En la edición del 2 de diciembre de 2004 del diario La Jornada, de México, se pueden leer las siguientes palabras del premio nobel de literatura 1998, José Saramago: «Utopía es algo que no se sabe dónde está, ni cuándo, ni cómo se llegará a ella. La utopía es como la línea del horizonte: sabemos […]
En la edición del 2 de diciembre de 2004 del diario La Jornada, de México, se pueden leer las siguientes palabras del premio nobel de literatura 1998, José Saramago:
«Utopía es algo que no se sabe dónde está, ni cuándo, ni cómo se llegará a ella. La utopía es como la línea del horizonte: sabemos que, aunque la busquemos, nunca llegaremos a ella, porque siempre se va alejando conforme se da cada paso; siempre está fuera, no de la mirada, pero sí de nuestro alcance.»
«Si alguna palabra retiraría yo del diccionario sería utopía, porque no ayuda a pensar, porque es una especie de invitación a la pereza. La única utopía a la que podemos llegar es al día del mañana».
«Dejemos la línea del horizonte, dejemos la utopía, no se sabe dónde está, ni cómo, ni para cuándo; el día de mañana es el resultado de lo que hayamos hecho hoy. Es mucho más modesto, mucho más práctico y, sobre todo, mucho más útil.»
Cómo no, Saramago, esto invita a reflexionar sobre la utopía, sobretodo cuando eres tan drástico, y viniendo de ti, un connotado e indiscutible gran escritor que en cierta oportunidad te autodefiniste como «comunista moral»…
Hay dos palabras que ya han casi desaparecido del léxico actual: utopía y liberación. Y sin embargo, estas palabras expresan realidades que han estado vigentes desde la inauguración de la primera globalización en 1492. ¿Habrá que concluir que se ignoran ex profeso las realidades mismas, pues no hay intención de cambiarlas?; hay un conformarse con la renovación que es más bien acomodación al sistema, y en las consensualizaciones que son otras formas de coexistir acomodadamente. El continente americano siempre ha estado involucrado en luchas de liberación, porque las amenazas a la vida humana y a la dignidad de los pueblos han sido realidades dolorosas, aunque también esperanzadoras. Las luchas de liberación americanas han tenido distintas dimensiones, políticas, filosóficas, económicas, teológicas, que han compartido una preocupación legítima respecto del futuro, y de ahí que América es una utopía, al decir de Arturo Uslar Pietri. Aclaramos, sin embargo, que las utopías ame ricanas han tenido más de concreciones, de realidades utópicas, que de ilusiones utópicas, como las europeas o las más antiguas, la de los griegos. Si la palabra utopía etimológicamente implica un lugar inexistente, la utopía americana, la de los pueblos americanos, no se circunscribe meramente a connotaciones geográficas inexistentes, se extiende a procesos o desarrollos históricos posibles a partir de lo presente situado, configuraciones de relaciones sociales que todavía no son, pero pueden llegar a ser porque hay factibilidad histórica y hay necesidad histórica de ello. La dimensión más importante de las utopías americanas, las concebidas y las por concebir, es la de constituirse en proyectos de transformación de la realidad actual indeseada y/o indigna de vivir como tal. Ciertas utopías religiosas y filosóficas antiguas no eran proyectos sino retro-yectos, proyectos negativos o el deseo y la añoranza de un mundo primigenio perdido, tal vez un paraíso perdido, una edad d e oro, etc. Tampoco las utopías del renacimiento y la modernidad pusieron énfasis en proyectos políticos, salvo las conocidas excepciones de los componentes utópicos del socialismo revolucionario del siglo XIX que partía de las posibilidades reales del desarrollo de un proceso con vistas a las desestructuraciones del poder burgués y la estructuración del poder del hombre plusválico, del proletario, del trabajador explotado.
