Los trajeron al mundo, los peinaron y los alimentaron. Dijeron: haremos de ellos la generación más formada de la Historia. Les dieron carreras, másters, postgrados; les hicieron políglotas; les llevaron a los lugares del mundo que nunca conocieron sus abuelos; les quitaron la necesidad de todo trabajo que generara sudor. Les dieron un billetito de […]
Los trajeron al mundo, los peinaron y los alimentaron.
Dijeron: haremos de ellos la generación más formada de la Historia. Les dieron carreras, másters, postgrados; les hicieron políglotas; les llevaron a los lugares del mundo que nunca conocieron sus abuelos; les quitaron la necesidad de todo trabajo que generara sudor. Les dieron un billetito de paga para sus ocios de fin de semana.
Los metieron en un mundo confuso. De felicidades sin precio. De signos políticos difusos. De partidos que pronuncian un trabalenguas ideológico mientras asesores y sloganeros a sueldo se desviven por manosear la percepción del ciudadano hasta que la credibilidad sea absoluta.
Les dieron Internet y botellones. Les cambiaron los telediarios por canales telerrealidad 24 horas.
Y, así, les hicieron pasar por la crisis como por una película de Spielberg. Les mostraron televisadas a las víctimas pero nunca a los culpables. No les incitaron a cuestionarse el sistema que mantenía a millones de hombres como ellos mismos en la pobreza desde tiempos inmemoriales, de modo que ellos sólo protestaban cuando la aguja era en su propia carne. No les enseñaron a divisar el lejano inicio de una larga lista de estafas que culminó en la crisis.
Les dijeron: no tenéis trabajo, ni tenéis dinero, ni tenéis pareja, ni tenéis casa, ni tenéis futuro. Les llamaron «generación perdida», para darle al asunto un toque de drama apocalíptico.
No les enseñaron a luchar.
Pero les pusieron en la calle, y, sin aviso, la tomaron. Y en la calle se comenzaron a dar cuenta de su repentino y grandilocuente papel protagonista. Inundaron Sol, y otras plazas de otras muchas ciudades. Lanzaban sus dardos de forma obtusa; a los banqueros, a los políticos, al bipartidismo; a los líderes empresariales o eclesiásticos, o allá donde la cosa apestase a poder.
No tenían soluciones claras; no tenían esperanzas nítidas. Porque nunca les habían enseñado a buscar soluciones. Sólo tenían el derecho a expresar la indignación. No sabían tanto como los analistas políticos y los expertos económicos; simplemente, querían un cambio rápido. O, lo que es lo mismo, una revolución.
Y por fin, en aquel mundo de falsas satisfacciones, la indignación trajo la única lucha verídica.
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