Para lograr normalizar el rechazo de la visita de López Obrador a Trump, el conservadurismo y su comentocracia se han valido de revivir el recuerdo de la accidentada relación entre Peña Nieto y Donald Trump, sacando ventajas de varios pasajes vividos en esos momentos en los que el entonces presidente mexicano quedó, ante México, América y Estados Unidos, como una figura incapaz de hacerse respetar por su contraparte anglosajona.
En días recientes, derivado del anuncio hecho por el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, de visitar a la brevedad a su contraparte estadounidense, la comentocracia nacional (y alguna extranjera) ha tendido a desarrollar una suerte de fijación respecto de Estados Unidos y el jefe de su poder Ejecutivo, Donald J. Trump. Fijación, habría que subrayarlo, que se evidencia y se materializa en una densa capa de intervenciones discursivas (columnas de opinión en la prensa, presentación de noticias en radio y televisión que se siente más como una toma de postura y declaración de principios, antes que como una exposición de los hechos y su puesta en cuestión, etc.) con el propósito implícito de atacar por todos los frentes que sea posible la decisión de López Obrador.
Ya sea que se lo critique por el acto mismo de viajar al extranjero, en un momento de contingencia sanitaria de particular riesgo para personas con sus condiciones de salud (cardiopatías y problemas de presión arterial) y su edad, o que se aluda al acto de traición en que dicha visita consistiría, toda vez que el mandatario en turno de Estados Unidos ha demostrado, a lo largo de su presidencia, sentir cierto desprecio o rechazo por el pueblo de México; o, en un registro adyacente, que se pongan sobre la mesa las implicaciones que tendría para el proceso electoral estadounidense una visita de Estado de un mandatario latinoamericano (sobre todo en los estratos latinos residentes en Estados Unidos); lo que es un hecho es que el tema, en y por sí mismo, ha saturado la agenda de los medios, los espacios de discusión y los contenidos de la discusión pública nacional por encima, inclusive, de la situación aún riesgosa por la que atraviesa el país, derivado de la respuesta general planteada ante el desconfinamiento sanitario.
La militancia, los simpatizantes y las adherencias al proyecto de gobierno personificado por López Obrador, en esta situación, por supuesto, también le han entrado a la disputa por el significado de la visita, valiéndose de un par de argumentos que históricamente son reiterativos en los ejercicios intelectuales de análisis de la relación bilateral entre México y su vecino del Norte. Argumentos, además, que, en estricto, difícilmente podrían ser achacados a la izquierda (o similares y/o derivados) como sus premisas ideológicas básicas en la definición de la relación bilateral. Por lo contario, algunos de los pilares desde los cuales los defensores de la 4T suscriben la decisión del presidente mexicano en turno provienen, de hecho, de fórmulas y desarrollos intelectuales de administraciones federales pasadas, tanto del priísmo cuanto del panismo.
El priísmo y el panismo, por oposición a esa toma de postura de la izquierda morenista, irónicamente, hoy, al calor de la discusión, hunden las raíces de sus reflexiones en torno de la visita de Estado de López Obrador a Trump en argumentos que con bastante facilidad se identifican, de hecho, con algunas de las reacciones más nacionalistas (conservadoras nacionalistas) que en años anteriores, alrededor de la segunda mitad del siglo XX, sirvieron a ciertos círculos de la izquierda mexicana para defenderse de la avasallante política exterior estadounidense que en el resto del continente resultó en nada más y nada menos que deposiciones de gobiernos, golpes de Estado, instauración de dictaduras militares, financiamiento, entrenamiento y apoyo diplomático a guerrillas paramilitares y escuadrones de la muerte, etcétera.
