La inseguridad en la batalla cultural de estos tiempos
Introducción
El concepto de «batalla cultural» (Kulturkampf) viene principalmente de Antonio Gramsci (1). Este pensador de izquierda italiano, cuyo pensamiento se iba modificando a medida que experimentaba los hechos que ponían a prueba las teorías, vistas las dificultades que experimentaban los intentos revolucionarios siguiendo la vía tradicional bajo las condiciones particulares de las sociedades occidentales, intenta diseñar un camino hacia el socialismo adaptado. Esto lo lleva a desentrañar las causas profundas de la hegemonía capitalista en dichas sociedades y comienza a valorar los aspectos culturales llegando a la conclusión que para poder arribar a una transformación revolucionaria sólida -que eche verdaderas raíces en el alma del pueblo- es necesario la conquista de nuevas pautas culturales. Gramsci cree que existe un modo de pensar en el pueblo, un «sentido común», o modo natural de sentir y pensar que está formado por instituciones tales como la Iglesia, la Universidad, la escuela y los medios de comunicación, entre otros. Es así como el pueblo naturaliza como propios los valores que contribuyen a identificar el sentido común con el punto de vista interesado del poder capitalista.
Para conquistar este «sentido común» que permanecía colonizado por la cosmovisión impuesta por el capitalismo era necesario desarrollar una lucha cultural. Había que lograr que la sociedad civil alcanzara un nuevo modo de «ver la vida y sus valores» para que así pudiera comprender, asimilar y desear los ideales revolucionarios. Por el contrario, cree que «ninguna ideología puede imponerse por la fuerza»(2), que toda revolución que se base en la imposición violenta de las ideas al pueblo está destinada al fracaso tarde o temprano.
Esta noción de «batalla cultural» ha permanecido viva a través en los debates de todo tipo de izquierda en todo el mundo, especialmente dentro de las izquierdas democráticas, dentro de la tendencia que se conoce como progresismo (3) Obviamente que ha sido utilizada de diversas maneras por diversas corrientes y ha sufrido en el camino muchos cambios de sentido.
Se ha escrito mucho acerca de las derrotas culturales que ha sufrido el pensamiento de izquierda a manos de la derecha en las últimas décadas. Significativos traspiés han acaecido en la lucha por la apropiación del codiciado «sentido común» agudizados tras la caída del muro de Berlín en 1989, la entronización del liberalismo como ideología triunfante definitiva y el declarado «fin de la historia». Pero ya el sociólogo francés Alain Touraine presagiaba en sus análisis de mediados de los ochenta -presentando el advenimiento de lo que llamaba «el post-socialismo»- que el fracaso de las izquierdas como proyectos de poder real tendría como consecuencia su repliegue paulatino sobre los márgenes para transformarse de alternativas competidoras por el poder real en meros operadores secundarios en representación y defensa de minorías dentro de una estructura dominante e inconmovible regida por el liberalismo capitalista vencedor. Con gran visión anunció que las izquierdas se olvidarían de a poco de sus sueños de alcanzar el apoyo de las mayorías para liderar transformaciones estructurales y se acomodarían cada vez más a su rol de partenaire testimonial, sus energías se canalizarían hacia las minorías y los llamados «movimientos sociales», que agrupaba un extenso número de expresiones dispersas e inconsistentes -aunque mediáticamente muy sonantes- que lucharían aisladas por pequeñas reivindicaciones sectoriales, desde los verdes hasta los homosexuales.
Que la izquierda se ocupara de una atomizada marginalidad era la mejor garantía para el poder liberal de mantenerla alejada de las posiciones centrales. Mientras la izquierda fuera el discurso que se ocupara de la marginalidad seguiría por lógica añadidura siendo una fuerza marginal y jamás accedería a la representación de las mayorías, por lo que todo peligro de su real apropiación del poder político con vigor transformador estaría imposibilitado. Esto obviamente implicaba una derrota cultural por desplazamiento del centro al margen. Los valores centrales, definitorios del «sentido común» capaz de sostener estructuralmente la cosmovisión necesaria para imponer el orden social, seguirían en manos de las derechas conservadoras, y el combate por el cambio quedaría reducido a la defensa de una serie de reivindicaciones culturales muy deseables, que podrían llegar incluso a ponerse de moda en buena parte de la sociedad, pero que nunca alcanzarían el nivel de los resortes definitorios.
