Alberto Ruiz-Gallardón, alcalde de Madrid y verso suelto del PP, reclama -en este caso con el respaldo de su partido- y a modo de soez argumentario de precampaña, una ley estatal que saque de las calles a la fuerza a los indigentes. Y lo pidió quizás horas antes de dirigirse a comulgar con motivo del […]
Alberto Ruiz-Gallardón, alcalde de Madrid y verso suelto del PP, reclama -en este caso con el respaldo de su partido- y a modo de soez argumentario de precampaña, una ley estatal que saque de las calles a la fuerza a los indigentes. Y lo pidió quizás horas antes de dirigirse a comulgar con motivo del Domingo de Ramos, o poco antes de desfilar en procesión envuelto en olor a incienso junto a las imágenes sacras.
Porque cómo afea las fachadas de la centenaria Gran Vía tanto pobre suelto de mirada triste y manos negras y cuarteadas, durmiendo al raso sobre cartones recordándonos a cada paso la miseria moral, la hedionda inhumanidad del mundo. El alcalde, en un resabio franquista, pretende que la policía retire, cual replicantes sin vida útil para el sistema, a las personas sin hogar de las calles, desechos sin voz ni voto que nadie quiere y que molestan la vista a las personas de bien, dando de paso mala impresión a los turistas; que se los lleve la policía -o si es necesario todo un ejército alzado- a un albergue para su internamiento disciplinario, acusados del delito de fealtad. Allí a cambio de su libertad robada dispondrán de una cama y un plato de sopa. Al alcalde no le importa la desamparada existencia de mendigos; ni lamenta que no tengan casa, salud, familia, ni suerte; o que en ocasiones mueran en las calles; ni mucho menos quiere ayudarles a salir del círculo vicioso de la indigencia; lo que le molesta al señor alcalde es su misma presencia, que permanezcan con su concentrado olor a desolación al lado de nuestros coloridos escaparates.
Como diagnostica el sociólogo Zymunt Bauman en «Vida de consumo», el «daño colateral» más importante (no el único) perpetrado por este sistema hiper-economicista es la transformación de la vida humana en un bien de cambio. Nuestro valor reside hoy en nuestro potencial como consumidores. Pero poco o nada pueden consumir indigentes, inadaptados, individuos sin hogar y sin recursos, dependientes, personas sin apoyos familiares ni trabajo multiplicados en tiempos de crisis, a los que antes se denominaba miembros de la clase baja, remitiendo simbólicamente a una sociedad con movilidad, en la que parecía posible (al menos en ocasiones) cambiar de posición en el tablero social, pero que ahora se consideran integrantes de una especie de infraclase. Las personas condenadas a la infraclase son consideradas inútiles, sin valor de mercado, y una auténtica molestia; no comercializables; consumidores fallidos, símbolos del desastre que acecha a los fracasados. Innecesarios, indeseables, abandonados, ¿qué lugar les toca? Pues, siguiendo a Bauman, la respuesta es fuera de la vista. Y esto es sencillamente lo que propone el alcalde: alejar de nuestra mirada el horror de un sistema destructivo que en su girar centrífugo arroja a sus ruedas, para luego aplastarlos sin compasión, a numerosos seres humanos. ¿Y qué será el siguiente paso, una vez negados sus derechos ciudadanos y excluidos de la consideración pública? ¿Eliminarlos para que no generen ningún gasto en unos presupuestos de déficit cero?
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.