impone, el mundo real en el que vivimos. Sin amigos, sin familia, sin trabajo, con un solo traje heredado de su breve pasado de agente de seguros, Alfredo necesitaba integrarse, formar parte de una sociedad que lo rechazaba. Su locura tenía buen tino. De entre todos los tipos integrados, elegía el que la -digamos- «ideología dominante» aprecia y destaca más: el empresario que desde un despacho, a través de un teclado o de un teléfono, levanta millones como olas del mar; el hombre de negocios dinámico que con su varita dirige la orquesta de las riquezas del mundo. Si tenía que fingir «integración» nada mejor que hacerse pasar por directivo de una agencia de inversiones, de una consultoría o de una multinacional de la construcción.
Pero, ¿por qué -por qué- fracasado? Podría decirse que precisamente por afán integrador, pues ningún destino resulta más típico, más estándar, más verosímil en tiempos de crisis que el de un empresario fracasado -e incluso un empresario corrupto. Era un homenaje a los tiempos presentes y, a su modo, una denuncia de sus excesos. Pero había también una cuestión de carácter. Alfredo lo había intentado -me dijo; había intentado hablar con su falsa secretaria y recibir buenas noticias; había intentado fingir que compraba todas las acciones de Monsanto o de Indra, que se apoderaba en el último momento de las concesiones para explotar el gas de esquisto en Túnez y Rumanía, que Irina Shayk había dejado a Cristiano Ronaldo para irse a vivir con él a una isla del Pacífico. Pero no podía, no le salía. «No soy un fantasioso», me dijo. Se había vuelto loco a la medida de sus posibilidades; era una locura modesta, «del pueblo», compatible con su timidez y sus recursos. Era una locura de clase media derrotada.
Me acordé -mientras lo escuchaba- de un verso del inmenso poeta portugués Fernando Pessoa (que cito de memoria): «incluso los ejércitos de mi imaginación sufrían derrotas». En todos los terrenos hay clases; están los fantasiosos y están los imaginativos. De niño a mí me ocurría algo parecido. Adoraba el atletismo y no era malo del todo, pero siempre llegaba segundo a la línea de meta. Cuando imaginaba de noche la siguiente carrera, me representaba a mi mismo en cabeza, comenzaba a sacar más y más ventaja a mis perseguidores, mi victoria era segura y a pocos metros de la llegada, cuando ya oía los aplausos, de pronto no podía evitar imaginar que tropezaba y me caía. Quizás es que no quería ganar y quizás perdía por eso. Lo cierto es que hay mucha gente que asume hasta tal punto su derrota o su subalternidad que, incluso en su imaginación, liga con la chica o el chico feos de la fiesta, juega al fútbol en segunda división o se queda en empleado de banca. En un mundo brutal de fantasías frustradas, de fantasiosos contrariados (arribistas, ambiciosillos, narcisistas e impostores, por no hablar de los tiranos y los financieros) esta imaginación pedestre que mide la realidad y sus hechuras atisba ya otro mundo posible con menos cadáveres en las cunetas. Pero en un mundo de cuerdos fantasiosos y violentos los imaginativos se vuelven locos. Y están solos, como Alfredo, contándoles a un juguete, y no a un amigo, que han fracasado en una carrera que en realidad no han emprendido y que no querrían disputar.
Si tenemos que definir la sociedad capitalista en términos humanos, diremos que es una sociedad compuesta de fantasiosos frustrados e imaginativos derrotados. Imaginativos del mundo, uníos. Puestos a imaginar, a veces imagino que encuentro de nuevo a Alfredo en la estación de la ciudad de un país decente y le está contando muy contento a un amigo tan imaginativo como él (y no a un juguete) que los imaginativos han fracasado: que de las fuentes no mana agua y miel sino agua para todos, que no se ha vencido a la muerte sino generalizado el acceso a la medicina, que los niños no son buenos pero van a la escuela, que los ciudadanos no son ni felices ni omnipotentes pero sí dueños de su destino. Y que la locura no ha desaparecido -ni tampoco la soledad- porque el amor, y el dolor, ganan siempre todas las carreras.
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