Esta batalla cultural se ha ido desarrollando en las democracias occidentales mediante una intensa circulación e interacción de discursos a través de diversos medios, desde libros hasta programas de radio, pasando por propagandas partidarias y es posible reconocer a dos grandes bandos en disputa que ocupan el mayor espacio del escenario: la derecha neoliberal que defiende un enfoque que denominaremos conservador, y la izquierda democrática que defiende un enfoque al que daremos el nombre de progresista. Siempre el intercambio se rige por una determinada agenda que tiende a estabilizarse en apenas un puñado de tópicos que van alternando la intensidad de su tratamiento según sean las particulares circunstancias. Si acontece algún hecho puntual impactante, cobra foco un determinado tema, para luego en épocas electorales arribarse a cierto equilibrio en aquello que ocupa el centro de las discusiones. Dentro de los temas urticantes que pueblan esa agenda de está el de la inseguridad ciudadana, junto a otros como el control de la inmigración, las leyes relativas a los derechos civiles de colectividades caracterizadas, el aborto legal, las medidas de ayuda social. En torno a estos temas se tienden a desplegar de inmediato en combate una serie de discursos preconcebidos que pretender dar respuestas automáticas y en general simplifican las cuestiones sin penetrar en su compleja naturaleza. Esta puja por imponer de algún modo cada respuesta condicionada ideológicamente genera una tensión que en la mayoría de los casos resuelve las inclinaciones políticas electorales; de cómo se resuelvan estas «batallas» dependerá la tendencia a prevalecer. En algunos temas es curioso ver como se pierden y se ganan batallas, y como mutan los niveles de adhesión popular a una y otra respuesta. Por ejemplo el tema inmigración en Europa suele ser muy decisivo, y como sucedió cuando un áspero conservador como Sarcozy se impuso a una amigable progresista como Madelaine Royal, el jurado popular sentenció la derrota de la visión permisiva sobre la restrictiva.
La inseguridad de la seguridad, el caso argentino
Haciendo foco ahora ya en la realidad argentina, encontramos que el tema de la inseguridad ciudadana -en sentido negativo- o de la seguridad -en sentido positivo- es precisamente el tópico donde la derrota ha sido más contundente. Y la razón principal de tan desproporcionado resultado es la ingenuidad con la que el progresismo le ha cedido la victoria a la derecha sin dar la mínima lucha, escapando del tema por la vía de una respuesta confundida y conformista.
Hasta que la izquierda no entienda que el reclamo popular de seguridad es una demanda social más entre las muchas que reclama el pueblo en su conjunto -trabajo, alimento, salud, vivienda, educación- seguirá orinando fuera de la bacinica en este tema de la seguridad personal y del derecho humano básico por excelencia que es la preservación de la vida y la integridad personal.
Hay que asumir una vez por todas que no se puede actuar en contra del sentido común más elemental; la gente quiere que se la defienda de todo aquella violencia que pone en peligro su vida, provenga de quién provenga, sirva a los intereses políticos que sirva, pertenezca a la jurisdicción que pertenezca. A la gente no le interesa si la violencia viene de representantes de las fuerzas del estado, de policías abusivos, del gatillo fácil, de todo tipo de delincuentes, de menores asesinos, de pibes chorros, de todo cualquier otro integrante o elemento perteneciente a cualquier trama siniestra de complicidad judicial-policial-mafiosa, de bandas de depredadores, patrones prepotentes, matones, gangsters, patoteros, violadores, abusadores, pedófilos, quema mujeres, barra bravas y mafiosos de toda laya, en definitiva, de cualquiera que pueda ejercer un nivel de violencia atroz sobre sus humanidades indefensas; lo que quiere es que la protejan. Y no quiere que le contesten con filosofías posmodernas o exégesis foucaultianas. Ante eso, si la única oferta concreta que hay sobre la mesa para solucionar el problema es la de derecha, aunque sea una receta puramente simplista y represiva, obviamente que elegirá esa oferta, y no podrán culparlos por ello. Si la izquierda quiere que no sea la derecha la que acapare la respuesta y lleve agua para su molino, deberá afrontar la cuestión y proporcionar una política seria y realista frente a la demanda social concreta, no recetas irrisorias sobre supuesta desaparición espontánea de la delincuencia en futuros paraísos progresistas al mismo tiempo que manifiesta una insensibilidad atroz ante el dolor humano y el miedo que experimentan las víctimas. Y menos que menos Lo demás suena como una descabellada amonestación a la gente por sentir miedo a la violencia y a las amenazas, una insospechada paradoja que pone a la izquierda al mando de una de la más típicas maniobras de la peor derecha que es culpabilizar a las víctimas de los flagelos sociales.