Así pues, mientras los intelectuales de la 4T se esfuerzan por rescatar lo mejor de la tradición diplomática republicana de México (de la cual ni el priísmo ni el panismo son, por supuesto, autores intelectuales, a pesar de que en coyunturas y periodos de estabilidad específicos se apropiaron de algunos de sus principios para sobrevivir políticamente en lo interno y en el plano regional), para sacar lo mejor de ella y colocar al Estado mexicano en una posición de fortaleza mayor, que le permita hacer frente a la profunda incertidumbre que se vive en el nivel internacional por causa de las políticas de retorno a la nueva normalidad (la normalidad del capitalismo adecuada a nuevas formas de producción y consumo, en el marco de la automatización de procesos, la minería de datos, el aprendizaje profundo y la inteligencia artificial); por el otro lado, aquellos que desde hace dos años se autoproclamaron como la oposición responsable y vigilante de la democracia en México (panismo y priísmo, más un par de rémoras políticas), han enfocado sus esfuerzos en impulsar en la agenda pública y de los medios, en la definición del sentido común nacional, la idea de que el aislamiento regional y el rechazo a la relación bilateral con Estados Unidos es la mejor carta de política exterior de la que dispone el gobierno mexicano en estos momentos.
Aislamiento regional, en principio, porque esa misma oposición es la que, hasta principios de este año, en los días inmediatos anteriores a la generalización de la pandemia del SARS-CoV-2, se encargó de desprestigiar las acciones diplomáticas y de política exterior del gobierno mexicano en turno cuando se trató de posicionar en el Sur de América. El caso del golpe de Estado en Bolivia es claro ejemplo de ello. Pero también lo fue (lo es), en el contexto de la epidemia de Civid-19 en México, el profundo rechazo que la derecha mexicana y la izquierda conservadora (caballo de Troya de la izquierda crítica nacional) desplegaron durante meses sobre las figuras de los médicos, médicas, enfermeros, enfermeras y demás personal de salud especializado enviado por el gobierno revolucionario de Cuba al país, para colaborar, como en varias decenas de sociedades alrededor del mundo (a pesar de los bloqueos estadounidenses a su economía y las restricciones en las que ello se tradujo para adquirir equipo médico para la isla), en el combate a la epidemia.
Así pues, aunque desde el principio de esta administración presidencial priísmo y panismo han salido a la palestra a saturar los espacios de información y de comunicación social y política criticando el nacionalismo revolucionario (el anacronismo) de López Obrador, que en materia de política exterior se les presenta como un extremo aislacionismo y un agudo rechazo por el multilateralismo, los organismos internacionales y el espíritu de la globalización, son esas mismas dos fuerzas políticas las que en estos dos años han sido los dos caballos de batalla que impulsan una agenda de aislacionismo regional de México en todo aquello que no sea posible de redituar políticamente para su causa; es decir, en todo aquello en lo que no les sea posible demandar a los actores extranjeros (ONGs, Organismos Internacionales, Estados y gobiernos nacionales, etc.) el rechazo o la crítica en contra de la gestión gubernamental de López Obrador. Por eso, por ejemplo, cuando se trata de temas de mercado o de seguridad, ambas fuerzas políticas tienden a volcarse hacia las consultas externas, hacia la suscripción de recomendaciones, estudios, comunicados y similares y/o derivados del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo (adalides del neoliberalismo en América), para el primer caso; y a Human Rights Watch, la Organización de Estados Americanos, la Comisión Europea de Derechos Humanos y un par de órganos del sistema de Naciones Unidas, para el segundo; pretendiendo y vendiendo a la sociedad mexicana la idea de que en todos esos casos la neutralidad valorativa y la objetividad dan muestra de las fallas objetivas y subjetivas del mandato de la 4T.
En ese sentido, si la agenda de la derecha y la izquierda conservadora en el país tiene éxito y logra establecer en el imaginario colectivo nacional la idea de que México sólo debe tener relaciones bilaterales regionales ahí en donde campea la ideología que le es afín a sus propias plataformas partidistas (como con el Brasil de Bolsonaro), la exigencia de retrotraer la relación con Estados Unidos no haría más que lograr que, a la postre, en los años por venir, México en realidad quede aislado, pues es un hecho que la ideología de la 4T (aunque conflictiva, heterogénea y en disputa al interior de sus bases sociales y sus círculos políticos) en verdad ha procurado tomar distancia de algunas de las formas y los contenidos más perniciosos que caracterizaron a las administraciones presidenciales de los últimos, por lo menos, cuarenta años.