De tal modo que a través de la historia se han configurado utopías como ilusiones para el cambio cuyo núcleo central es la irrealizabilidad, y utopías como posibilidades de transformar radicalmente el orden desigual ya constituido en un nuevo orden más justo, equitativo (Saramago, como europeo, estará seguramente pensando en las primeras). Las utopías como ilusiones se han constituido como verdaderas anti-utopías, obstaculizadoras de la esperanza de un mundo nuevo. Los ejemplos paradigmáticos de utopías en forma de antiutopías son la República de Platón y el mercado neoliberal. Como lo señalara Raúl Vidales en Dimensión utópica de la liberación (1991), La República de Platón fue la propuesta política de la aristocracia ateniense para desconfigurar la democracia después de la guerra del Peloponeso, planteando un orden social imposible de realizar, un descrédito de las transformaciones efectivas, la negación de la revolución. La inadecuación entre el modelo utópico de república propuesto y su realización, hacían prácticamente imposible su concreción. Se toma como un principio inamovible la irrealizabilidad de la ciudad ideal al ubicarla en la intemporalidad, en la ahistoricidad, en la imposibilidad. Intereses políticos y de clase jugaron un papel importante en la concepción de esta utopía. La actual antiutopía utopizada del neoliberalismo tiene fines semejantes, esto es, el de delimitar la profundización de las democracias, la transformación congruente de las asimetrías de poder estatuidas a nivel mundial mediante la coerción económica y militar. La ilusión con que debemos conformarnos es el totipotencial mercado, base del mito de un futuro mejor para la humanidad. Y apoyándose en esta ilusión, se intenta desde las instancias gubernamentales occidentales y no occidentales, obstruir la esperanza de los pueblos agotados de promesas espúreas.
Las utopías de Tomás Moro, de Campanella, y otros pensadores modernos, también exhibieron una inadecuación entre la realidad y la idea de cambio, con la diferencia respecto de las antiutopías, que las realizaciones ya no se consideraban imposibles sino deseables, necesarias, factibles. Su debilidad mayor consistió en no plantearse las transformaciones realmente, por lo cual lo utópico ya no era el lugar que no existe, reducido a una esperanza, sino el lugar que carecía de la acción verdaderamente transformadora de la sociedad. Eran proyectos políticos utópicos ingenuos porque su imposibilidad o irrealizabilidad no dependían de antiutopías, solamente, sino de la presencia de la inacción, de la falta de voluntad de cambio hacia el interior de la propia utopía. No podemos dejar de establecer una analogía entre estas utopías renacentistas y los proyectos políticos de la América de hoy. Más aun considerando que los socialistas utópicos del siglo XIX se esmeraron en llevar a la prá ctica microsociedades imaginadas, es decir, partiendo no de la realidad factual, sino de la realidad idealizada. Tanto los utopistas reformadores como Saint-Simon y los utopistas revolucionarios como Blanqui, se limitaron a imaginar sociedades ideales, unos pretendiendo instaurarla mediante reformas, los otros mediante cambios totales y definitivos, casi apocalípticos. No se plantearon proyectos políticos utópicos centrados en la transformación de lo realmente existente sino en la imaginación de los cambios en base de paradigmas absolutos desligados de sus sociedades concretamente situadas. De allí que en el siglo XIX naciera, se desarrollara, un socialismo no utópico que, aunque nunca desligado de componentes utópicos, se centraba en la transformación efectiva de lo social, lo que se constituye en lo medular del proyecto político de Marx. Algunos siguen llamando a estos proyectos «metarrelatos» y se suponen cancelados por la historia, aunque no dicen que sus propios «metarr elatos» se han configurado, finalmente, en verdaderas antiutopías que entraban la reflexión acerca de las utopías de las necesidades transformadoras para el mundo de hoy. Tampoco dicen que esa historia canceladora es un producto propio del desarrollo del capital, que la cultura postmoderna es, en gran parte, fruto de esta historia social concreta. De tal modo que así podemos comprender cuán vacíos y antiutópicos son los slóganes políticos de «crecimiento con equidad» y «crecimiento con igualdad». Sólo vislumbramos el crecimiento de las injusticias y el crecimiento de las desigualdades. Lo demás es imaginar cambios sin ninguna voluntad transformadora, lo que se traduce en administrar de un modo pragmático-antiutópico el fracasado modelo neoliberal. En otros tiempos hablaríamos de praxis revolucionaria, pero hoy eso significaría ser sospechosamente considerado apologeta de la violencia, como si la violencia fuera una invención desquiciadora de los partidarios de las utopías, y no de grandes empresarios que lucran con «la guerra antiterrorista», y misiones hollywoodenses tipo «libertad duradera o infinita», etc., muy afines con los slóganes políticos antes enunciados.