La derecha se apropia de la demanda de protección
En este caso parece conveniente diferenciar el uso histórico del tema de parte de la derecha de la particular manipulación del mismo que vemos en la coyuntura actual desatada en una sociedad argentina atravesada por la tensión del combate entre el kirchnerismo y la oposición mediática.
Como uso histórico señalo el concepto básico de la derecha de identificar como causa principal del delito a la insuficiencia de represión social en un doble sentido correctivo y disuasivo, adjudicándolo además dicha debilidad al espíritu de justicia social y la defensa de los derechos humanos que protegen a las personas de los abusos de los poderes del estado. Sobre esa base se ubican los demás clisés que fluyen hasta límites execrables como la estigmatización racial o clasista. La interpretación es derivada del concepto de represión necesaria para mantener las desigualdades sociales funcionales al sistema económico; allí donde haya «pobres» suficientemente disciplinados por la coerción habrá eficiencia económica y ausencia de delito.
En el particular contexto actual argentino, la derecha mediática articulada en buena parte como la oposición, relaciona el delito a las políticas populistas del gobierno y a su filosofía de exaltación de los derechos humanos. Eso la lleva a amplificar los alcances negativos del tema del mismo modo que opera en otras cuestiones para generar imagen negativa. Paradójicamente, y en consecuencia a esta intención, imputa al ejecutivo nacional la mayor responsabilidad y tiene una ambigua relación de opinión respecto del poder judicial. En cuanto le sirve para obtener medidas cautelares a favor de sus negocios el «poder judicial» resulta ser una reserva institucional esperanzadora, una necesaria expresión independiente de la democracia. Pero dicho optimismo se desdibuja a la hora de analizar la responsabilidad de dicho poder judicial en la inseguridad, cuando fracasa en el juzgamiento del delito o entre sus oscuras madejas procesales se cuela la liberación de asesinos peligrosos; entonces deja de ser la estrella equilibrante de la democracia. Cuando la justicia les sirve a sus intereses es reconocida como un pilar de la república, cuando muestra sus deficiencias la culpa es del ejecutivo.
El peligro adicional que acarrearía dejar que se impongan las propuestas de la derecha, aparte del obvio aprovechamiento para cooptar el tema e introducir pautas funcionales a sus lineamientos ideológicos reaccionarios, represivos y racistas, es proporcionar medidas favorables a proteger a los que más tienen sin que lleguen a la totalidad de la gente. Convengamos que los niveles de exposición hacen que la indefensión ante el delito sea inversamente proporcional al nivel socioeconómico. Los más pobres son los más expuestos obligados a circular en lugares y momentos de mayor riesgo para los delitos más comunes, en cambio los más poderosos -si bien suelen ser mayor blanco de algunos delitos menos frecuentes como secuestros- cuentan con mayores recursos para eludir el accionar delictivo, desde vivir en lugares más protegidos hasta poder contar con custodias privadas y recursos tecnológicos.