Ahora bien, si se lee la insistencia aislacionista del priísmo, del panismo y de la izquierda conservadora nacional (habría que inventar ya un par de categorías para dejar de llamarle izquierda a lo que no es, y nacional a lo que no vela por lo nacional del Estado mexicano) a la luz de los acontecimientos recientes, más allá de la clara agenda de largo plazo que está en curso, orientada hacia el aislamiento de la presidencia de López Obrador, en particular; y del proyecto de gobierno de la 4T, en general; de cualquier posible alianza internacional, multilateral o bilateral, que le de respiros cuando más los necesita y el apoyo (económico, político, moral, diplomático) necesario para finalizar el sexenio con saldo positivo, uno de los principales rasgos que emerge es que, a pesar de todos los exabruptos vividos en los dos años de vida de la 4T, en su relación con Donald Trump, el vínculo entre éste y López Obrador no es para nada comparable con el que se tenía durante la presidencia de Peña Nieto. ¿En qué sentido?
En los últimos días, para lograr normalizar el rechazo de la visita de López Obrador a Trump, el conservadurismo y su comentocracia se han valido de revivir el recuerdo de la accidentada (por no calificara de patética) relación entre Peña Nieto y Donald Trump, sacando ventajas de varios pasajes vividos en esos momentos en los que el entonces presidente mexicano quedó, ante México, América y Estados Unidos, como una figura incapaz de hacerse respetar por su contraparte anglosajona. En aquellos años, la postura de López Obrador fue la de denunciar al mandatario estadounidense ante organismos internacionales y exigir, sin temor, una disculpa pública por los agravios cometidos en contra del pueblo mexicano (para López Obrador, además de los dichos de Trump en contra de los mexicanos y las mexicanas, los ataques a Peña Nieto eran aún más agraviantes, toda vez que su persona cargaba consigo la investidura presidencial, y, por lo tanto, la representación política, simbólica e ideológica de la nación mexicana). La pregunta que se hace su oposición, por ello, es: ¿qué cambió? ¿Por qué ahora la insistencia de Obrador de visitar a Trump cuando antes exigía su denuncia internacional?
En general, esa oposición se dio una respuesta a su propia pregunta: lo que cambió es que antes estaba en campaña y necesitaba exaltar el nacionalismo mexicano para sacar dividendos en las urnas; ahora, por lo contrario, es presidente, y como todo político que gana en campaña, se retracta de lo dicho cuando ya no necesita los votos. La respuesta es plausible, pero esconde una falla de percepción: ahora que López Obrador es presiente, y que sus políticas y su estilo personal de gobernar se han materializado y traducido en la afectación de o el conflicto (abierto y velado) con ciertos intereses y poderes fácticos (piénsese en las cámaras empresariales y sus desplantes cuando se afectan sus ganancias), es, de hecho, cuando el presidente requiere de un mayor apoyo colectivo nacional, por dos razones: primero, para no ser objeto de una deposición o un golpe de Estado; y segundo, para contar con las bases sociales de apoyo que le permitan superar las trabas que sus opositores le plantean, y los problemas que éstos reproducen en distintos ordenes de la vida nacional para hacer fracasar al gobierno vigente.
La izquierda y sus espectros, después de todo, en este país son minoría cualitativa. Cualquier acción de Obrador, por eso, requiere de un respaldo popular firme que sea los suficientemente estable como para resistir los embates de la oposición empresarial, sus medios de comunicación, sus ONGs, sus think tanks, sus intelectuales y demás.
Comparar la relación de Trump con Peña Nieto y la respectiva con López Obrador, tampoco es acertado por dos razones. La primera, evidente para cualquier intelecto que tenga conciencia de la importancia de historizar los acontecimientos, es que el contexto entre un momento y otro no es para nada similar, no solo en lo que respecta a las escalas internacional y regional, sino, también, y sobre todo, debido a los cambios experimentados en el interior de ambas naciones. De ahí se sigue, además, que, por oposición a lo que ocurría con Peña Nieto, la agenda económica y política de López Obrador es en realidad compatible con la propia de Donald Trump (principalmente en lo doméstico, aunque en menor medida lo sea en lo bilateral, dada la asimetría de poder). Ahora bien, qué tanto ese principio funciona igual despejando la ecuación eso es algo que aún está por verse (históricamente, el segundo mandato de un presidente siempre es, en política exterior, más violento e intervencionista que el primero). Sin embargo, y al margen de esa consideración, lo que es indudable es que el gobierno de Trump también beneficia en áreas cruciales al de López Obrador, sobre todo teniendo en cuenta que en un año se celebrará la consulta sobre revocación de mandato en México. Empatar intereses ahora es, entonces, fundamental para contar con aliados que si al final no van a decantarse por la continuidad de la 4T de manera abierta y directa, por lo menos mantengan una neutralidad (relativa) amistosa al respecto.
