La suerte está echada. Ya no hay encuestas que sirvan para dibujar resultados incomprobables. Lo cierto es que un fascista ha llegado a la Presidencia de Brasil por el voto de millones. El hecho es grave por donde se lo mire y no solo para los locales sino que indudablemente esta votación repercutirá de manera […]
La suerte está echada. Ya no hay encuestas que sirvan para dibujar resultados incomprobables. Lo cierto es que un fascista ha llegado a la Presidencia de Brasil por el voto de millones. El hecho es grave por donde se lo mire y no solo para los locales sino que indudablemente esta votación repercutirá de manera aún impredecible en el resto del continente. Bolsonaro ha ganado con cerca de diez puntos de ventaja gracias a muchos factores que habrá que analizar a partir de este mismo momento. Uno de ellos, el fundamental, es esta insistencia que abarca a muchos sectores populares de no tener en cuenta que en el marco de estas democracias burguesas y absolutamente controladas por los enemigos de los pueblos, seguir insistiendo en ir voluntariamente a competir en ese tinglado es como poner el brazo en la boca de un león hambriento. A ver si nos convencemos de que cuando ellos dicen «democracia» nos están preanunciando precisamente todo lo contrario de lo que nos imaginamos.
A esta altura de las circunstancias, luego de una nueva prueba de jugar el partido en el campo del enemigo, con el líder popular maniatado y censurado, hubiera sido mejor retirarse de la competencia denunciando que en esas condiciones el fraude estaba consumado. Bolsonaro hubiera ganado igual pero por lo menos el hecho político logrado hubiera sido mostrar que esas instituciones que se dicen «soberanas» no lo son, y se han ido convirtiendo en la gran trampa de la auténtica democracia: la popular, participativa, surgida desde las bases y no desde las campañas de intoxicación masiva.
Para engordar este camino fallido han servido como siempre, varios elementos: por un un lado las repetidas artimañas de los medios de comunicación hegemónicos, mentirosos, cloroformadores, hacedores de escenarios tan ficticios como efectivos a la hora de taladrar el cerebro de muchísima gente con conciencia política cero. A esto hay que sumarle el efecto «Lula encarcelado»: vaya que sirvió quitarlo del tablero con la violencia que significan ese cúmulo de datos sobre corrupción jamás comprobados. No solo eso, sino tratar de humillarlo hasta la saciedad para que su carisma no influya como venía ocurriendo hasta que fue encerrado en Curitiba.
Luego habrá que computar otros elementos ineludibles que han arropado la victoria de quien ha realizado una campaña electoral cargada de amenazas a los sectores populares y que ha abierto la puerta a la violencia sectaria, muy parecida a la que vivió Alemania en los días brutales de Adolf Hitler. En ese aspecto, no hay que olvidar cuánto y cómo han jugado las reaccionarias iglesias evangélicas pentecostales, quienes convirtieron en sus sermones a Bolsonaro en el «ángel de la salvación» y a Lula y sus seguidores en los «demonios» a destruir. Otro tema a tener en cuenta es cómo ha jugado el voto anti-PT, como resultado de muchas mentiras pero también de inocultables hechos de corrupción en el que indudablemente cayeron varios de sus dirigentes. De esta forma se alimentó desde esos flancos débiles las embestidas de la derecha. Seguir negando esto, a esta altura, no sirve de nada. Y de ninguna manera significa que se ignoren los múltiples aspectos positivos que tuvo su gestión, sobre todo en tiempos de Lula.
No es casualidad que fueron precisamente los movimientos sociales que apoyaron por izquierda electoralmente al PT los primeros que advirtieron en varias ocasiones que se estaba errando el camino por la vía del neodesarrollismo, pero muchos prefirieron mirar para un costado.
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