¿Qué solución promete el progresismo aparte de quejarse del uso del tema que hace la derecha y los medios opositores? Ninguna. El mensaje pareciera ser «si lo asaltan y lo matan pues a joderse porque no se puede hacer nada». En su afán de identificar cualquier medida a tomar como un apoyo a la «mano dura derechista» se ingresa en un círculo vicioso de inacción y de respuestas inoperantes. El mensaje que pareciera bajar es que el derecho de matar de algunos fuera más importante que el derecho de vivir de todos. Se insiste en difusas soluciones estructurales que en el mejor de los casos resolverían el problema cuando uno no esté en este mundo. Mientras tanto, se pretenden que la gente acepte una amenaza trágica más a sus vidas y la agregue pasivamente como un «condimento» existencial más a las ya durísimas condiciones que sufre en los ámbitos donde ejecuta la cruel lucha por su supervivencia: el infierno diario de los transportes urbanos, el tránsito por zonas liberadas a merced de mafiosos y violentos, las inquinas de condiciones de trabajo reales que a menudo están lejos de las del trabajador organizado.
Que personajes impresentables como el falso ingeniero Blumberg, a caballo de una tragedia personal, se hayan convertido en algún momento en referente social al punto de posicionarse como alternativa política, es sólo posible por el descuido que el tema tiene desde el campo progresista. En su momento Ruckauf ganó una elección de arremetida contra Graciela Fernández Meijide con el simple hecho de decir que iba a «meterle bala» a los delincuentes, como si esa sola declamación de bestialismo primitivo constituyera una «propuesta» de solución al tema. Pero ante el vacío de oferta progresista resaltaba en el desierto como una propuesta posible.
El progresismo en este tema se fue convirtiendo en la ideología de la inacción, celebratoria de los hechos consumados. Reclamar la solución los problemas concretos de la vida nunca puede ser «de derecha», todo lo contrario, siempre fue el ideario de la izquierda transformar y hallar soluciones a las injusticias, sufrimientos e iniquidades de la vida real frente a los promesas de una salvación en el más allá que venía del mensaje de consolación de las filosofías conservadoras. La demanda popular de soluciones es para esta vida; no se reclama por el «paraíso celestial» donde después de la muerte llegará la bienaventuranza ni por un futuro «paraíso progresista» que llegaría luego alcanzar el ideal de una sociedad feliz para todos. Al «bienaventurados los pobres que de ellos será el reino de los cielos» de la tradición conservadora se responde con «no señor, yo tengo hambre ahora y quiero comida ya». Entonces, es obvio que si pretende convertir esta fórmula en un «bienaventuradas las víctimas del delito que de ellos será el reino de la gran sociedad igualitaria del futuro» se responderá con un «no señor, yo quiero que no me violen ni me maten ahora, no en mi reencarnación».
Dos visiones igualmente insuficientes
Del lado de las huestes del progresismo, incluyendo un amplio espectro de expresiones, afines al gobierno kirchnerista y no tanto, noto un esquema lleva a negar realidades que el sentido común popular no puede absorber. De un lado tenemos una derecha que sobreactúa los escenarios de desorden urbano e inseguridad, amplificando la imagen de los espejos hasta dotarlos de un carácter apocalíptico. Del otro, el esquema oficial pretende responder con una mezcla de inoperancia e ingenua negación de la realidad, prometiéndole a la gente un descabellado escenario de resignación a lo inevitable, que contradice el mínimo sentido común popular y resulta inaceptable. Es mentira que nada pueda hacerse contra el delito, contra su organización, y por añadidura contra sus consecuencias trágicas en materia de derramamiento de sangre.
Ambas tendencias centralizan el análisis en los efectos y no en las causas; se habla en términos de inseguridad pero se mantiene en sombras que la raíz del tema es la criminología socio-económica. Parte de eso es toda una concepción que habla de criminalística enfocando solo el aspecto psicológico y social del criminal y no la estructura económico operacional del delito como sistema productivo en una sociedad.
Ambas tendencias comparten una extraña y errónea «teoría disuasiva» como forma de solución del problema de la inseguridad; solo difieren en el motivo de la disuasión: la derecha cree que lo único capaz de disuadir a alguien para no ingresar al delito es el temor a las fuertes acciones represivas y sanciones penales de un sistema de «mano dura»; y la progresía cree que lo único capaz de disuadirlo es un ideal estado de bienestar laboral y contención social.
