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La inquebrantable fe de los súbditos

Fuentes: Rebelión - Imagen: Mansa Musa

El hombre más rico de la historia de la Humanidad (según la revista Time y los académicos) visitó Medio Oriente una sola vez. Fue en el año 1324, cuando todavía el Imperio islámico era lo que, siglos más tarde, los occidentales llamarían «Primer Mundo» para referirse a sí mismos. Diversos testigos, entre ellos historiadores sirios, detallaron la impresión que dejó el poderoso rey de Malí en su peregrinaje que duró un año.

Mansa Musa atravesó África por su paralelo más extenso, llevando tanto oro en sus arcas que, al llegar a Egipto, su generosidad con los pobres que encontraba en el camino produjo una inflación que duró diez años.

Cuatro siglos más tarde, el banquero irlandés Richard Cantillon descubrió que la emisión de dinero siempre beneficiaba a los ricos más próximos al poder, ya que podían comprar e invertir antes que la ola inflacionaria los alcanzara. Diferente a las inflaciones modernas, donde la creación de dinero se produce en el pico de la pirámide social y sus creadores llaman “el impuesto de los pobres”, la inflación que produjo Musa no debió ser tan mala para los pobres, ya que los primeros en recibir el oro se beneficiaron antes que la inflación llegase a los de arriba. Toda una rareza de la historia de la economía, de la cual ignoro discusiones académicas.

A finales del siglo XIX, William Jennings Bryan, el candidato demócrata apoyado por el partido de izquierda Populist Party y por los sindicatos de Estados Unidos, propuso la emisión y distribución de dólares en plata para salir de la profunda recesión. La propuesta fue criminalizada por los bancos y las grandes corporaciones debido a que la medida crearía inflación. Para los granjeros y los trabajadores endeudados, la palabra inflación no los asustaba. Todo lo contrario. Una inflación mayor los iba a beneficiar. Ni que hablar de una redistribución de la riqueza acumulada en pocas familias durante la llamada Edad Dorada que precedió a la Era Progresista.

Los bancos contrataron al escritor Theodore Roosevelt, más tarde conocido como el amable presidente del garrote, para pintar a Bryan como un radical que quería poner a los trabajadores contra los ricos. Intimidados por la retórica masiva, los empresarios colgaron carteles a la entrada de sus fábricas advirtiendo de que si el joven Bryan era elegido presidente, sus fábricas iban a cerrar. Bryan perdió las elecciones, las primeras donde la masiva propaganda corporativa mostró sus dientes.

Mansa Musa y su fortuna de turista rico viajaron protegidas por un ejército de guardias y diez mil esclavos. Aún hoy sobreviven discusiones sobre el número de esclavos, aunque ninguna sobre quiénes eran. La civilizada literatura occidental llama esclavos a los sirvientes ajenos y empleados a sus esclavos propios. Aquellos esclavos, como los esclavos asalariados de hoy, no lo eran por su raza ni su esclavitud era hereditaria, dos perversiones que Occidente agregó, no hace muchos siglos, para justificar la compraventa de seres humanos como si fuesen burros o acciones financieras. Como sea, cada esclavo o sirviente de Musa cargaba una pequeña fortuna de casi dos kilos de oro.

Siempre me impresionó este hecho, ahora lejano, a pesar de que no se trataba de una rareza. Sin ningún esfuerzo, los guardias y sus sirvientes podían haber tomado prisionero a Musa. Podían haberlo matado o abandonado en las arenas del Sahara, donde hubiese perecido por esfuerzos desconocidos. En Malí, in absentia, una conspiración aún mayor podía haberlo reemplazado del poder y su incalculable fortuna en oro pudo haberse repartido fácilmente entre los nuevos ricos o entre el pueblo mismo.

Si bien nada de esto hubiese sido impensable para la historia, a juzgar por los hechos sí lo era para sus súbditos. ¿Qué impidió que no cedieran a la tentación individual o a la justicia colectiva?

A Mansa Musa lo protegía la creencia de sus súbditos, una protección que ningún arma moderna hubiese podido proveerle en su trayecto desde Malí hasta Egipto y luego a La Meca. Esta creencia en un mito del poder es probablemente la responsable del status quo de cualquier sistema social y económico a lo largo de la historia, incluido el sistema capitalista.

Por siglos, desde el padre Bartolomé de las Casas, desde Simón Bolívar hasta los antiesclavistas en Estados Unidos, los esclavos participaron de la resistencia a su propia liberación. ¿Qué les impedía rebelarse contra la minoría de sus amos? En parte el látigo y las armas de fuego en manos blancas, como quedó probado en algunas pocas rebeliones, pero estas fracasaron porque no fueron masivas. No fueron masivas porque la prédica, la moralización del amo blanco era más efectiva que su látigo. Cuando tuvieron éxito, como en la Haití de 1804, fueron destrozadas por la presencia silenciosa de los cañones imperiales de Francia y Estados Unidos.

El fin de la esclavitud de grilletes no se inició por una rebelión de esclavos, sino por el activismo de unos pocos ciudadanos libres y por la inconveniencia del viejo sistema esclavista para los nuevos amos industriales del norte que preferían a los eslavos asalariados como alternativa más económica y conveniente de producción y consumo. El miedo al amo, la fe ciega en un líder, en un sistema, solo se quiebra por un desequilibrio que la retórica no puede remendar.

Un segunda observación se deriva de esta historia de Musa. A pesar de su acumulación masiva de riquezas, su tiempo y hasta la historia contemporánea lo recuerdan como un líder generoso. Esto no significa que Musa fuese un hombre especialmente bondadoso, como no lo es un Bill Gates por su hobby filantrópico. Significa que la humanidad siempre ha valorado la generosidad y el altruismo como valores cruciales para la sobrevivencia de la especie y la felicidad colectiva. La generosidad, el altruismo, la compasión, la empatía por los necesitados fueron siempre valores superiores, desde los orígenes de la civilización y, seguramente, desde el paleolítico. De otra forma no estaríamos hoy aquí, yo escribiendo estas palabras y usted leyéndolas.

Desde tiempos bíblicos y prebélicos, la acumulación de riqueza de unos pocos en un pueblo con pobres fue considerada un pecado. Los profetas como Amos, como Jesús, fueron demonizados por denunciar esta forma de injusticia social. Los gobernadores sabios eran quienes cancelaban las deudas impagables de los de abajo, con ese gesto de la antorcha que luego se convirtió en la Estatua de la Libertad en Manhattan, sobre los versos que afirman “denme los pobres de este mundo”, otro monumento a la vacuidad moderna.

Es decir, nuestro tiempo se caracteriza por una anomalía histórica, como lo es la valoración del egoísmo y la crueldad como virtudes; y la solidaridad y el altruismo, como lo dijo Milei en Washington (“la justicia social es violenta”) y lo habían formulado escritores como Ryan Ann en 1964: “la maldad es la compasión, no el egoísmo”.

Todo eso que nuestro tiempo ha demonizado como debilidades del individuo, inmoralidades de la sociedad, mientras elevaban a categoría de héroes a psicópatas como Elon Musk, a nazis drogadictos con casi tanto dinero como Argentina y más que Malasia o Colombia.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.