Pareciera que a los movimientos sociales actuales les interesan más las utopías políticas que las utopías literarias, más las realizaciones concretas de acuerdo con una prolepsis de creciente humanización real de lo americano que aquello de que América antes de ser descubierta fue soñada, el presagio de América, como lo pensaba Alfonso Reyes. Más que las invocaciones desde el imaginario social del hombre europeo hastiado con la escolástica de siglos, la interpretación/explicación propias de nuestra realidad tan impropia. Esto es bueno. Porque nos movemos en un mundo entre lo propio y lo impropio, entre nuestras utopías y las antiutopías de ellos, las que promueven los imaginarios imperiales. Necesitamos de nuevas utopías, no de aquellas que nos hacen imaginar lugares y tiempos inexistentes e imposibles de alcanzar, sino de aquellas que nos permiten trabajar desde lo real vivido y sufrido para ir construyendo una sociedad más humanizada, no más que un hedónico producto cultura l al servicio de los que detentan los decisivos poderes. Vocación utópica, ha dicho alguna vez el filósofo Horacio Cerutti. Vocación de realidades con proyección esperanzadora, superadora de ese nihilismo tan nietzscheano que se pasea por las pasarelas de las actuales universidades. Si el ser humano es, por vocación, el único ser anticipador de formas de organización grupal, pues aprovechemos tal creatividad, pero no seamos tan ilusos de pensar que con sólo divagar en torno a sociedades idealizadas tendremos resuelto el problema de la imaginación del poder. La espesa red de ideologías e imaginarios sociales y culturales que encubren nuestro legítimo derecho a protestar contra el actual mundo inhóspito deberá ser desmantelada por el trabajo permanente, constante, de trabajadores organizados, de intelectuales preclaros, de los pueblos y etnias oprimidas, de los grupos discriminados, de la sociedad civil, todos proyectando sus utopías. Se nos dirá que el mundo es indeterminado, que la sociedad es una ilimitada conjunción de fragmentos, que no vale la pena discernir el porvenir, que vivamos la actualidad, a la sombra de sentirse un diverso de lo que realmente somos, angustiosos homogeneizados. Ya la historia ha escuchado numerosas veces los gemidos de la antihistoria. La historia son y la hacen los pueblos cotidianos que siempre se han negado a ser humúnculos, humanoides, aprendices de antropófagos de sus propios hermanos. La historia no la hacen los próceres, los ilustrados, los connotados, los de buen apellido. Esos son los «héroes» del imaginario antiutópico de las élites dominantes, de «nuestros» historiadores conservadores.
Pero no se trata de bloquear o criticar la imaginación de los pueblos. Todo lo contrario. Estamos criticando la imaginación de los que imaginan a los pueblos americanos. Criticamos la imaginación de los que sólo imaginan o extrapolan sus propios intereses objetivos girando en torno de privilegios inmerecidos y que no dudan en imitar todo lo ajeno, porque en el futuro de lo ajeno inscriben su propio futuro. Desmesura de irrealidad conjugada con dictaduras, cuando los de abajo no quieren seguir como dicen que deben seguir, en una especie de naturalismo social; mesura de realidad conjugada con democracia representativa cuando los de abajo comienzan a imaginar y trabajar por su propio futuro. Dos polos de las antiutopías que se ejercitan en toda América, desde 1492 hasta nuestros días. ¿Será que nos quieren aburrir de futuro?. Después del «fin» de las utopías decretado por el filósofo Marcuse, que en su tiempo también posó en las pasarelas de la moda cultural, debía venir el ho mbre pluridimensional. Pero tal hombre nunca llegó. Arribó el hombre de mercado, el paradigma consumado de la unidimensionalidad, para aquel que todo es economía. Entonces comenzamos a comer economía….
A las utopías revolucionarias siempre se les ha criticado un supuesto reduccionismo económico, hasta el punto de convertirse en una especie de fobia intelectual a los estudios económicos, sobretodo entre los partidarios de los estudios culturales, que han caido en un nuevo reduccionismo, el culturalismo: todo es cultura. De lo que se trata es de no despreciar la capacidad epistemológica de los pueblos subalternos, es decir, de sus posibilidades de construir teorías coherentes acerca de su propia realidad. A pesar de la abundancia de slóganes y de ofensivas ideológicas que han pretendido legitimar el modelo neoliberal y su antiutopía de mundo en equilibrio gracias al «omnipotente» mercado, la sabiduría epistémica de los trabajadores, emergida desde el mundo de la explotación, de la escasez de trabajos, de la inseguridad, y la sabiduría epistémica de los pueblos y etnias oprimidas logra, en parte, contrarrestar la megalomanía del hombre burgués por una sociedad sin contradiccio nes y en competencia perfecta.