En los análisis simplistas de ambos enfoques se llega a absurdos: de un lado la derecha cree que sólo con una grandilocuente y atemorizante represión sobre los efectores finales se pondrá fin al delito; «si generamos tal miedo en el efector que sale a punta de pistola a la calle haremos que nadie salga y se elimine el delito por inacción de su mano de obra». La progresía, por otro lado, confía en que la solución de la pobreza y la marginalidad es lo que detendrá esta disponibilidad de voluntades dispuestas a tomar el camino del delito como medio de vida, y como tal tenderá a desaparecer el delito. Ambas posturas son simplistas y miopes: si las organizaciones que controlan el delito y su sistema de articulación productiva siguen de pie, el tema de encontrar efectores finales para los atracos es un tema menor; siempre encontrarán gente que se deje tentar por esta «oferta de trabajo» si la misma es patrocinada desde organizaciones con el poder y los contactos suficientes hasta para ofrecer «protección» e «inmunidad» a sus ejecutores, y la incidencia de una mejor situación social será significativa más nunca decisiva. Aún en una sociedad que tuviera una eficaz política de contención social y pleno empleo, el delito no disminuiría demasiado -o no disminuiría todo lo esperado- si es que si su «sistema productivo» siguiera intacto, con plena impunidad, ofreciendo opciones de vida bien remuneradas.
Es que la raíz de la existencia de un sistema delictivo no pasa sólo por las condiciones de reclutamiento de la mano de obra efectora sino por el interés económico que despierta los dividendos de su accionar posible en una sociedad dada. Mientras exista en una sociedad la posibilidad de enriquecerse a través del delito sin impedimentos insalvables, es decir mientras la sociedad no consiga reprimir la efectividad económica del delito como medio de ascenso social, el delito seguirá saludable y en ascenso, y los factores que puedan operar sobre su mano de obra como incentivo (no tener mejores opciones antes las condiciones de marginación) o disuasivo (el temor a las altas penas o a la efectividad represiva sobre la acción de esa mano de obra) no alcanzarán a modificar su tendencia en forma definitiva. La misma miopía de ambas tendencias se demuestra en el ámbito de la droga, donde solo se pretende solucionar el flagelo enfocando el problema solo en a nivel de los efectores finales; tanto pequeño vendedor como consumidor, sin atacar las estructuras básicas de producción, distribución y manejo de dividendos que hacen posible la existencia de semejante fenómeno económico.
Si todo pasa por creer en la efectividad -activa o disuasiva- sobre el delincuente vamos por mal camino. Se debe atacar el nacimiento del delito en su raíz infraestructural logística: desarmaderos, gavillas, posibles conexiones en la corrupción policial y judicial, protección política, estructuras de comercialización y exportación de bienes robados de todo tipo; todo una infraestructura delictual que se nombra muy poco en los análisis «sociológicos», como si el delito solo comenzara y terminara en una acción espontánea de las personas. Obviamente que las transformaciones sociales disminuirán la cantidad de personas que tomarían esta opción de delinquir, pero su disminución puede ser atacada ya mismo si se atacan las bases de su estructura «productiva». Las sociedades que permiten que el delito sea un modo «informal» de producción con alta incidencia y participación en la estructura económica garantizan unos niveles muy altos de criminalidad reticentes a la baja como sucede en varios países desarrollados. Sociedades con altísimos niveles de educación, inclusión social e ingresos como para que el delito no constituya una forma común de solución desesperada, pero que permiten su crecimiento como alternativa de circulación productiva, siguen produciendo un alto nivel de hechos delictivos peligrosos, ya que la mano de obra se recluta siempre en alguna parte.