La apuesta del gobierno mexicano, en esa línea de ideas, es un volado, pues la elección estadounidense aún no está definida (aunque hay tendencias que indican que la reelección de Trump es viable, pero no sin esfuerzo). Y es que, en efecto, el factor de su visita a Estados Unidos podría influenciar a algunos círculos latinos (aunque no de manera tan determinante como para definir la elección estadounidense). Y si el vencedor resulta ser Joe Biden, aunque el impacto de obrador en el electorado latino no haya sido fundamental, el gesto seguro será cobrado por Biden en caso de resultar presidente electo.
La cuestión es que Obrador también tiene una deuda que saldar (un favor que pagar) a la administración de Trump, y por eso tampoco es que el mandatario mexicano tenga tanto margen de maniobra para rechazar el gesto diplomático. ¿No es, acaso, viable pensar que es esta visita la cuenta pendiente que dejó abierta el gobierno de México cuando Estados Unidos absorbió parte de la cuota de reducción en la producción de petróleo que hace un par de meses se acordó entre las principales potencias productoras de petróleo a nivel internacional? Y si bien es cierto que dicha reducción, al final del día, en realidad terminó beneficiando más a Estados Unidos que dañándolo (toda vez que el objetivo central era impactar en los precios internacionales del crudo), y por lo tanto el favor, en última instancia, no constituyó un favor del todo (mucho menos un sacrificio), no por eso deja de ser verdad, también, que el gesto diplomático de saldar esa falsa deuda sirve, asimismo, para atar cabos y sentar bases solidas en una relación caracterizada por la volatilidad práctica, pero sobre todo discursiva, del presidente estadounidense.
Cualquiera que sea el caso y la forma que adopten todos estos elementos, con todas sus contradicciones intrínsecas, lo que es un hecho es que la visita de Obrador a Trump beneficia a ambos mandatarios, por donde se la vea. El tema de fondo para México es, no obstante lo anterior, la percepción que de ello se tenga en el nivel de las masas, pues las imágenes y los ecos de un Donald Trump desbocado y vociferante maldiciendo en contra de los mexicanos y las mexicanas es aún fresca, y un recuerdo muy vivido, aún, en la conciencia de una nación que históricamente se ha sentido humillada y ultrajada por su vecino del Norte (como en verdad lo ha sido, antes y después de la conquista de territorio mexicano en el siglo XIX).
Ni perdonar ni olvidar esa historia de agravios, humillaciones y ultrajes (norma apenas interrumpida por coyunturas en las que cambiar los términos de la relación con México implicaba para Estados Unidos una urgencia geopolítica por otros medios irresoluble), sin embargo, no significa abandonar las posibilidades de jugar con la relación bilateral y las necesidades actuales de Estados Unidos ya no únicamente como estrategia de supervivencia y continuidad, sino, asimismo (y dado lo minado que se encuentra la fortaleza estadounidense en tiempos de disputas hegemónicas) como un movimiento de fortalecimiento y de obtención de grados mayores de autonomía relativa en aquellas temáticas en las que el Estado mexicano, en su constitución actual, observa intereses vitales para su continuidad. Es esa, por lo tanto, la prioridad de la cual depende el futuro inmediato. Y por el momento, lo único que ha sido capaz de sortear los obstáculos en el camino es, de hecho, el nacionalismo revolucionario de López Obrador, que empata con el nacionalismo supremacista de Donald Trump. El problema es que esa apuesta no es ni suficiente ni necesaria.
Ricardo Orozco: Consejero Ejecutivo del Centro Latinoamericano de Estudios Interdisciplinarios