La opinión pública internacional está conmovida esta semana por el acceso al poder de la retórica xenófoba, sexista y violenta -aunque sincera- que porta Trump. Sin embargo es sólo el eslabón de una cadena ideológica internacional que comenzó en los años ´80 con el Frente Nacional de Le Pen en Francia, se despliega hoy con […]
La opinión pública internacional está conmovida esta semana por el acceso al poder de la retórica xenófoba, sexista y violenta -aunque sincera- que porta Trump. Sin embargo es sólo el eslabón de una cadena ideológica internacional que comenzó en los años ´80 con el Frente Nacional de Le Pen en Francia, se despliega hoy con toda potencia también en el Reino Unido, en Austria y el norte de Europa, y en cada país -central o periférico- encuentra exponentes en diversa proporción. La estampida de refugiados de los países del oriente cercano y medio sometidos a barbaries vernáculas e imperios intervencionistas auxilia la tendencia. Apenas unos días atrás, en Argentina para no ir tan lejos, el presidente del -autodefinido progresista- bloque kirchnerista del Senado, Pichetto, culpó a la inmigración boliviana y peruana de la miseria y la inseguridad. Si bien el discurso de Clinton pulía exabruptos, no era precisamente pacificador, ni inclusivo. Menos aún su práctica diplomática en la primera gestión de Obama. En suma, en la disputa por la administración del capitalismo de los diversos estados-nación, tienden a consolidarse y ocupar representaciones parlamentarias y en ocasiones a dirigir los estados, exponentes violentos y fascistas de las clases dominantes, que a su vez atraviesan transversalmente a partidos y coaliciones políticas hegemónicas. Desbrozar la compleja multicausalidad de este averno político de época, excede estas líneas y mi capacidad analítica, aunque en alguna proporción aún no cuantificada, guarda correlato con la expropiación de la soberanía popular que concede la autonomización de dirigentes y representantes en lo que llamo la democracia liberal-fiduciaria. Temática que, a propósito del próximo congreso del Frente Amplio uruguayo (FA) sobre una posible propuesta de reforma constitucional, me propuse ir desarrollando domingo a domingo y no será esta página la que contradiga este objetivo.
Tampoco pretendo analizar en las líneas sucesivas el extenso espectro de valores y demandas que expresa un texto constitucional y aborda el primer documento de trabajo que el FA envió para su discusión antes del congreso. Desde las demandas de derechos sociales hasta los ambientales. Desde las relaciones internacionales a la protección y consagración de los derechos humanos. Desde la protección de las minorías étnicas, etarias o identitarias, hasta la igualdad de género. Toda expansión de derechos y horizontes de emancipación social, toda conquista de mayor igualdad merecerá mi más entusiasta apoyo y agudos compañeros están elaborando reflexiones sobres estos asuntos, por lo que concentro mi interés en la dimensión política e institucional, precisamente la que es abordada de manera ambigua o directamente conservadora por los documentos convocantes al congreso. Y lo multiplico en los debates preparatorios en el ámbito en el que vengo participando orgánicamente en Buenos Aires, el Comité de Base Fernando Morroni.
Un interrogante subyace permanentemente en los progresismos e izquierdas cuando se confronta el problema de la ciudadanía con la desigualdad social del capitalismo. ¿Qué tipo de ciudadanía nos proponemos construir? ¿Una asentada en valores que sustenten los derechos y la igualdad real como precondición a la participación? Suponiendo la conquista práctica de tales derechos, que en una gran proporción son denegados de hecho aunque una carta magna los consagre (como el derecho al trabajo, a la salud o a la vivienda digna, etc.) ¿la implementación de esos derechos sociales como condición de la ciudadanía, dará algo más que aquello que para Schumpeter era el comportamiento político al modo de consumidores? ¿Serán los derechos sociales tendientes al igualitarismo (o para ser más realistas, apenas los que mitiguen las tendencias hacia la marginalidad) los que faciliten la autonomía individual y las responsabilidades públicas y garanticen la participación ciudadana?