Un chico para no escoger la opción de hacerse delincuente violento necesita educación, inclusión y contención; pero no debemos olvidar que la mejor educación la dan los ejemplos, que tanto o más la comprobación de la praxis que la mejor instrucción académica. Desde allí llegaremos a desmontar un supuesto erróneo; el mayor promotor de delito no es la pobreza. Mejor dicho no es solamente la pobreza, la pobreza lo es en un grado potencial, pero no todos los pobres se vuelven delincuentes, eso prueba que la delincuencia nunca es la única salida ante la pobreza. La principal causa es la capacidad del mundillo delictual de captar a los chicos donde tiene primordial importancia el ejemplo de la impunidad del delito, de los modelos de vida delincuencial que los chicos observan en sus barrios, en sus calles y en la sociedad toda; si el chico observa entre los vecinos de su barrio a los que trabaja, se esfuerzan y estudian que viven sufriendo necesidades sin poder comprarse ni un buen par de zapatillas, y a los que están en la pesada, salen a matar, violar o traficar y se meten en trenzas de protección política-policial puede vivir alegremente luciendo costosas prendas y paseándose en la mejor motocicleta: ¿qué estímulo tienen para elegir el camino de la «educación»? Ambas cosas son igualmente importantes; que deje de haber pobreza obviamente es muy importante, que la educación para todos sea una realidad proporcionando el debido acceso al trabajo y a un digno estándar de vida, pero también que el delito deje de ser una forma de vida alternativa elegible y deseable por los placeres y bienestares que proporciona, y por la impunidad con la que se lo ejerce. Que elegir el lado el lado oscuro de la sociedad para sobrevivir -y vivir bien- deje de ser una opción viable.
El mejor disuasivo para el delito sería su ineficacia
El delito espontáneo sin una estructura que lo sustente por debajo no representa el mayor peso ni el de consecuencia más grave en términos de daños humanos de la actividad delictiva, la gran mayoría de los hechos están ligados a alguna estructura por debajo que permite su desarrollo. Si un par de chicos se ponen a robar autos, pero dependieran de ellos mismos para obtener dinero a cambio, deberían limitarse a salir a venderlos, o vendérselos a algún reducidor improvisado que terminaría siendo fácilmente identificable. Si existiera una estructura de control eficaz casi nadie les compraría el auto porque sería sencillamente imposible moverse con él. Ahora, si esos chicos le venden a reducidores organizados que son capaces productivamente de manejar circuitos de distribución, o que lo revenden a organizaciones que los sacan fuera del país, obviamente la actividad crecerá, la demanda de autos robados se incrementará y esos «dos chicos» que salieron a robarlos se multiplicarán exponencialmente. El ataque al delito a través de impedir el funcionamiento de su estructura de sustentación logística, y no enfocado solamente a la acción sobre sus efectores finales, provocaría su deseado fracaso como proveedor de riquezas, y ese es el mejor y más eficaz «disuasivo» jamás conocido para actividad alguna.
El tema automotor merecería todo un análisis específico; desde los precios prohibitivos que tienen los repuestos legítimos que venden las fábricas -habría que revisar esta política de precios- que empujan a los usuarios a demandar opciones más económicas por necesidad y abren un enorme mercado mayoritario a la autopartes «alternativas», gran parte de la cual se presume es robada.
Hacia un «garantismo integral»
El progresismo puede y debe ponerse al lado del reclamo popular de seguridad. Aún del miedo que pueda sentir la población es posible rescatar una salida por izquierda que recupere la posesión del sentido común apropiado por la derecha. Sólo hace falta saber interpretar los genuinos sentimientos populares de los que lo padecen, en vez de consumir tanta marginofilia europea en forma de intelectualizaciones distorsivas. Urge recuperar el rumbo extraviado. El miedo a la violencia urbana es del mismo tenor que otros miedos fundantes que desde la opresión contribuyen a la emergencia liberadora del sujeto político, como lo fueron el miedo a los atropellos de las dictaduras, de las brutalidades parapoliciales y las arbitrariedades del poder económico.
Para evitar que esa demanda que proviene de lo profundo de la sensibilidad popular no sea manipulada por la derecha para sus fines, debiera ser recogida por una izquierda capaz de ofrecer propuestas de acción estructural que redunden en resultados concretos y no en vagas promesas de futuros paraísos. La sola acción del poder judicial demasiado enfocado en la administración de los derechos individuales en relación al sistema penal es insuficiente; necesita el aporte de los otros poderes del estado que completen las políticas necesarias basadas en una mirada global hacia los derechos sociales involucrados en el problema. No solo hay que desarticular el sistema que hace posible que el delito sea una opción viable de «movilidad social» sino operar sobre todas las instancias republicanas que puedan aportar acciones de tipo preventiva y proactiva, cuyo objetivo conjunto sea obtener un «garantismo integral» para proteger del mejor modo posible de cualquier amenaza violenta la integridad de las personas inermes que deambulan en los intersticios del espacio social en lucha por su diaria subsistencia.