Los filósofos han descuidado el mundo de lo cotidiano, la dialéctica entre lo microsocial y lo macrosocial, las contradicciones entre el mundo tal cual es vivido y el mundo tal cual es relatado por las sucesivas élites, el mundo experienciado como victimación de un sistema oprobioso y el mundo de los señores de las cifras y las estadísticas. Como si la historia de los pueblos pudiera ser reducida a la historia de las numerologías y las cuantificaciones, como lo pretendiera la escuela de los Anales, con el historiador Braudel a la cabeza. Miremos la realidad y su impresionante resistencia acallada por el discurso público, el discurso oficial, lleno de porcentajes sin importancia, porque lo que verdaderamente importa no es bajar una décima en desocupados, sino el reflexionar del por qué en la utopía antiutópica burguesa hay cabida para naturalizar una desocupación permanente. ¿Perversidad, simplemente?. La antiutopía funciona como fuga de la realidad y un obstáculo a las transf ormaciones más profundas, porque es una ideología de la renovación reformadora, no transgresora de las antiutopías imperiales. Es una forma de entregar el tiempo y el espacio de América a la dominación antropológica más trascendente de la historia humana, a aquella que ha logrado penetrar y transformar nuestro modo histórico de mirarnos y de constituirnos.
Pero de lo cotidiano indesmentible a los ojos propios se puede configurar el sustrato material de nuestras esperanzas, base de nuestras anticipaciones frente a lo que se va tornando intolerable para las mayorías. Aquí se va instalando la interpretación propia, situada, como decía el filósofo y antropólogo argentino Rodolfo Kusch, queriendo señalar con ello un pensar y un hacer desprejuiciado, un estar desprejuiciado, más que un ser abstracto frente a una abstracta realidad, interpretaciones y explicaciones propias situadas aquí, en torno a una pluralidad que se nos ha hecho prejuiciada de fragmentaciones, un modo ideológico de obstruir las uniones de los agredidos cada día por el ritual estratégico del capital reproduciendo sus desigualdades y asimetrías.
Estamos en el umbral de una nueva transfiguración de un pensar auroral, siguiendo las reflexiones de Arturo Andrés Roig, de resistencias concretas ante el discurso mediocre, ante la represión inercial, ante las invenciones antiutópicas. Pensamiento y transformaciones aurorales para un nosotros mismos, utopías sincréticas que surgen desde la praxis situada, desprejuiciada, como la de los sencillos sin tierras del Brasil, de Bolivia, de Ecuador, del Perú, los dignos piqueteros argentinos, los hastiados constructores de sombras, el pueblo mapuche, paradigma de exclusión y lucha etnopolítica. Y muchos más que por razones de manipulación ideológico-semióticas de los propietarios de los grandes medios de comunicación, son ocultados diariamente ante nuestros propios ojos. Las utopías necesarias son el antídoto para el miedo paralizador, son los esfuerzos de construir futuros más dignos, pero ahora desde el territorio, desde lo cotidiano que se descotidianiza, desde los pueblos mismo s más que de sus representantes, los que arrebatan el horizonte legítimo del hombre plusválico, del productor de las riquezas de la cual hipócritamente usufructuamos sin el más leve sentido de solidaridad. Hay alternativas factibles, y estamos pletóricos de utopías que las están haciendo emerger los propios pueblos de nuestra América tan profunda de lugares que sí existen si tenemos esa esperanza de caminos proféticos, esa esperanza en transformaciones radicales, ese poder del símbolo y del mito en un mundo enraizado en la comunidad de intereses anticipatorios.
Si ya nos inventaron El Dorado, la ciudad de Los Césares, el cosmológico mercado, la propia América, ya es posible, entonces, inventarnos nosotros mismos para nosotros mismos, inventar la imposibilidad de seguir reproduciéndonos cual mercancías para el usufructo burgués. Estaremos, entonces, anticipándonos al verdadero fin de la antihistoria de las antiutopías regidas por la ley del valor.