No siempre en la historia de los ideales de la modernidad se concibieron los derechos sociales como atribuciones propias de la ciudadanía. Recién cuando se denunciaron las inconsecuencias y mistificaciones de este ideal por parte de las izquierdas, se puso de manifiesto la tensión entre libertad (civil) e igualdad. Pero a la multiplicidad de los intereses y el drama de la desocupación como contracara de la imposibilidad del sustento, cuando no de la exclusión social y la marginalidad, se sumó la frustrante experiencia de los socialismos reales cuyo modelo, en el mejor de los casos, fue la persecución de la igualdad a costa de la libertad.
El documento de valores y principios hace particular hincapié en la educación (parágrafos 13, 20, 35, 39, 71, 100 y 109), cosa que comparto, aunque no concluya que con la masificación de ella y su mejoramiento cualitativo se desprenda necesariamente una ciudadanía más activa. Asemeja la concepción del filósofo argentino José Nun quién concibe por ejemplo al instituto del voto, al modo roussouniano, como último paso de un debate entre iguales, es decir con niveles de ingreso, educación e información semejantes, para concluir que en nuestras sociedades no existe una «verdadera democracia». El mismo documento del FA recurre a una fórmula igualmente vaga como la «democracia auténtica» (parágrafo 31) para sugerir en sólo un par de líneas y de modo genérico la utilización de institutos de democracia directa que se esfuman hacia adelante en el mismo texto. Tiene el mérito sin embargo de refutar la vulgata izquierdista según la cual la transformación del sistema de dominio capitalista garantizaría por sí sola la cuestión del ejercicio ciudadano. Idea mecanicista que confunde dos esferas que merecen ser analizadas con independencia: la igualdad económica y la libertad civil. El hecho de que esta pareja de conceptos y prácticas se entrecrucen e interpenetren constantemente, que sean constitutivas de una totalidad social más amplia y real, no significa que la resolución de la primera, garantice la segunda. En este aspecto, tanto o más que la educación, la implementación de una renta ciudadana o renta básica universal, podría contribuir a generar algún umbral económico-social desde el que se nutra una futura ciudadanía más activa.
La representación fiduciaria como modelo de gobierno «autonomizado» puede, en el mejor de los casos, leer las demandas de algunos sectores sociales o ser porosa a los movimientos que expresan organizadamente tales demandas, y tener así políticas acordes a ellas y en consecuencia a la reproducción de su propio poder que el sistema no limita y hasta en ocasiones concibe prácticamente vitalicio. Puede inclusive, mediante técnicas sociológicas de opinión pública, interpretar las agendas y necesidades que les atribuyen a la sociedad y contemporizar, mediatizar, acelerar o frenar las supuestas exigencias de los actos electorales. Puede también producirlas o atenuarlas a través de alianzas con -o mediante la manipulación de- medios de comunicación. A lo que siempre se opuso y derrotó fue a los modelos institucionales que concibieran la descentralización, el mandato imperativo, la participación activa de los ciudadanos y una gran dosis de responsabilidad y deliberación. Aquella que haga, en última instancia, efectiva la participación de los afectados por las decisiones que sobre ellos adoptan sus representantes.
Las fórmulas vagas y consignistas, aún en textos que expresen valores y prescindan de medidas concretas, no hacen más que ratificar el modelo representativo fiduciario. Por ejemplo cuando volvemos al documento en el que se afirma (parágrafo 61) deseable » una política pública de alta relevancia, y siempre debe estar al servicio de la gente, con la gente y para la gente» que recuerda al famoso discurso de Abraham Lincoln de 1863 en el que expone la idílica consigna de «g obierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo», en cuya defensa deberá reconocerse que fue formulada un siglo y medio antes y saliendo de una guerra civil.
En contraposición a estos hueros formulismos, propongo como primer valor a lograr y defender, el derecho a la participación directa de la ciudadanía en la toma de decisiones que la afecten. Posteriormente deberán estudiarse los institutos que la garanticen. Pero más ampliamente, podríamos caracterizar sintéticamente estos valores como los de un republicanismo radical que se proponga convertir las libertades en derechos, que oponga límites precisos al poder político y lo despersonalice, a la par que ejerza institucionalmente un control minucioso del mismo. Metodológicamente, sin dejar de incorporar las más exigentes o radicales conquistas económicas, sociales y ambientales y sin dejar de exigir que una vez formalizadas constitucionalmente se cumplan en la práctica, es momento de liberar a la política de las garras asfixiantes del economicismo.
Quizás de este modo reviva la inventiva institucional.
Emilio Cafassi. Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires
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