Notas:
(1) Antonio Gramsci (1891-1937) pensador italiano nacido en Cerdeña. Proponía comenzar por cambiar la superestructura (religión, derecho, arte, ciencia, medios de comunicación) para que transformando la mentalidad de la sociedad civil, luego pudiera tener lugar el cambio político-económico -en la sociedad política- de la infraestructura, no habiendo ya contradicciones entre ambas.
(2) Antonio Gramsci – Cuadernos de la Cárcel, Cuaderno N°13, 1932-1934
(3) Realizar un re-significación crítica propia de dicha etiqueta excede el marco de este texto, por lo que me limitaré a una breve descripción a solo efecto de establecer con una mínima precisión el sentido con el que la uso, evitando que la expresión deja al lector flotando en ese mar de confusa indeterminación que suele generar cuando se la emplea habitualmente. A semejanza de lo que ocurre con el término «liberal», por «progresismo» no se entiende lo mismo en Latinoamérica, en Estados Unidos y en Europa. A pesar de esto, en España y Argentina se usa en un sentido muy parecido, en oposición a «conservadurismo», para referirse a la izquierda que no es revolucionaria, es decir, una izquierda democrática que acepta el capitalismo y las instituciones liberales republicanas pero que aspira a transformaciones sin renegar de la intervención del estado. Su auge se incrementó tras la caída del muro de Berlín y los socialismos reales, adoptando de rol de «nueva izquierda» posible. Se caracteriza por poner el énfasis en la lucha por cambios de tipo cultural más que en los económicos. Se defienden causas como los derechos de colectividades caracterizadas: agrupaciones y movimientos sociales, feminismo, homosexualidad, aborto, pluralismo religioso, ateísmo, inmigración, indigenismo, ecologismo, etc. En lo económico no suele aspirar a mucho más que alguna intervención que morigere las consecuencias sociales del capitalismo neoliberal. En el caso particular de la Argentina está presente en casi todos los pensamientos de centro izquierda y alguna vertiente minoritaria del centro derecha urbano: los socialismos democráticos, el ala izquierda del radicalismo, las izquierdas de origen peronista, los ecologistas, los indigenistas y hasta parte de una izquierda dura que ha sido desencantada de las ortodoxias revolucionarias sean marxistas o trotkistas, por ejemplo algunos rezagos del viejo PC Argentino (Etchegaray, Heller). En Argentina y en en general en Latinoamérica el progresismo suele ser más «estatista» en lo económico que en Estados Unido y Europa. Vale señalar que para cualquiera de las «izquierdas duras» todos los progresismos son considerados de derecha ya que ninguno aspira a cambios estructurales profundos. En la actual coyuntura se hace muy difícil hacer distinciones claras porque la confrontación entre el kirchnerismo y los medios de comunicación hegemónicos ha partido en dos el escenario. A grandes rasgos puede decirse que una parte del progresismo se inclinó hacia la aprobación de la gestión K con diferentes intensidades pero con un posicionamiento claro de apoyo de la mano principalmente de la política de derechos humanos, la toma de posturas combativas frente a organismos financieros internacionales, la ley de medios, la asignación universal por hijo y la ley de matrimonio igualitario entre otros. Otra parte en cambio se posicionó en el anti kirchnerismo enfatizando diferencias en aspectos tales como el autoritarismo de gestión, las relaciones con ciertos sectores empresarios, la corrupción, la manipulación de estadísticas y la propia actitud confrontativa con la prensa. Este fenómeno es más notorio a nivel de dirigentes y de periodistas o intelectuales traccionados por la intensa labor militante de los medios.
Fuente: http://hargentina.blogspot.com/2011/02/progresismo-e-inseguridad.html